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Violencia sexual en la Iglesia. Cardenales y obispos callan

Calla el obispo de Alcalá, calla Rouco, calla Cañizares, calla la Conferencia episcopal…Callando llevan siglos. Callaron durante la Dictadura y siguieron callando durante la democracia. Callan, mientras en las cloacas de la Iglesia se viene practicando la violencia sexual que con los inciensos y las Dictaduras han tratado de enmascarar. Y sin embargo la violencia estructural existe. Lo sabemos porque son cientos de sacerdotes y monjas los denunciados por la justicia en Estados Unidos. Donde la libertad religiosa no se entiende como imposición de una Iglesia sobre la libertad de conciencia sino como defensa contra esa imposición y protección del individuo. Pero aquí, en España, se ha protegido la violencia sexual hasta el día de hoy. Y está protegida por el Concordato.

Ya sabíamos, desde el Renacimiento, al menos, que la Iglesia llenaba sus alcobas con las víctimas de su agresividad sexual. Nos lo contó el sublime Ariosto en sus “Ragionamenti”. Nos lo contó Boccacio. Nos lo contó Rabelais. Nos lo contó, en plena Revolución francesa, Sade en “Las 120 jornadas de Sodoma” y otras inolvidables novelas. Aunque callen los obispos, sus víctimas gritan por ellos.

Los obispos acostumbran a viajar en el tren del silencio para ocultar entre sus vapores sus miserias. Y el silencio es complicidad. Y la complicidad es consentimiento. Y el consentimiento los hace culpables. Y la culpa los condena. Dante, en su Divina Comedia, los metió a todos en el Infierno. Ahí siguen.

Por qué existe violencia sexual en el seno de la Iglesia. Son los violentos excepción? O acaso no ocurre como con la corrupción política, que no es cosa de unos cuantos sino de un sistema que la genera, la consiente y la protege? La violencia sexual forma parte integral del sistema de valores cristianos. Emana intrínsecamente del seno de esos valores. La cosa empieza cuando la mujer, en el ara de la Iglesia, como un cordero dispuesto al sacrificio, es entregada al marido como esclava sexual. El Islam repite brutalmente este sacrificio mientras aplauden los comensales. Una vez violada, siguiendo el rito religioso, es idealizada como madre, una máquina de parir hijos para la patria, los ejércitos y las fábricas. Sacrificada en el ara divina, será inmortalizada. La violencia es el placer.

Los valores cristianos son el origen de la violencia sexual. No tenemos más que escuchar a los obispos, rasgándose las vestiduras, proclaman, airados, las mismas palabras que el Gran Hermano de Orwell dirige a sus víctimas:

Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?

Winston pensó un poco y respondió: – Haciéndole sufrir.

– Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer.

Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista.

La procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la cartilla de racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido,(La Iglesia) ni más amor que el amor al Gran Hermano (Al clero)”.

Para decir lo mismo con otras palabras, la Iglesia tiene su propio lenguaje con el que expresar su odio al placer. Idealiza este odio en la castidad sacerdotal y matrimonial. Si en la encíclica “Casti connubi”, al papa Pío XI, exigía la castidad matrimonial como un sacramento que deben practicar los padres e imponer a los hijos, unos cincuenta años después, en el documento del Pontificio Consejo para la familia, titulado “Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia (8 de diciembre, 1995), se viene a afirmar que la única función que tiene la sexualidad, el placer, no es otra que la de ser negado para, rechazándolo, purificar el alma. Que es la finalidad de todo ser humano. La sexualidad es concebida, y por eso sólo tiene como razón de ser, la de ser un obstáculo en la carrera por purificar el alma despreciando el cuerpo.

De este odio al placer nace una conducta patológica: la sexofobia, acompañada por una serie de enfermedades como: el antifeminismo, la homofobia y el sadomasoquismo. El placer es la violencia. La castidad, la humillación, la obediencia, la resignación, el desprecio al placer son los fundamentos de la moral cristiana. Sobre ellos se han construido los valores de la sociedad represiva. De ellos nace la violencia contra la sexualidad.

Sin represión sexual no existiría violencia sexual. Porque el placer sexual es la forma más sublime y placentera de comunicación consentida entre los seres humanos. Ha sido y sigue siendo una de las grandes conquistas de la Humanidad. Sólo sus enemigos engendran violencia sexual.

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