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Veganismo, libertad religiosa y laicidad

Hace unos días, un tribunal británico ha declarado que el veganismo es una “creencia religiosa” y que debe estar protegido por la ley. Concretamente, da la razón a la demanda de un vegano que denunciaba a su empresa por discriminación al despedirle por su veganismo. La calificación del veganismo como religión puede resultar extraña, puesto que el veganismo considerado en la sentencia es de tipo ético y no sobrenatural (a diferencia del veganismo de la religión jaina, por ejemplo). En lo que sigue, vamos a intentar entender críticamente cómo es esto.

La laicidad tiene varios antecedentes, y pueden situarse tanto en la Revolución Francesa (Kintzler) como en las colonias inglesas en Norteamérica (Baubérot). Uno de ellos es la fundación del Estado de Rhode Island por Roger Williams en el siglo XVII. Su ley fundacional establecía el principio de democracia, por el que todo el mundo se sometía a las leyes, pero al mismo tiempo el de separación Estado-religión: el Estado no podía legislar sobre asuntos religiosos. De esta forma, se impedía que por ley se pudiera obligar a alguien a aceptar una religión que no fuera la suya o a prohibirle ejercer la propia. Dicho antecedente está hoy día todavía vigente en la 1ª Enmienda de la Constitución de los EEUU.

Dicha 1ª Enmienda ha ido desarrollándose a través de la jurisprudencia conforme aparecían casos concretos que había que juzgar. Uno de ellos fue el de la exención al reclutamiento militar en el contexto de la Guerra de Vietnam. La ley obligaba a dicho reclutamiento forzoso pero se eximía a quienes, por razones religiosas, se negaban al mismo, al amparo de esa 1ª Enmienda. El problema estaba en quienes también se negaban pero por otros dos motivos: uno, la negativa por el miedo a morir en la guerra o volver mutilado, o la incomodidad de abandonar tu casa, tu familia y tus amistades para marchar a una guerra, y otro, la convicción ética pacifista de no querer colaborar en la guerra pero sin matices religiosos. Los tribunales acabaron dictaminando que el pacifismo ético no-religioso era una convicción tan fuerte, y que afectaba tanto a la identidad y conciencia, que era equiparable a las creencias religiosas protegidas por la 1ª Enmienda. Así, consideró que cabía considerarlas como creencias religiosas (aunque no sobrenaturales) para que pudieran ser igualmente protegidas por esa 1ª Enmienda. La otra negativa quedaba fuera, puesto que la mera preferencia por no ir a la guerra no era una convicción ética ni religiosa similar. La diferencia estaba en que los pacifistas estaban dispuestos a asumir las graves consecuencias legales por su objeción de conciencia (cárcel), lo que era prueba de la firmeza de su convicción, mientras que la mera amenaza de esas consecuencias para los otros bastaba para que se alistaran inmediatamente.

Por tanto, tenemos tres categorías distintas: las preferencias por un lado (que incluyen gustos, opiniones, deseos…), y por otro las “creencias religiosas”, que a su vez pueden ser de contenido sobrenatural o no. Dicha distinción recuerda a la que hace Mircea Elíade entre profano y sagrado. Lo profano es lo vulgar o común mientras que lo sagrado es lo especial o separado. La religión consiste en separar ciertas cosas del común y darles un trato especial, reverencial, de devoción, culto o adoración. Lo sagrado no tiene que ser necesariamente sobrenatural, puede ser cualquier cosa que consideremos que merece una estima especial y por encima de las demás. Pueden ser ciertos valores morales, por ejemplo. Así, en lenguaje del filósofo Ronald Dworkin, puede haber “religión sin Dios” en ese sentido: una actitud de reverencia, devoción, sobrecogimiento o especial consideración hacia determinados objetos como puedan ser valores morales, la belleza o la vida misma o el universo en su conjunto. Dichas “religiones ateas” deberían protegerse al igual que las “religiones con Dios” en la 1ª Enmienda. Lo contrario implicaría una discriminación por razón de conciencia al privilegiar las conciencias religiosas sobrenaturales de otras convicciones igual de fuertes pero no religiosas en el sentido de no-sobrenaturales.

¿Dicha extensión de la “religiosidad” implica que cualquier estilo de vida quede igualmente protegido? No, puesto que se restringe a aquellos estilos de vida basados en convicciones profundas (éticas o religiosas), es decir, de conciencia, y no a meras preferencias o gustos. Una diferencia está en que quienes tienen esas convicciones profundas están dispuestos a sacrificios que no harían los otros (como era preferir el encarcelamiento antes que el reclutamiento militar). Otra cosa es, en la práctica, cómo distinguir ciertos casos concretos, sobre todo en estos tiempos de histrionismo identitario; o cómo evitar el fingimiento de una convicción para beneficiarse de la protección de la que gozan las convicciones auténticas. Así como la extensión y los límites de la libertad de conciencia, y su coherencia con otros valores, principios y derechos también importantes, lo que nos llevaría a otras cuestiones como la objeción de conciencia o los acomodos razonables.

De todos modos, ¿hacía falta todo el embrollo terminológico anterior? La jurisprudencia de EEUU extendió el significado de la “libertad religiosa” para incluir en su protección a las creencias no-sobrenaturales y meramente éticas, considerándolas “religiosas” también. Pero ¿no sería más fácil hablar de “libertad de conciencia” sin más, entendiendo que hay conciencias religiosas (sobrenaturales) o no-religiosas (no-sobrenaturales: naturalistas, materialistas, ateas, agnósticas…) pero igualmente valiosas, esto es, bienes igualmente protegibles por tanto?

La diferencia entre ambas opciones es sutil pero importante. En el primer caso se prima la religión (la libertad religiosa), en el segundo la laicidad (la libertad de conciencia). En el primer caso, se estima la religión como algo valioso y protegible, y se equiparan a las religiones las convicciones no-religiosas por analogía. Pero la connotación es que hay creencias de 1ª categoría, las propiamente protegibles (religiosas), y otras de 2ª categoría (las no-religiosas), que vienen después, y que se equiparan a posteriori. Algo así como la diferencia entre socios fundadores y resto de socios en una asociación. En el segundo caso, se igualan de entrada y en el mismo plano de dignidad y protección todas las conciencias, religiosas o no. En este caso, las diferentes conciencias (religiosas o no) se tratan como hermanas, en el otro caso, unas conciencias serían hermanas (las religiosas) pero las otras (las no-religiosas) serían como las cuñadas. Se quiere a una cuñada, pero no tanto como a una hermana. La cuñada es de la familia, pero no en el mismo sentido que la hermana. La laicidad liga, por tanto, la libertad (de conciencia) y la igualdad (entre conciencias) como principios constitutivos suyos, mucho más y mejor que la mera “libertad religiosa” e incluso a pesar de la extensión de su significado.

Volviendo al caso del veganismo, este puede practicarse de acuerdo a planteamientos religiosos (el jainismo, por ejemplo) o no-religiosos (la ética animalista de Peter Singer, por ejemplo), y cabría una tercera opción: simplemente porque no me gusta la carne. Los dos primeros casos serían asuntos de conciencia, el tercero no. Una razón es que los dos primeros estarían dispuestos a hacer ciertos sacrificios que no haría el tercero (por ejemplo, pagar bastante más por ciertos alimentos u otros productos y, en ciertos casos extremos, se les podría pasar por la cabeza como razonable morir de inanición antes que comer carne). Otra razón es que el daño que se ocasiona a cada uno si se les obliga a comer carne es muy distinto. Al último solo se le incomoda: se le hace comer algo cuyo sabor no le gusta. Pero a los dos primeros se les hace un daño moral: se les obliga a actuar en contra de su conciencia y principios, a sentirse sucios o traidores a sí mismos. Sin embargo, no tendría sentido proteger más a uno de los dos primeros que al otro, por ejemplo, proteger al vegano ético pero no al jaina o al revés. Eso sería como decir que la convicción de uno de los dos primeros es más digna, fuerte, sincera, profunda o auténtica que la del otro, lo que iría en contra del principio de igualdad. Que es exactamente lo que pasa cuando se habla de libertad religiosa, o cuando se extiende el concepto de libertad religiosa como hace la jurisprudencia anglosajona. La única alternativa sensata es la laicidad: afirmar directamente la libertad de conciencia y la igualdad (en términos de conciencia) sin más (ni menos).

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

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