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Valerio y la laicidad judicial, o cómo mezclar peras con manzanas

El juez José Virgilio Valerio es un hombre generoso. No conforme con habernos prodigado tantos años de compromiso cívico con la mano dura, y tantos veredictos sexistas; y pareciéndole poco, además, la buena nueva de su ingreso triunfal a la Suprema Corte de la Provincia de Mendoza, Argentina, el 1º de diciembre; ahora también nos obsequia sus esclarecidas opiniones en materia de laicidad judicial.

Su sabiduría es una fuente inagotable de aprendizaje, y no hay que desaprovecharla. El laicismo mendocino puede olvidarse de Agustín Álvarez y Benito Marianetti, pues ya tiene una nueva luminaria, un nuevo coloso del librepensamiento: Valerio.

Dejemos de lado la ironía y vayamos al grano. En el marco de una entrevista que le hiciera el periodista Daniel Peralta para el diario Los Andes, y que saliera publicada el domingo 13 de noviembre bajo el auspicioso título de El juez masón, agnóstico y vegano que llega a la Corte, Valerio dio rienda suelta a una serie de apreciaciones extravagantes y equívocas sobre el principio de aconfesionalidad (neutralidad del Estado en materia de credos religiosos). Reproduzco in extenso el pasaje en cuestión, para que luego el análisis crítico pueda avanzar sobre terreno firme.

Los Andes.— Si se googlea su nombre aparecen antecedentes en la masonería. Incluso, fue gran maestre. ¿Qué significó la masonería en su vida?

Valerio.— La masonería es una institución que a mí me ha ayudado a comprender los valores esenciales de la República, como la libertad, la igualdad y la necesidad de luchar por la libertad y la igualdad de todos. Me ha marcado mucho…

Los Andes.— ¿Estuvo desde joven?

Valerio.— Desde el año 87, cuando ingresé al Poder Judicial.

Los Andes.— Hay varios en la Justicia…

Valerio.— Eso no sé… Es una institución discreta. Hay que ser respetuoso de cada uno. Aprendí la tolerancia y el respeto a toda opinión política y religiosa. Ese crucifijo (señala la pared) es de Juan Carlos Guiñazú, mi antecesor. Nadie lo va a tocar. A él se lo regalaron y él era creyente. [nota bene: la entrevista no fue hecha en la Suprema Corte, ya que Valerio aún no había asumido su nuevo cargo. Fue realizada en la Segunda Cámara del Crimen, Primera Circunscripción, donde el juez entrevistado siguió en funciones hasta el 30 de noviembre].

Los Andes.— ¿Usted es creyente?

Valerio.— No. Soy agnóstico. Pero tengo un profundo respeto por todos. El crucifijo que está en la sala de debate, un hermoso crucifijo, una obra de arte realmente, sigue estando ahí.

Los Andes.— Los símbolos son importantes para mucha gente…

Valerio.— Los símbolos son importantes. Fíjese las ironías de la vida, hay gente que puede criticar ese crucifijo y va a Europa a visitar catedrales… Tengamos autenticidad.

Los Andes.— Se supone que el Estado es laico, la Justicia debe ser laica.

Valerio.— Las sentencias son laicas. Yo aplico la ley; a mí, ni a ninguno de los integrantes de la Cámara, nos condiciona el hecho de que haya un símbolo religioso. Es una cuestión que está, la respetamos. ¿Por qué lo voy a sacar, si es una obra arte? Hay que ver lo que es esa puesta en escena de ese tribunal, de tantos años. Si viene alguien condicionado por las concepciones religiosas, aunque no esté el crucifijo, igual va a estar condicionado. Lo importante es la sentencia, la conducta, el comportamiento, el ser humano en acción.

Examinemos los comentarios de Valerio siguiendo el mismo orden de su exposición. Es lo más práctico y fácil, y el mejor modo de asegurarnos de que nada quede en el tintero.

1) “La masonería es una institución que a mí me ha ayudado a comprender los valores esenciales de la República, como la libertad, la igualdad y la necesidad de luchar por la libertad y la igualdad de todos. Me ha marcado mucho…”.

Sin lugar a dudas, la masonería argentina en general, y la mendocina en particular, desde siempre se han destacado por su defensa y promoción del ideario republicano, ideario que necesariamente incluye la laicidad. En lo personal, aunque no soy masón, he tenido el honor de conocer a muchas personas que sí lo son, y de trabar amistad con varias de ellas. Me consta que GOFRA, sobre todo, está muy comprometida con la laicidad, pues en más de una ocasión me ha invitado a disertar sobre ella.

Pero la filiación masónica no en todos los casos se traduce en opiniones y acciones acordes con el laicismo. Existe, desde luego, cierta correspondencia general entre lo uno y lo otro. Pero en la vida social no hay nexos automáticos, relaciones mecánicas de causa y efecto. Todo masón debiera ser en teoría, si es coherente y consecuente con el ideario de la masonería, un valedor del Estado laico. Mas no todo masón lo es efectivamente, o plenamente, como el ejemplo de Valerio –veremos enseguida– lo demuestra a las claras. La pertenencia a la masonería no es una garantía absoluta de infalibilidad, ni tampoco, por ende, un cheque en blanco para decir cualquier cosa acerca de la laicidad.

2) “Hay que ser respetuoso de cada uno. Aprendí la tolerancia y el respeto a toda opinión política y religiosa. Ese crucifijo (señala la pared) es de Juan Carlos Guiñazú, mi antecesor. Nadie lo va a tocar. A él se lo regalaron y él era creyente”.

Primera confusión grave de Valerio: ¡por supuesto que la libertad religiosa debe ser respetada! Nadie afirma lo contrario. Pero a excepción –lógicamente– de la libertad de pensamiento, ningún derecho es absoluto. Coexisten diversos derechos, y deben ser equilibrados, armonizados. Como reza el viejo adagio liberal, la libertad de cada uno termina donde empieza la libertad del otro.

¿Tenemos derecho –por ej.– a transitar libremente por todo el territorio de la República Argentina? Claro que sí. Es una garantía constitucional. Pero esa libertad tiene límites. Está regulada: no se puede circular a contramano, ni exceder el máximo de velocidad, ni hacer caso omiso del semáforo y los carteles de señalización. ¿Por qué? Porque así como existe el derecho de libre circulación, existe también el derecho a la integridad física. Un automovilista puede conducir libremente, pero sin transgredir las leyes de tránsito, pues si las transgrede pone en peligro la vida y la salud de los demás.

Con la libertad religiosa, que tanto lo desvela a Valerio, sucede exactamente lo mismo. No es un derecho absoluto. Debe ser regulada en orden a garantizar otros derechos no menos importantes. Los testigos de Jehová, por caso, tienen derecho a profesar su religión libremente, y a educar a sus hijos conforme a sus creencias. Pero esa libertad religiosa y esa potestad parental de ningún modo los faculta –mal que les pese– a impedir que sus hijos reciban una transfusión de sangre si su vida o su salud están en riesgo, como más de una vez han procurado por vía administrativa e incluso judicial. El Estado debe velar no sólo por los derechos de las personas adultas, sino también por los derechos de las personas menores. No sólo por la libertad religiosa y la potestad parental, sino también por la salud y la vida.

Pues bien: con el derecho a exhibir símbolos religiosos es igual. Las personas creyentes pueden colocar y mantener dichos símbolos (crucifijos, íconos marianos, ermitas con santos, etc.), siempre y cuando no afecten derechos de terceros. Nada le impide a la grey católica exhibir o adorar imágenes sagradas en sus templos, en sus conventos, en sus colegios privados confesionales, en sus viviendas particulares… Es un derecho humano, civil y constitucional inalienable. Pero en los espacios públicos no, ya que los espacios públicos son, valga la redundancia, públicos.

Los tribunales del Poder Judicial pertenecen al Estado, y en Argentina –incluida Mendoza– el Estado es aconfesional, es decir, neutral en materia de credos. La laicidad judicial vale, ante todo, para las salas de audiencia, pero también para los despachos individuales de los jueces.

Valerio desnuda una concepción patrimonialista del Estado muy preocupante. Habla como si el despacho que ha ocupado durante estos últimos años en la Segunda Cámara del Crimen fuese una propiedad suya, una res privata, y no lo es. Valerio, al igual que todo magistrado en un sistema republicano, es un ave de paso y un servidor público. Debiera tener más presente eso. La discrecionalidad que tiene para decorar el despacho privado de su hogar, a su gusto y antojo, no la tiene para decorar el despacho público que ocupa como juez de la provincia. Debiera ser más respetuoso del principio de laicidad.

3) “Soy agnóstico. Pero tengo un profundo respeto por todos. El crucifijo que está en la sala de debate, un hermoso crucifijo, una obra de arte realmente, sigue estando ahí. […] ¿Por qué lo voy a sacar, si es una obra arte?

Nótese bien, antes que nada, que Valerio aquí no está justificando la exhibición de símbolos religiosos en los despachos de los jueces, como ya se ha visto y criticado en el punto 2. Lo que hace ahora es algo más grave: naturalizar como algo inocuo, e incluso como algo intrínsecamente positivo, la presencia de dichos símbolos en las salas de audiencia. Sabido es que tanto los despachos de los jueces como las salas de audiencia son espacios públicos, pues pertenecen al Estado. Pero mientras los primeros sólo son de uso restringido o individual, los segundos son de uso general o colectivo. El carácter público de las salas de audiencia es, indudablemente, mucho mayor que el de los despachos de los jueces. Por consiguiente, entronizar o exhibir crucifijos, u otras imágenes religiosas, resulta más lesivo para la laicidad en un caso que en el otro. Pero a Valerio, salta a la vista, todo le da igual…

Flaco favor nos hará un juez agnóstico en la Suprema Corte provincial si su agnosticismo no lo ayuda a comprender mejor –y respetar más– la laicidad. Porque lo que importa no es si nuestros jueces creen o no en Dios, o en el Dios de qué dogma o confesión depositan su fe, sino si están dispuestos a acatar y hacer valer, o no, los principios democráticos de libertad e igualdad en la esfera de relaciones entre el Estado y las instituciones religiosas. No debe preocuparnos en lo más mínimo si nuestros magistrados judiciales son católicos, judíos, evangélicos, musulmanes, deístas, agnósticos o ateos, ni tampoco si son o no masones. Ése es un asunto que pertenece al fuero íntimo de la conciencia individual, a la esfera de la vida privada. Lo que debe preocuparnos, y mucho, es si tendrán la claridad conceptual y el coraje cívico suficientes para entender, valorar y garantizar la laicidad contra viento y marea, en un escenario provincial y nacional donde el mentado efecto Francisco está haciendo estragos al espíritu público.

Valerio destaca como una virtud lo que en realidad es un grave defecto: mantener, por razones estéticas de índole subjetiva, una cruz católica* en una sala de audiencia del Poder Judicial. ¿Es preciso tener que recordar, en pleno siglo XXI, que los tribunales provinciales no son museos de arte sacro, y que los jueces no son curadores? Valerio está muy confundido: no es un mecenas del Arzobispado de Mendoza, sino un magistrado de la Provincia de Mendoza. No ha sido designado para fomentar el arte cristiano, sino para impartir justicia secular. Si tanto valora estéticamente el crucifijo entronizado en la Segunda Cámara del Crimen, lo que debió haber hecho es proponer a sus pares que fuese donado al Museo del Pasado Cuyano, para que todos sus comprovincianos puedan apreciar su belleza o factura técnica en un ámbito no sólo más adecuado, sino también compatible con el principio de laicidad. Un crucifijo en un museo público es una obra de arte, y nada más. Pero un crucifijo en la sala de audiencia de un tribunal provincial constituye, por sobre todas las cosas, un símbolo político, un signo patente y desafiante de ese Leviatán nefando que es el confesionalismo de Estado.

¿Qué representa concretamente ese símbolo? La idea según la cual Mendoza tiene una religión oficial u oficiosa, y que tal religión es el catolicismo romano. Este ideologema, tan caro al nacionalismo católico de extrema derecha, es un ideologema reaccionario en todos los sentidos de la palabra. Reaccionario, en primer lugar, porque nos retrotrae a capítulos sombríos de nuestra historia a los que nunca más debiéramos volver: las dictaduras militares. Pero reaccionario también porque no tiene ninguna cabida en el ideario democrático, ni tampoco en nuestra Constitución provincial, que es plenamente laica desde 1910 gracias al influjo reformista de Emilio Civit.

La lectura esteticista que nos propone Valerio resulta insostenible. No se puede hacer abstracción de las circunstancias dentro de las cuales un crucifijo está en exhibición, ni de lo que tales circunstancias denotan o connotan. No es lo mismo un templo católico que un tribunal estatal. No da igual que se trate de la galería de un museo artístico o histórico, o que se trate de la sala de audiencia de una Cámara del Crimen. Definitivamente son cosas diferentes. No mezclemos peras con manzanas.

4) “Los símbolos son importantes. Fíjese las ironías de la vida, hay gente que puede criticar ese crucifijo y va a Europa a visitar catedrales… Tengamos autenticidad”.

Valerio vuelve a la carga con sus falacias de falsa analogía. Pero esta vez redobla la apuesta, y desliza con sorna que los laicistas somos incoherentes, inauténticos… Valerio basa su reproche en una petición de principio completamente antojadiza, absurda: un turista en una catedral histórica del Viejo Continente vendría ser más o menos lo mismo que un juez en un tribunal público de la República Argentina. ¿Es necesario aclarar algo tan obvio como que se trata de dos situaciones completamente distintas? Lamentablemente sí.

Primero, las catedrales de Europa son lugares de culto y patrimonios históricos, no tribunales del Estado. Como ya hemos visto, no resulta indistinto que –por caso– una cruz esté ubicada en el retablo de una iglesia o en la sala de audiencia de una cámara penal. El primer ejemplo sugiere que hay respeto por la libertad religiosa. El segundo ejemplo, en cambio, deja al desnudo que la laicidad está siendo avasallada, transgredida, conculcada.

Segundo, un turista de gira por Europa es un particular que está de vacaciones, no un magistrado en el ejercicio de la función pública. Supongamos que ese turista estuviera en París, y que fuese el propio juez Valerio. ¿Acaso su condición de magistrado le impediría visitar la Catedral de Notre Dame? Claro que no. ¿Por qué? Porque si bien Valerio es un funcionario público, su visita la haría a título personal, no en calidad de magistrado del Poder Judicial de Mendoza. Las vacaciones siempre pertenecen al ámbito de la vida privada, aunque el turista en cuestión trabaje en el sector público como juez.

No hay ninguna razón ética por la cual una persona laicista deba abstenerse de apreciar el arte religioso, como sugiere Valerio. Laicismo no significa cristianofobia, sino defensa y promoción de la aconfesionalidad del Estado. De hecho, muchos laicistas son católicos. Valerio enreda sin ton ni son la discusión trayendo a colación ejemplos disparatados.

La inautenticidad no está, pues, en quienes bregamos por la laicidad judicial, sino en quien nos endilga gratuitamente esa falla: el Dr. Valerio. Es él quien falta a la verdad, no nosotros, con su retórica sofística y confusionista en beneficio del confesionalismo de Estado.

Tengo en mi casa, en dos cuadros que penden de una pared del living comedor, facsímiles de dos bellísimas iluminaciones medievales del Gran Evangeliario de San Columba, también llamado Libro de Kells (Irlanda, c. 800). En una iluminación sale retratado Jesús de Nazaret durante su estancia en Getsemaní, el huerto de los olivos. En la otra miniatura aparece el célebre crismón o cristograma XP (las dos primeras letras de Χριστός, «Cristo» en griego) profusamente adornado con espirales y entrelazados celtas, un testimonio excepcional de ese decorativismo geométrico –el hibernosajón– obsesionado por lo que se ha dado en llamar, en historia del arte, horror vacui, «horror al vacío».

De ningún modo pienso retirar estas imágenes religiosas de mi hogar sólo porque a Valerio se le antoje tergiversar el ideario del laicismo embrollando lo privado con lo público, burda sofistería para la tribuna. La laicidad es una exigencia para el Estado, no para los particulares. Ella no supone la ausencia de símbolos religiosos en general, sino la ausencia de símbolos religiosos en lugares, momentos o circunstancias que denoten, connoten o sugieran la existencia de una professio fidei oficial u oficiosa. Es el Estado –sus distintas instituciones constitutivas y sus funcionarios de turno en ejercicio– quienes deben ser laicos, no los particulares en tanto particulares. Lo que los particulares deben hacer es, simplemente, limitarse a respetar la laicidad del Estado que éste está obligado a garantizar; o dicho de otro modo, no extralimitarse en el disfrute de la libertad de cultos, abusando de ella hasta caer en un libertinaje supremacista que menoscabe gravemente la libertad de conciencia y el derecho a la igualdad de trato de las minorías religiosas y seculares (evangélicos, judíos, musulmanes, deístas, agnósticos, ateos, etc.).

Otro botón de muestra que ilustre, por vía casuística, este sencillo razonamiento ético-jurídico: en la pared de un aula pública, como ornamento ostentoso colocado arriba del pizarrón, el crucifijo transgrede a todas luces la laicidad escolar, pues sugiere la idea de que el catolicismo es religión de Estado. Pero no así si se trata de un pequeño colgante que lleva discretamente en el pecho un estudiante, porque allí no reviste carácter institucional, oficial. ¿Es tan difícil entenderlo? ¿O el problema en realidad es que no se lo quiere entender, porque hay connivencia y no conviene entender?

5) “Las sentencias son laicas”, replicó Valerio cuando el entrevistador le recordó que “el Estado es laico” y “la Justicia debe ser laica”. El juez mendocino luego acotó: “Yo aplico la ley; a mí, ni a ninguno de los integrantes de la Cámara, nos condiciona el hecho de que haya un símbolo religioso. Es una cuestión que está, la respetamos. […] Hay que ver lo que es esa puesta en escena de ese tribunal, de tantos años. Si viene alguien condicionado por las concepciones religiosas, aunque no esté el crucifijo, igual va a estar condicionado. Lo importante es la sentencia, la conducta, el comportamiento, el ser humano en acción”.

Desde ya que lo más importante es que las sentencias sean laicas, que los jueces apliquen la ley sin parcialismos religiosos, que los tribunales públicos no tengan condicionamientos de fe. Va de suyo que debe ser así. Es un requisito elemental del modus vivendi republicano-democrático. Laicidad es libertad de conciencia e igualdad de trato. Si hay coacciones o privilegios confesionales, la justicia del Estado se pervierte, se desnaturaliza.

Pero la laicidad judicial no se reduce a eso solo. También supone otras cosas, por ej., la ausencia de símbolos religiosos en los tribunales. Ausencia en los despachos de los jueces, pero también, y sobre todo, en las salas de audiencia. Aun cuando fuese cierto que la presencia de crucifijos y otros íconos católicos no condicionara en lo más mínimo la actuación de los jueces (optimismo que no comparto para nada, por razones que luego expondré), la laicidad de todos modos estaría siendo conculcada de modo flagrante. Los tribunales no son feudos de los magistrados de turno. Son espacios públicos, espacios de todos por igual, creyentes y no creyentes, católicos y no católicos. Exhibir en tales espacios símbolos confesionales de carácter oficial u oficioso es vulnerar el principio de igualdad de trato, por muy laicos que sean los veredictos. Una cosa no quita la otra.

Defender o tolerar la presencia de cruces y otras imágenes religiosas en el Poder Judicial es darles a entender a las minorías religiosas y seculares que su ciudadanía es de segunda, y que no son plenamente argentinos o mendocinos si no comulgan con la fe católica de la mayoría. Según el Mapa de la discriminación en Mendoza, 2013-2014 confeccionado por la UNCuyo y el Inadi, tales minorías ascienden ya en nuestra provincia al 26% de la población, y todo hace suponer que ese significativo porcentaje irá in crescendo con el paso de los años.

“Es una cuestión que está, la respetamos”, dice Valerio. “Hay que ver lo que es esa puesta en escena de ese tribunal, de tantos años”, enfatiza sin disimular su entusiasmo. Otra vez con la cantinela de las tradiciones… Otra vez con la falacia ad antiquitatem. Otra vez, sí, como si Thomas Paine no hubiese hecho añicos la argumentación tradicionalista de Edmund Burke hace más de dos siglos. Valerio discurre sobre el asunto como si la prescriptive Constitution burkiana fuese la última palabra del pensamiento político. ¡Qué osadía! Pocos meses después de que Burke diera a conocer dicho sofisma en sus Reflections on the Revolution in France, Paine lo refutó de forma demoledora en su magistral ensayo Rights of Man. Pero no. Valerio se quedó en 1790. Todavía no llegó a 1791…

Dr. Valerio, nada se vuelve legítimo por el solo hecho de acumular muchos años de existencia. Nada se vuelve encomiable por la sola circunstancia de haber sido heredado de las generaciones pasadas. La antigüedad por sí sola es un criterio absurdo. Si fuese cierto que el status quo siempre es bueno, en Argentina no se podría haber declarado la independencia frente a España, ni instituido una república, ni abolido la esclavitud y la Inquisición, ni tampoco otorgado el derecho de sufragio a las mujeres o legalizado el divorcio vincular. Cuando una práctica cultural entra en conflicto con la juridicidad y eticidad de los derechos humanos, debe ser superada, por muy atávica o tradicional que sea.

Hizo muy mal Valerio en respetar lo que debió haber tratado de cambiar, o al menos sugerido a sus pares que se cambiara. Hay tradiciones que son buenas y pueden ser preservadas, y tradiciones que no lo son y deben ser abandonadas. La tradición de brindar con la familia a fin de año, por caso, no tiene nada de malo, pues ningún derecho humano es conculcado. Por el contrario, la tradición de exhibir en las dependencias del Estado (tribunales, escuelas, hospitales, comisarías, cuarteles, etc.) imágenes sacras con la figura de Jesucristo o la Virgen sí lo tiene, toda vez que esa tradición está avasallando el derecho de las minorías no católicas a la laicidad, es decir, a la libertad de conciencia e igualdad de trato en el marco de la convivencia democrática.

En una república moderna, la judicatura no tiene como misión defender a ultranza las tradiciones religiosas de la mayoría –como el Areópago de la Atenas arcaica o la legendaria critarquía de los antiguos hebreos–, sino cumplir y hacer cumplir, a rajatabla, las leyes positivas y los derechos humanos. Valerio parece no haberse percatado de que la Revolución Francesa tiene 227 años a cuestas, y que la Declaración Universal de los Derechos Humanos data de 1948…

Si alguna tradición o costumbre religiosa entrare en conflicto con la legalidad y la ética propias de la civilidad democrática, los jueces deben siempre anteponer las segundas por sobre la primera, haciendo caso omiso de circunstancias secundarias como la antigüedad y la popularidad. El tradicionalismo, el atavismo, no puede ser el imperativo categórico de la República Argentina, a no ser que haciendo tabula rasa con doscientos años de historia, y renegando del legado ilustrado de Mayo y Caseros –hitos fundacionales de nuestra nación–, pretendamos restaurar el Antiguo Régimen hispanocolonial de los Austrias y los Borbones.

“Lo importante es la sentencia, la conducta, el comportamiento, el ser humano en acción”, subraya al final Valerio. El juez parece no darse cuenta de que mantener en exhibición un crucifijo dentro de un tribunal también es una acción, como también lo sería retirarlo y donarlo a un museo. Que los jueces juzguen conforme a la ley, sin favoritismos religiosos, es lo más importante, puesto que juzgar es la función esencial de los jueces. Pero también es importante que su compromiso con la laicidad judicial se manifieste en otros aspectos, como el de los símbolos. No es lo mismo impartir justicia teniendo detrás un crucifijo, que impartirla teniendo detrás una bandera argentina, un busto de San Martín o una pintura del Congreso Constituyente de Santa Fe que alumbró la Constitución Nacional allá por 1853. El crucifijo es el símbolo de una confesión o religión en particular, y como tal, nunca podría representar a la totalidad de la ciudadanía. El pabellón nacional, la escultura de San Martín y el cuadro con los convencionales del 53, en cambio, son símbolos patrios, y por ende, representan a toda la nación argentina, sin acepción de credos.

Valerio no puede o no quiere advertir que los símbolos religiosos entronizados en espacios públicos son actos performativos (en el sentido antropológico de autores como Victor Turner, Richard Schechner y Stanley Tambiah) que «realizan» o hacen realidad al confesionalismo de Estado. Su sola presencia física «desrealiza» o borra la laicidad, aunque su significado interno original (teológico, estético, cultural, histórico) no remita puntualmente a la cuestión de qué estatus tiene –o debiera tener– la Iglesia católica en la República Argentina. No es honesto soslayar esta performatividad. Quienes defienden o toleran el confesionalismo de Estado debieran hacerse cargo de ella.

Por lo demás, como tantas veces se ha dicho, en la función pública no basta con ser. También hay que parecer. La transparencia demanda no sólo actos de probidad, sino también gestos que acompañen y «arropen» ese actuar probo. La ecuanimidad laica de los jueces debe, ante todo, plasmarse en veredictos concretos. Pero de ningún modo está de más (al contrario, sería muy deseable) que también se haga presente en los aspectos protocolares o simbólicos que acompañan y atraviesan su desempeño como funcionarios públicos. Impartir justicia en nombre del Estado es una práctica cultural, como tantas otras de la vida en sociedad; y como tal, hay semiosis en ella, producción de sentido, creación o recreación de significados…

Los jueces que prohíjan –por acción u omisión– el iconismo religioso en los tribunales públicos, son jueces que transgreden y conculcan la laicidad en su espíritu, quiéranlo o no, sean o no conscientes de ello. Y aun cuando sus veredictos no delaten favoritismos religiosos indebidos, esto no los exime en absoluto del deber de cumplir con la laicidad en todos los órdenes del quehacer judicativo, incluido el simbólico. Toda persona que comparece ante un tribunal del Estado tiene derecho a que el espacio público donde ha de desenvolverse su comparecencia (incluyendo el mobiliario y la decoración) sea estrictamente neutral en materia de credos, para así no abrigar suspicacias o aprensiones que minen su confianza en la imparcialidad de la justicia. La llamada laicidad simbólica no es algo superfluo. También ella hace al debido proceso, aunque Valerio y otros jueces –más preocupados por congraciarse con la grey católica que por honrar la ética republicana– no quieran entenderlo o aceptarlo.

A la luz de sus recientes declaraciones al diario Los Andes, no parece ser Valerio un juez que vaya a defender y promover la laicidad judicial desde su cargo de ministro en la Suprema Corte de Mendoza. Será masón y agnóstico, no lo pongo en duda. Pero definitivamente no es laicista. Y lo que necesitamos con apremio en la Corte provincial son jueces laicistas, es decir, jueces que sean consecuentes en su celo republicano. Si el republicanismo de nuestros magistrados es contradictorio y timorato, y hace una salvedad arbitraria con la Iglesia católica, reconociéndole un estatus privilegiado propio del Antiguo Régimen hispanocolonial, entonces no nos sirve. Sin igualdad ante la ley, sin igualdad de trato, no hay pluralismo democrático, aunque la libertad de conciencia de las minorías religiosas y seculares esté relativamente salvaguardada –a menudo pero no siempre– por la ausencia de imposiciones o coacciones confesionales de carácter oficial.**

Pero no vaya a creerse que Valerio es el mayor escollo que afronta la laicidad dentro de nuestra Suprema Corte provincial. ¡En absoluto! Al lado de otros integrantes más antiguos del septenvirato, un masón agnóstico como Valerio es un bebé de pecho. Su adhesión al humanismo secular es bastante tibia, y no muy consecuente que digamos; pero, nobleza obliga, hay que reconocer que es un liberal moderado, ajeno al nacionalismo de derecha y las ideologías nostálgicas de la Cristiandad integral.

El conservadurismo católico y el confesionalismo de Estado están muy bien representados en el 4º piso del Palacio de Justica. El lobby eclesiástico no tiene de qué quejarse, aunque sus elementos más ultramontanos y antimodernistas –aquéllos que reniegan del Concilio Vaticano II y echan de menos a los regímenes clerofascistas– seguramente no estén del todo satisfechos…

Alejandro Pérez Hualde es su principal vocero y brazo ejecutor. Paladín de la fe tridentina y las tradiciones hispanocoloniales, campeón de la cuyanidad más beata y atávica, ha hecho de su desempeño judicativo una verdadera cruzada contra la Hidra «impía» y «filoneísta» del laicismo. Se rumorea que sería miembro del Opus Dei, o allegado a esta institución sectaria. Su padre, el jurista Dardo Pérez Guilhou –funcionario del Onganiato e intelectual derechista de proyección nacional–, se sentiría muy orgullo de él, sin duda.

En el segundo puesto del ranking figura Jorge Nanclares, católico ferviente y radical conservador. No es integrista militante ni simpatizante de ultraderecha, pero su fe de carbonero y mentalidad provinciana lo acercan demasiado al tradicionalismo «menduco-völkisch» de Pérez Hualde, una cosmovisión instintivamente hostil al progreso del secularismo y el laicismo.

Más abajo viene Julio Gómez, feligrés quizá no tan devoto, pero obediente a la Santa Madre Iglesia. Formado y encuadrado en el peronismo ortodoxo, su relación con la laicidad dista mucho de ser entusiasta. La doctrina justicialista clásica pergeñada por Perón, con su populismo y comunitarismo nacionalcatólicos de matriz autoritaria, ha dejado una huella indeleble en su conciencia. Por consiguiente, cabe definirlo como un juez refractario a la separación plena entre Iglesia y Estado.

Un escalón más abajo están Pedro Llorente, presidente del máximo tribunal, y también Mario Adaro y Omar Palermo. De acuerdo a las fuentes que pude consultar off the record, los dos primeros son católicos, mientras que el último no sería creyente. Sus ideas políticamente correctas, que en general navegan en el centro del espectro ideológico, difícilmente puedan desembocar en un compromiso laicista. Su moderantismo biempensante, su tibieza y cautela, su proceder timorato y acomodaticio, desalientan las predicciones esperanzadoras. No parece que vayan a ser ellos quienes levanten de nuevo en Mendoza, con sus veredictos, la bandera laica de Agustín Álvarez y Benito Marianetti; ni quienes completen el wall of separation jeffersoniano que quedó a medio hacer desde que el liberalismo civitista, traicionado desde adentro por la facción azul filofascista, viera declinar su estrella política promediando la década del 30.

Valerio tiene el discreto mérito de ocupar el último renglón de esta nómina in diminuendo. Su filiación masónica, sus convicciones liberales y su agnosticismo lo han vuelto receptivo –afirman quienes lo conocen– a los valores del humanismo secular. Pero no lo suficiente, al menos en lo que concierne a la laicidad, como ya hemos tenido oportunidad de comprobar con holgura. Un hombre que ha naturalizado y absorbido como verdades las falacias ad antiquitatem y ad populum de la retórica confesionalista-tradicionalista, y que para colmo esgrime sofismas esteticistas de lo más ramplones para justificar la exhibición de símbolos religiosos en los tribunales, no puede ser considerado un valedor del laicismo sin incurrir en un optimismo panglossiano.

Me comentaron que Valerio pretende afincar su difusa y anémica concepción de la laicidad en el pensamiento sarmientino. Habiendo leído con detenimiento todos los escritos laicistas del sanjuanino, no entra en mi cabeza cómo es posible semejante pretensión, a no ser que se lean tales escritos con las lentes deformantes del revisionismo histórico de derecha. El propio Sarmiento se encargó de refutar a quienes intentaron presentarlo como un católico moderado respetuoso de la tradición colonial, proclive a flexibilizar o recortar la laicidad a como diese lugar. Se trata de un mito pro domo construido con verdades a medias sacadas de su contexto histórico. José Campobassi en los 60, y Francisco Goyogana más recientemente –entre otros–, se han explayado sobre esta materia, que aquí me es imposible desarrollar por razones de oportunidad y economía.*** No fue Sarmiento, es cierto, todo lo laicista que fueron otros republicanos del siglo XIX, liberales y socialistas. Pero fue lo suficientemente laicista como para que quienes hoy lo invocan para justificar prácticas escandalosamente confesionalistas (prácticas heredadas del régimen clérico-militar de 1943-46, el primer peronismo, el Onganiato y la última dictadura) no tengan sustento histórico en que apoyarse.

En septiembre de 2015, la Corte mendocina rechazó el recurso de inconstitucionalidad y casación presentado por la APDH-San Rafael en salvaguardia de la laicidad del calendario escolar. La Primera Sala, encarnada nada menos que por el tridente Pérez Hualde-Nanclares-Gómez, tuvo a su cargo la sentencia. Los supremos triunviros, anteponiendo sus creencias religiosas personales, y remedando los mismos argumentos histórico-folclóricos y sociológicos sin sustancia jurídica de la DGE (el pasado en clave romántica y esencialista, la cuyanidad como Volksgeist, las tradiciones hispanistas de raigambre colonial, el mito revisionista del San Martín ultracatólico, la religiosidad de la mayoría, el peso omnímodo de la costumbre, la piedad popular, etc.), avalaron sin más los actos conmemorativos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen de Cuyo.

¿Qué adujeron para tratar de disimular esta conculcación flagrante de la laicidad escolar, expresamente consagrada en la Constitución de Mendoza (art. 212, inc. 1) y la ley provincial de educación (art. 4, inc. c)? Que las efemérides escolares del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen de Cuyo, pese a lo que sugieren su origen y su denominación, no serían religiosas estrictamente hablando (sic), puesto que incluyen algunos elementos culturales o identitarios que rebasan la fe católica, y puesto que no se celebran en el marco litúrgico formal de una misa oficiada por un sacerdote. Creer o reventar… No será fácil superar o igualar un veredicto tan torcido y paupérrimamente fundamentado, esperpento jurídico que ignora olímpicamente toda la nutrida y rigurosa argumentación desarrollada por la entidad querellante y su letrado patrocinante, el Dr. Carlos Lombardi, destacado constitucionalista y académico de la UNCuyo.

Mas no satisfecha con su parcialidad y genuflexión, la Corte provincial denegó luego el recurso extraordinario federal interpuesto por la entidad amparista, obligándola a tener que presentar un recurso de queja ante la Corte nacional para poder proseguir con su razonable demanda de justicia. ¿Revanchismo? ¿Escarmiento? ¿Represalia?

Por si fuese poco, el máximo tribunal de Mendoza también desestimó, por intermedio de una resolución administrativa dictada por su Secretaría Legal y Técnica, un petitorio de la ADC y la APP en el cual se solicitaba el retiro de crucifijos y otros íconos confesionales en todas las salas de audiencia de la provincia, en el marco de una campaña nacional por la laicidad judicial. La doctrina sofística de “la libertad de cultos sin igualdad de cultos” (Bidart Campos), y otros paralogismos de tenor similar (como el del símbolo religioso «pasivo» presuntamente universal, inocuo e inclusivo), fueron esgrimidos para desairar un pedido sensato y fundado que respondía a elementales principios de civilidad democrática.

¿Decisiones judiciales como éstas son las que Valerio tenía in mente, acaso, cuanto le decía a su entrevistador que no hay que preocuparse por los símbolos católicos entronizados en los tribunales, puesto que los jueces ecuánimes como él están más allá de los condicionamientos ideológicos de un espacio público permeado por el iconismo católico? Cuesta otorgarle el beneficio de la duda.

Lo cierto es que Valerio se incorpora a una Suprema Corte mendocina donde existe un predominio católico bien consolidado, abrumador, y donde campea un conservadurismo burkiano incapaz de valorar y hacer valer la laicidad. Un alto tribunal en cuya balanza las tradiciones religiosas de la mayoría pesan más –mucho más– que los derechos humanos y constitucionales de las minorías. Ni el proceder conformista de Valerio como camarista penal, ni sus recientes declaraciones demagógicas al diario Los Andes, sugieren que vaya a romper lanzas con sus nuevos pares en salvaguardia o promoción de la laicidad judicial. Todo lo contrario: invitan a pensar que se mimetizará con ellos, haciendo de las sacrosantas tradiciones un imperativo categórico ante el cual las normas jurídicas y los preceptos éticos de la república deben guardar reverente silencio, como en una monarquía teocrática del Medioevo o una comunidad tribal del Paleolítico.

Valerio, insisto, no me inspira confianza. Me resulta difícil ver en él un nuevo José Miguel Flor Alvarado, aquel legendario juez masón y agnóstico de Mendoza que, en la etapa final y anticlerical del segundo gobierno de Perón, tuvo la coherencia y el coraje de enarbolar el laicismo, defendiendo como magistrado de la Suprema Corte provincial la constitucionalidad de la ley de divorcio vincular ante los embates de un integrismo católico que no se resignaba al cese abrupto de su contubernio con el Estado; contubernio que se retrotraía al golpe militar del 43.

En base a todas las citas textuales y glosas de análisis hilvanadas a lo largo de este extenso artículo, francamente no creo que la incorporación de Valerio a la Corte provincial desate vientos de cambio en beneficio de la laicidad. Ojalá el futuro refute mi escepticismo, ojalá. Llegada esa situación, será un gusto reconocer mi error de cálculo y pedir disculpas. Pero entretanto, haré caso a mi conciencia, que me impone como deber ético y político, aquí y ahora, decir todo lo que sinceramente pienso, y juzgo que posee alguna relevancia pública, a la luz de la razón crítica y las evidencias actualmente disponibles, en el marco de la parresía que nutre con su savia las raíces de la democracia.

Federico Mare

Fotografía: Paula Bendoiro

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NOTAS

* Digo “cruz católica”, y no cruz a secas, porque la cruz que adorna la sala de audiencia de la Segunda Cámara del Crimen –a la que hace alusión Valerio en el reportaje–, es un crucifijo, vale decir, una cruz que exhibe el cuerpo doliente y agonizante de Jesucristo, una representación de la Pasión que es incompatible con la fe cristiana de muchas Iglesias protestantes (la gran mayoría, de hecho). Para éstas, fieles al viejo aniconismo judío, toda representación antropomórfica del Hijo de Dios dentro del espacio sagrado de un templo, o, en general, con propósitos ciertos o implicaciones eventuales de culto, constituye una violación al segundo mandamiento del decálogo mosaico (prohibición de la idolatría como pecado gravísimo). Las cruces de las iglesias evangélicas son, por lo general, cruces de carácter puramente geométrico, alegórico, sin la figura sufriente y moribunda del Nazareno. Los crucifijos que suelen ornamentar las dependencias de la provincia y los municipios de Mendoza no sólo resultan ofensivos o extraños a las no creyentes y creyentes no cristianos, sino también a todos los creyentes protestantes que rechazan el iconismo, por lo general identificados con la tradición calvinista.

** En muchas escuelas, guarderías, jardines de infantes y hogares de menores dependientes de la Provincia –sobre todo en San Rafael y Malargüe–, las maestras siguen haciendo orar a los niños como en tiempos del Proceso, situación que ha generado no pocos conflictos y quejas, ya que no todas las familias son creyentes, y entre las que sí lo son, no todas comulgan con el catolicismo romano (las fórmulas de rezo utilizadas suelen ser privativas de esta confesión, resultando extrañas y sacrílegas tanto para quienes profesan religiones no cristianas –como los judíos, musulmanes y budistas–, como para quienes pertenecen a las Iglesias evangélicas (bautistas, pentecostales, mormones, adventistas, etc.). Por otro lado, cabe acotar que si bien desde el año 2014 los actos escolares del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen de Cuyo son de asistencia «opcional», el margen de autonomía decisoria real para poder hacer objeción de conciencia resulta bastante limitado, pues el objetor u objetora, para poder acceder al dudoso beneficio de autoexcluirse transitoriamente de la comunidad educativa ingresando más tarde al colegio o egresando más temprano de él (o bien –lo más corriente– recluyéndose en el aula, la biblioteca, la dirección u otra sala de la escuela mientras el acto se lleva a cabo), tiene primero que comunicar verbalmente o por escrito su disidencia a las autoridades, amén de estar condicionado de muchas formas sutiles –y no tan sutiles– por la presión gregaria y el miedo a quedar estigmatizado como «disidente ideológico» o bicho raro. Ejemplos análogos a los dos recién descritos, que diluyen en los hechos la vigencia de los derechos de igualdad de trato y libertad de conciencia, se podrían enumerar muchos más, sin ninguna dificultad.

*** Si Sarmiento, como funcionario educativo, tomó medidas de neto corte confesional en el Chile conservador de los años 40 y la Buenos Aires posrosista de los años 50 (como prescribir rezos y clases de catequesis, u ordenar la impresión y distribución de su libro Vida de Jesucristo), eso se debió no sólo a que aún no había alcanzado su plena maduración intelectual y política, sino también a que dichos países sudamericanos todavía le reconocían al catolicismo romano el estatus de religión oficial (recuérdese que Buenos Aires se separó de la Confederación Argentina en 1852 constituyéndose en Estado autónomo, y que esa situación se prolongaría hasta 1861. Por ende, durante aquel período, Buenos Aires no se rigió por la Constitución Nacional del 53, que se abstenía de proclamar un credo oficial, sino por una carta magna propia sancionada en 1854, que le mantuvo a la Iglesia católica dicha prerrogativa). El sanjuanino, como agente subalterno del gobierno, no podía desacatar las leyes imperantes, por más que en el fuero íntimo de su conciencia no concordara con la doctrina ultramontana del confesionalismo de Estado. Durante los años 80, habiendo completado ya su evolución ideológica, y emancipado de las responsabilidades burocráticas, desplegaría una labor periodística febril a favor de la laicidad escolar, primero durante el Congreso Pedagógico Nacional, y luego en paralelo a los debates parlamentarios de la Ley 1420. La abundancia y contundencia de sus escritos laicistas de senectud –divulgativos y polémicos– me eximen de mayores comentarios.

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