La Iglesia católica cometió en Irlanda abusos físicos y sexuales sobre miles de niños desfavorecidos. Veinticinco mil fueron las víctimas. El País de Madrid daba a conocer estos crímenes el 24 de mayo de 2009, una vez que se hizo público el informe de investigación de las acusaciones contra 400 religiosos y religiosas y 100 seglares tras cerca de diez años de trabajo. Las medidas adoptadas por el Papa para castigar a los culpables y prevenir la repetición de estos males han sido ampliamente informadas en estos días. ¿Serán tales medidas suficientes?
En San Mateo, leemos: "Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar" (18.6). El comentario autorizado de estas palabras en la Biblia católica de las Américas dice que la comunidad cristiana debe tener preocupación con los pequeños, es decir, con los creyentes débiles en la fe que fácilmente tropiezan o se desvían del camino. La conducta referida será motivo para que muchos católicos dejen de confiar en su Iglesia. Cuando ocurrían estos hechos en cualquier lugar del mundo, los obispos, en general, trataban de cubrirlos para evitar el escándalo de los creyentes. Rotaban a los culpables. Más pesaba en la balanza de su juicio administrativo el escándalo que desacreditaría a la Iglesia que no la persona de las pequeñas víctimas, que no el sufrimiento de los inocentes, que no las consecuencias psicológicas negativas para el resto de la vida de esos lirios del campo a los que el Padre celestial viste y los hijos del Padre desvisten y mancillan. La Iglesia era un poder y, por tanto, no practicaba la transparencia. Funesto error de siglos y siglos, que empezó a ser objeto del reclamo de la sociedad en las décadas de 1980 y 1990.
La sociedad laica de hoy, al tomar en serio estos casos, está evangelizando a la Iglesia católica y mostrándole el camino. En primer lugar, nada de privilegios, de fueros especiales, de protecciones del Derecho Canónico. Son delitos que deben ser objeto de juicio, de castigo con la cárcel y de indemnización a la víctima. Son delitos con circunstancias agravantes, como son las de provenir de personas de elevados ideales cristianos y dedicadas por vocación a tareas humanitarias. En segundo lugar, el Estado debe intervenir en los internados y orfanatorios, que son los lugares que más se prestan a la perpetración de tales abusos. Intervenir con inspecciones periódicas, tener psicólogos propios dentro de esos institutos, clausurarlos si no cuentan con personal preparado porque, sobre todo en países en vía de desarrollo, no basta amar a Dios y tener una fe de carbonero para educar a la niñez y, más aún, a la niñez desvalida.
Lo ocurrido, que ha venido ocurriendo allí donde se ejercita el poder, el peligroso poder espiritual, y más cuando lo ejercen mujeres y hombres solteros propensos a curarse de la soledad con afectos desordenados o con actitudes sádicas o con angélicas conductas no aterrizadas en el mundo de carne, hueso y huevo, que es el mundo real, lo ocurrido debería llevar a la Iglesia católica a ser más transparente en el jabonoso asunto del celibato de religiosos, religiosas y sacerdotes. Ya ha hecho la experiencia desde el siglo XII, y la experiencia no ha sido edificante. Ya nadie se traga ruedas de molino.