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Verdad y educación (o de la virtud del profesor)

«No hay educación si no hay verdad que transmitir, si todo es más o menos verdad, si cada cual tiene su verdad igualmente respetable y no se puede decidir racionalmente entre tanta diversidad.»
(Fernando Savater: El valor de educar)

Hace años que le leí a mi admirado Bertrand Russell la idea de que el único compromiso que le debe el profesor a sus alumnos es con la verdad. Lo escribió en su ensayo de hace más o menos un siglo Las funciones de un maestro perteneciente a la colección titulada Ensayos impopulares. Basándome en mi experiencia profesional de décadas (no revelaré cuántas para no sobrecogerme), tengo para mí que tal compromiso no es difícil de cumplir cuando se trata de la enseñanza de las matemáticas, la física… Es decir, aquellas materias cuyo objeto de estudio quedan lejos del ámbito valorativo humano. Si ya hablamos de historia, filosofía, y no digamos si se trata de esa asignatura comodín (al menos aquí en Andalucía) que lo mismo vale para un roto que para un descosido y que se conoce por el largo nombre de «Educación para la ciudadanía y los derechos humanos», el solemne compromiso de tanto valor para Russell se torna cuando menos de arduo cumplimiento. No porque lo menosprecie el docente, sino porque lo que se trata de conocer, es decir, aquello respecto de lo cual se trata de decir verdad es contemplado con mirada contaminada de intereses, expectativas, creencias y valoraciones que enturbian el sentido de objetividad de quienes abordan su estudio. Como le oí decir no hace mucho a una compañera profesora de matemáticas a quien le tocó encargarse de la susodicha asignatura comodín (por eso la asignatura tiene en realidad el valor que tiene: a cualquiera puede asignársele impartirla para completar su horario lectivo), «en matemáticas soy dogmática, en ciudadanía, no». Claro, ¿cómo serlo si en el territorio de lo social, ético y político campan las opiniones de toda laya que han de ser respetadas todas sin excepción de acuerdo con el sacrosanto principio de las democracias posmodernas según el cual todas las opiniones son respetables?

Este corrosivo dogma ya fue criticado de modo irrefutable por Fernando Savater antes de que acabase el siglo pasado en un artículo que tituló precisamente Opiniones respetables. En él distinguía dos usos del opinar. El correcto, según el cual la expresión «yo opino que…» es una fórmula que implica que quien la usa está asumiendo que lo que sostiene es una tesis tentativa, provisional, pues no está totalmente seguro de su solidez ni mucho menos que tenga la robustez epistémica que exige el reconocimiento de que se dice verdad, por lo que el opinante deja una puerta abierta a modificar su opinión ante las evidencias en su contra que se le presenten. El uso «espurio de la opinión», en expresión de Savater, no avala la opinión dada mediante argumentos, sino mediante la dignidad de la propia persona, de modo que cualquier discusión de aquélla se toma por una afrenta personal. Así, el derecho a opinar conlleva la obligación de respetar lo que se diga, por disparatado que sea y contrario a toda evidencia y sentido lógico, so pena de que se pueda acusar al crítico de faltar al respeto del opinante.

El uso genuino de la opinión nunca le pierde la cara por así decir a la verdad. Anida en la mente del opinante la duda, porque sabe que la verdad de lo que dice requiere un trabajo de la razón que él no ha podido completar, y al que pueden contribuir las opiniones de otros, sean o no favorables a la propia. Aquí el ego no es obstáculo para el reconocimiento de la verdad, aunque suponga la admisión de haber incurrido en error. El seguimiento del ideal normativo de la razón vence las espontáneas inclinaciones psíquicas que sesgan malamente nuestras naturales capacidades cognitivas.

Entre esos sesgos perniciosos destaca la cognición protectora de la identidad, como lo denomina el psicólogo canadiense Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustración, un vicio natural que nos inclina a asumir como verdaderas las tesis que más favorecen las posturas tribales y la propia situación del individuo que se siente adscrito a ellas.

Yo veo en la apasionada polémica de estos días en torno al así llamado «pin parental» una oportunidad para volver a reflexionar sobre la relación de la institución educativa con la verdad, las opiniones y creencias, la ideología y la política. Las escuelas y los institutos son lugares en los que todos esos elementos con los que el ser humano conforma su mundo –es decir, otorga sentido al entorno en el que su vida se desenvuelve– se encuentran obligatoriamente, porque se constituyen, de principio, en espacios en los que la cultura es materia prima y objeto del que se toma consciencia. Dicho de otra manera: la mirada que se adopta por todos los que en ella interactúan es una mirada específica de toma de consciencia colectiva de lo que es el mundo en el que vivimos. Esa es mi vivencia personal de la escuela y del instituto, sobre todo de éste último; la vivencia del conocimiento, en definitiva. Vivencia a la que otorgaba sentido la aprehensión de la verdad, tesoro precioso para una mente joven a la que se le daba la oportunidad de reconocer su ignorancia y detectar sus prejuicios como punto de partida para empezar a aprender.

No cabe renunciar al compromiso con la verdad. Él mismo es un mandato de la propia ética ciudadana tal y como la encarnó hace siglos Sócrates. Lo que, por cierto, no implica dogmatismo alguno, pues ésta es una actitud relativa a las creencias y no al conocimiento, que intrínsecamente es un ejercicio de crítica y escepticismo. Ese espíritu socrático es el que debiera inspirar la acción de todos los docentes cuando traten con sus alumnos aquello que los currículos educativos –no elegidos por el profesorado por cierto, sino resultado siempre de imposiciones políticas– establecen en el ámbito de aquellas materias susceptibles de ser causa de trifulcas ideológicas, donde hallan su asiento los asuntos para los que los que abogan por el «pin parental» exigen su derecho a objetar.

Creo que es valor irrenunciable de la ética docente la militante oposición del que enseña a toda ideología. Ésta necesariamente conlleva la imposición de un rígido corsé al pensamiento. No entiendo que pueda caber el libre pensamiento donde impera la ideología. Todo es susceptible de convertirse en ideología; incluso la ciencia, como demuestra el mencionado Pinker en el libro citado cuando refiere ciertas investigaciones en las que se evidencia cómo es posible asumir como verdaderas afirmaciones científicas sin comprender las razones que las demuestran. Ocurre con la teoría de la evolución, exponente donde los haya de la cosmovisión científica, a la que el estudiante puede dar crédito simplemente porque la avala la ciencia, pero sin entenderla conceptualmente. Por eso el propio Pinker, al final casi del capítulo que titula Razón del referido libro, destaca que lo primero con lo que se ha de comprometer la institución educativa es con la práctica de la razón crítica, la cual considera prerrequisito ineludible para pensar sobre cualquier cosa.

¿Se puede pensar sobre cualquier cosa en la escuela? ¿Y de qué manera se ha de hacer? Esta es una de las cuestiones básicas que subyace a la tarea que se lleva a cabo en las aulas y que se torna polémica cuando, en un contexto epistémico muy contagiado de los planteamientos posmodernos y socialmente muy complejo a causa de la multiculturalidad de nuestra sociedad, se decide el modelo de educación para los jóvenes ciudadanos de la moderna democracia liberal, que es el marco político en el que se desenvuelve nuestra convivencia.

Por lo que a mí respecta, confieso mi incomodidad cuando, a partir de la década de los noventa del siglo pasado y con ocasión de la entrada en vigor de la LOGSE (Ley Orgánica General del Sistema Educativo), se nos empezó a decir en los claustros de los institutos que no debíamos considerarnos profesores de una determinada materia, sino educadores, que nuestro trabajo no se reducía a la mera impartición de conocimiento, sino que debíamos promover determinadas actitudes y «educar en valores». Esta reorientación del paradigma educativo se sustentaba en una serie de ideas pedagógicas de evidente inspiración posmoderna desarrollada por teóricos de la educación de los departamentos universitarios. De uno de ellos, perteneciente a la Universidad de Málaga, tuve oportunidad de escuchar en carne mortal en unas jornadas organizadas por la fundación CIVES (de fomento de la educación cívica) que el carnicero del barrio podía ser mejor educador que un profesor. Recuerdo que, perplejo, cuando al concluir su exposición se abrió un turno de preguntas, le confesé la estupefacción que me había causado su discurso pues con él atacaba lo que yo tenía por fundamento de mi autoridad en el aula, a saber, el conocimiento que yo tan esforzadamente había atesorado a lo largo de mis muchos años de estudio, y que claramente, al menos en mi materia presente en los programas de enseñanza, me colocaba por encima del carnicero del barrio –por otro lado, figura muy respetable y hasta imprescindible si se quiere– a la hora de ejercer el oficio de profesor. El conocimiento, es decir, el trabajo de la verdad, la labor modesta y disciplinada que busca el desvelamiento del ser, en expresión del ancestral Parménides de Elea, es un quehacer que por sí mismo civiliza al que lo practica. Es sobre las universales verdades de la razón que para mí tiene sentido desarrollar el trabajo educativo. Y no quiere decir que estén dadas y acabadas, pero el supuesto de que algunas se hallan ya bastante bien perfiladas y a partir de ellas y porfiando en el estudio y el pensamiento crítico, cabe atisbar otras y al mismo tiempo aligerarse de prejuicios y falsas creencias, me parece irrenunciable para salvaguardar la dignidad de la tarea de enseñar.

En cuanto el conocimiento y la verdad pasan a un segundo plano frente a otras funciones políticamente adjudicadas a la institución educativa, se abren las puertas de los centros académicos a los contagios ideológicos de todo pelaje y el profesor queda al pairo de las opiniones de políticos, familias y confesiones religiosas sobre lo que debe y no debe ser su labor; y, por supuesto, todas son muy respetables como dicta el dogma posmoderno objeto del artículo de Savater antes recordado. Precisamente este mismo filósofo, en otro de sus innumerables artículos titulado La laicidad explicada a los niños, recordaba su estupefacción ante el ex secretario de la ONU Butros Gali cuando éste le subrayó la importancia de la astrología en el Egipto actual, lo que los europeos no valoramos como se merece. Savater le replicó que cómo valorarla dada su falsedad al margen de relativismos culturales, lo que el señor Gali se apresuró a tachar de prejuicio eurocéntrico.

Probablemente no sea casualidad, sino síntoma de un cierto hartazgo gremial, la aparición en corto plazo de tiempo de dos libros que recuerdan la dignidad del oficio de profesor (de profesor, no de educador, porque en tanto que profesor no tiene por qué interferir en su labor ningún educador o agente socializador; que seguramente aquí radique otra de las causas que alimentan la polémica del dichoso «pin parental», que se entiende que se solapan las labores igualmente educativas del docente y el progenitor,,, Y el cura). De 2018 es El culto pedagógico: crítica del populismo educativo del profesor de filosofía José Sánchez Tortosa autor hace algunos años de El profesor en la trinchera. En su nuevo libro Sánchez Tortosa denuncia –como yo hago aquí– la ideologización en España de la enseñanza desde los años noventa del siglo pasado. Según él, mediante las sucesivas innovaciones legislativas sustentadas en discutibles principios pedagógicos, se ha ido empobreciendo el contenido científico, académico, técnico e intelectual de la educación. El profesor ahora tiene que entretener y contener a los niños y adolescentes en ausencia de sus progenitores y tutores legales (en muchos casos dimisionarios de su responsabilidad) ante los cuales –añado yo– el docente siempre ha de responder, objeto como es muy a menudo de sus suspicacias.

Por su parte, el filósofo de la educación de la Universidad de Barcelona Jorge Larrosa es el autor de Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor, libro publicado a finales del años pasado. En el texto de su presentación encontramos estas palabras: «Un homenaje a los profesores y a las profesoras que, contra viento y marea, continúan haciendo bien su trabajo y levantando diques en escuelas, institutos y universidades públicas para que el mundo no se deshaga y el suelo en el que crecen los niños y los jóvenes no sea del todo hostil. Esperando no se sabe qué es un libro que ama, dignifica y defiende el noble y milenario oficio de profesor y, por ello, está escrito a contracorriente de la transformación de la escuela en una empresa; de la reconversión de los profesores en gestores emocionales y animadores de aula; del programa educativo del capitalismo cognitivo, ese que se fundamenta en el aprender a aprender, en las competencias y en las inteligencias múltiples».

Me atrevo a decir que existe un síndrome de la mala conciencia del profesor que padece un buen número de docentes. Se trata de un cuadro sintomático que se asemeja a una especie de complejo de culpa. En términos fenomenológicos, es un cierto estado anímico, de desmoralización por cuanto el docente experimenta que su trabajo no es apreciado por quien en primera instancia es su beneficiario, a saber, su alumnado, el cual muestra demasiado a menudo y en un porcentaje preocupantemente significativo que lo que se le enseña carece de valor, llegando en algunos casos, incluso, a mostrar desprecio. Entonces el profesor se culpa a sí mismo, cree que no lo hace bien, que aburre y que no motiva lo suficiente a sus pupilos; porque hay todo un discurso instalado en los distintos ámbitos a los que concierne el desarrollo de la tarea docente –administrativo, pedagógico, familiar– que explica en gran medida el fracaso escolar por la falta de competencia docente.

En esto pienso cuando leo el comienzo de la introducción de Filosofía en la calle, reciente libro del compañero, profesor de filosofía también, Eduardo Infante. En ella narra el autor el episodio que lo llevó a revolucionar su forma de enseñar. Refiere algo muy común en clase: mientras él explica la filosofía de Aristóteles una alumna sentada al fondo del aula junto a una ventana mira distraída al exterior. Se acerca a ella y le pregunta qué es eso tan interesante que capta su atención en vez de prestársela a la lección que entra en el próximo examen. «La vida», responde la chica. Declara Eduardo infante que esas dos palabras le cayeron encima «como una bomba de napalm que lo arrasara todo a su paso», y que entendió entonces que había convertido su clase en una especie de caverna de Platón, un lugar donde lo que enseñaba poco tenía que ver con la vida, con la realidad.

No entraré en un análisis psicológico de las motivaciones que explicarían la actitud de la alumna protagonista de la anécdota, arquetípica representación de miles de estudiantes; plantearé, en cambio, la cuestión de qué clase de vida, de vida humana, es la que se desarrolla sin conocimiento y sin reflexión crítica. Dicen que Sócrates, al que se le atribuye la autoría del adagio según el cual no hay vida que merezca ser vivida sin examen, era un personaje por muchos temido en su pueblo, porque aquellos con los que entablaba conversación eran apartados por el filósofo de sus asuntos cotidianos, de su vida, para dedicar un tiempo a reflexionar. Esa muchacha miraba la vida mientras su profesor explicaba a Aristóteles, pero ¿cuál era su mirada? ¿Era una mirada lúcida o adocenada? ¿La vida que ella contemplaba era la de un ser consciente de su complejidad, de la riqueza de sus dimensiones, del universo de significados que entraña? ¿O la vida entregada a las distracciones, dispersa en una maraña de frívolos estímulos y reflejada superficialmente en un sinfín de pantallas, y representada por opiniones malamente argumentadas tomadas de aquí y allá?

A veces, la mejor experiencia vital, la más digna de ser llamada humana, es la de un maestro enseñando a sus alumnos, pero tiene que haber virtud en el mensaje de aquél y en la mirada de éstos. Un aula (un teatro, un cine, una sala de conferencias) puede ser el mejor refugio cuando nos empeñamos en hacer pasar por vida un mero simulacro de realidad. Una clase magistral, de esas de las que ahora abomina la posmoderna pedagogía y que no soporta un alumnado asaeteado en su vida cotidiana por una cacofonía de estímulos multimodal e incesante, puede ser un precioso regalo muestra de la sabiduría atesorada por alguien que ama aquello que ha estudiado y que lo ofrece en su versión mejor elaborada.

Vendrán gobiernos de un signo y su contrario, se pondrán de moda ideologías que dictarán qué visión del mundo es la verdadera, unos progenitores querrán que sus hijos sean fervientes creyentes de la fe de sus padres y otros desearán que se les anime a convertirse en librepensadores, alumnos exigirán que se les respete sus opiniones en igualdad de consideración que las enseñanzas de sus maestros. De sectores diversos de la sociedad se presiona constantemente para hacer del profesorado el instrumento del que servirse para conformar la mente de los jóvenes según su particular concepción de lo que es la educación.

Si el profesor quiere defender la dignidad de su oficio no debe renunciar a aquello de lo que se nutre su virtud, es decir, su fuerza frente a todos esos factores que la erosionan causando su desmoralización. Su virtud reside en su conocimiento, en su compromiso con las verdades que ha aprendido a través del estudio y el pensamiento crítico. De ellas tiene que dimanar todo lo que enseñe a su alumnado; también lo que corresponde al ámbito de la formación cívica y humana que forma parte de esa «educación integral» a la cual se dice que tienen derecho nuestros jóvenes, y que no tendría por qué sufrir merma ninguna si desapareciesen asignaturas como Educación para la ciudadanía y los derechos humanos, Valores éticos, Cambios sociales y de género y no digamos Religión (de presencia absolutamente injustificable en la educación pública de un Estado que a la fuerza tiene que ser laico si quiere ser democrático). Porque las verdades no son un fruto que sólo crece en el campo de las ciencias positivas, sino también en las ciencias humanas, escasamente presentes en los actuales planes de estudio. Cuánto tiene la historia que decirnos acerca de lo que al ser humano le sienta bien, cuánto la sociología acerca del lugar a donde nos pueden conducir según qué procesos grupales, y la psicología sobre el resultado de determinados comportamientos, y la antropología sobre el poder de las culturas para modelar la vida de las gentes, y la economía para atender a lo que verdaderamente tiene valor. A partir de estos conocimientos hay que sacar las consecuencias, pensar sobre la base de cómo las cosas son y cómo es el ser humano, partiendo de la verdad de la que los profesores somos portadores y transmisores, no de consignas ideológicas sujetas a la moda política de turno.

José María Agüera Lorente

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