Me sometí a una encuesta por teléfono, no hace mucho. La encuestadora me preguntó si me definía como católico o como no católico y, en caso de ser católico, si era practicante o no practicante. "Soy católico no creyente", le respondí. "No practicante, querrá decir usted", me corrigió. No, señora, católico no creyente. Soy católico por educación y practico algunas veces, por vida social, en un país en el que el catolicismo es de hecho la religión del Estado. "Pero no puedo presumir de tener fe, esa gracia de Dios, algo íntimo, muy profundo", podría haberle explicado. No quise abrumar a la encuestadora con asuntos privados. La fe es una propiedad privada.
Ha habido varios pleitos en los últimos años por cuestiones de imágenes sagradas y propiedad. Y ahora mismo, a propósito de un Cristo, resuena la discusión sevillana entre el arzobispo, monseñor Asenjo, y una hermandad de Triana, la Pontificia, Real e Ilustre Hermandad y Archicofradía de Nazarenos del Santísimo Sacramento y de la Pura y Limpia Concepción de la Virgen María, el Santísimo Cristo de las Tres Caídas, Nuestra Señora de la Esperanza y San Juan Bautista. La hermandad no obedece a la Conferencia Episcopal ni a Monseñor, que habían pedido el paso del Cristo de las Tres Caídas para un vía crucis masivo y mundial en Madrid, en agosto de 2011, presidido por el papa Benedicto XVI. La Pontificia, Real e Ilustre Hermandad y Archicofradía no cede al Cristo. Es suyo.
El catolicismo tiene vocación de religión pública española, pero sus imágenes son propiedad privada y, contra individuos que han usado algún santo en videojuegos o montajes fotográficos, aplica el mismo principio que el Islam oficial esgrime en Pakistán contra los musulmanes poco ortodoxos: la ley persigue a los herejes por delitos contra la propiedad industrial. Los símbolos religiosos son imágenes de marca, registradas por las jerarquías religiosas, en Pakistán y aquí. Ese sentido del culto como patrimonio se visibiliza en la gozosa exhibición de la propiedad: los pueblos andaluces han agigantado la Semana Santa durante los años de esplendor monetario, en el orgullo de ser ricos y la alegría de la ostentación de casullas, túnicas, estandartes, pasos, tronos, varales y varas de mando. E incluso la gran Semana Santa ha alimentado una rama del fervor inmobiliario de la última década. Se han construido hangares colosales para santos, gracias a los fondos públicos y a la devoción de populares y socialistas.
Las procesiones son devoción y diversión, fuente de adhesiones y votos, espectáculo y turismo, como una visita del Papa. Monseñor Asenjo, arzobispo de Sevilla, recibió en 2003 la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica por contribuir a la preparación del quinto viaje español de Juan Pablo II. Sabe de viajes papales, es decir, de escenografía. "El Cristo de las Tres Caídas iba a un encuentro con el Papa", se lamenta ahora. Es tan grande la Semana Santa que a Benedicto XVI le van a montar una en Madrid, en pleno agosto de 2011, el viernes 19, de la Cibeles a la plaza de Colón. Celebran la Jornada Mundial de la Juventud con un vía crucis que recorrerá 14 pasos, desde la Última Cena, de Salzillo, al Santo Sepulcro, de Gregorio Fernández, una selección nacional de imágenes de la Pasión de Cristo, de Murcia, Orihuela, Cuenca, Valladolid, León, Zamora, Jerez, Granada, dos de Málaga y cuatro de Madrid.
Hay fieles católicos que ven rara, fea, la acumulación caótica de tanta imagen, con todas sus pompas y ropones en el calor del agosto, ante el Papa y la muchedumbre mundial. Son estatuas raras en sí, si prescindimos de la costumbre de verlas siempre. Será espectacular, aunque un vía crucis, una meditación sobre el dolor de Jesucristo camino del Calvario, sugiera recogimiento, abstraerse del mundo, más que expandirse en una manifestación multitudinaria de Semana Santa, exaltación que se alimenta de sí misma, contagiosa, ideal para el adoctrinamiento y la movilización de masas.