La visita de estado de Benedicto XVI a Inglaterra es, sin duda un hecho histórico. Salvando el viaje pastoral, es decir, sin rango de jefe de estado, que Juan Pablo II realizó a las islas Británicas en 1982, las relaciones entre Gran Bretaña y el Vaticano han sido cuando no tirantes, inexistentes.
No hay que olvidar que Inglaterra se apartó de la obediencia a Roma cuando Enrique VIII se proclamó jefe de la Iglesia Anglicana, que Escocia apoyó la reforma protestante promovida por John Knox, fundador del presbiterianismo, o que, a lo largo de los siglos, los católicos británicos han sido percibidos por sus compatriotas como potenciales traidores, siempre dispuestos a anteponer su lealtad al Pontífice y su fe, a la debida al monarca y al Estado. Pero el que haya sido una visita histórica, no quiere decir que haya sido oportuna.
Un evidente descontento
El descontento por la visita del Pontífice comenzó a evidenciarse cuando unas cincuenta personalidades británicas entre las que se encontraban el científico Terry Pratchett, el actor Stephen Fry y el escritor Ken Follett firmaron un manifiesto en el que expresaban su desacuerdo con deparar honores de jefe de Estado a Benedicto XVI. A ellos se sumaron más de diez mil firmas en la página web de Downing Street protestando ante la inmediatez de una visita que costará más de veinte millones de libras a los contribuyentes británicos. Un dispendio que quiso compensarse solicitando la “contribución” económica de quienes desearan asistir a los actos religiosos oficiados por el papa, lo que solo consiguió que se unieran a la protesta aquellos católicos que se negaban a pagar por asistir a una misa o a cualquier otro encuentro pastoral.
El trasfondo de la protesta
Tras la protesta, no obstante, se escondían, otras motivaciones que iban mucho más allá de los argumentos económicos. En su manifiesto los intelectuales protestaban ante la intransigente posición del Vaticano en temas como el aborto, los derechos de los homosexuales, el control de la natalidad o la incorporación de la mujer al sacerdocio. Y, sobre todo, ante la política de encubrimiento de los delitos de pederastia dictada desde el Vaticano.
Un momento delicado
Es evidente que la iglesia católica está atravesando un momento especialmente delicado. El conservadurismo de que hace gala, su intolerancia ante temas como la homosexualidad, el control de natalidad, y la marginación de la mujer en el ámbito eclesiástico levantan, con razón, todo tipo de críticas. Pero la proliferación de abusos a menores por parte de sacerdotes y monjas católicos y el encubrimiento de los mismos por parte de la jerarquía, ha llevado al total descrédito de la Institución. Tanto que el periódico The Guardian llegó publicar que “el abuso sexual a menores era endémico en las instituciones católicas”.
Un ámbito especialmente sensibilizado
En este estado de cosas, Benedicto XVI se disculpó ante los periodistas que le acompañaban en su vuelo hacia Edimburgo manifestando su pesar porque “la autoridad eclesiástica no haya estado suficientemente alerta ni haya tomado las medidas necesarias con la suficiente rapidez y firmeza”. Un mea culpa a todas luces insuficiente si se tiene en cuenta que más de la mitad de los curas católicos procesados por pederastia en Inglaterra y Gales continúan ejerciendo el sacerdocio tras salir de la prisión y que para su mantenimiento reciben ayuda financiera de las autoridades religiosas. Es más, solo ocho de ellos han sido suspendidos “a divinis” pero, aún sin poder oficiar, residen en viviendas de propiedad de la Iglesia y reciben un subsidio de las arcas eclesiásticas.
Una curiosa interpretación teológica
Las reticencias de los contribuyentes británicos a la visita del Benedicto XVI son, pues, perfectamente lógicas. La jerarquía eclesiástica basa su postura en su intención de evitar escandalizar a sus fieles ante la incalificable actitud de sus representantes. No entienden que, en pleno siglo XXI, el escándalo no viene producido por el conocimiento de la existencia de casos de pederastia, sino precisamente por su ocultación.
Una historia de corrupción sin vuelta atrás
La corrupción en el seno de la Iglesia Católica no es nada nuevo, sino un hecho históricamente probado. No hay más que pensar en la corte vaticana renacentista o en los escándalos económicos del Banco Vaticano en el último tercio del siglo XX. Pero también es cierto que, periódicamente, la Iglesia Católica ha tenido diversas ocasiones de oro para regenerarse, olvidar los malos hábitos de sus jerarcas y reconstituirse según el propósito de pobreza y honestidad con que fue creada. Lo fue el movimiento cátaro, reprimido por la alianza entre el poder civil y el eclesiástico; la Reforma, que pretendió una iglesia más pobre y más libre; o el aún reciente Concilio Vaticano II.
Sin embargo, una y otra vez, la jerarquía vaticana prefirió dar la espalda a toda revisión interna, a todo “aggiornamento”, con el fin de seguir manteniendo sus privilegios políticos y económicos. Es inevitable pensar que la visita con honores de jefe de Estado de Benedicto XVI al Reino Unido, entre oropeles y sin voluntad alguna de reconsiderar la actitud de la Iglesia ante determinados temas, no es más que la confirmación de que esta postura sigue vigente.
María Pilar Queralt del Hierro
Historiadora y escritora