Al principio de los tiempos, los primeros hombres que hollaron la Tierra necesitaban entender todo lo que les rodeaba, ya que vivían en armonía con la naturaleza y temían todo aquello que les era desconocido, como el Sol, la Luna, la lluvia y fenómenos atmosféricos a los cuales adoraban cual dioses.
Pasaron los siglos y los hombres sabios fueron descifrándoles lo que hasta esa fecha eran fenómenos raros e incomprensibles. Y para que se consolaran del miedo con el que nacieron, les dieron un nuevo Dios, al que adoraban, pero aun así no les quitaba el miedo al más allá, al otro lado del valle de lagrimas.
Han pasado cientos de años, miles, y los seres humanos siguen preguntándose sobre lo que no comprenden, sobre el porqué de las guerras, las muertes, las inundaciones, los tsunamis, el mar lleno de petróleo, etcétera.
Las grandes empresas, hoy hombres sabios, han contratado a filósofos, moralistas e intelectuales para que nos den pautas de cómo ser felices en la tierra y que nos digan qué es bueno y qué es malo en la vida moderna.
Llegado a este momento de nuestra vida, nos dicen que para llegar a la cumbre de la felicidad han dejado un nuevo Dios y una nueva religión. Religión que nos llevará al sumo placer, a la felicidad terrenal.
Todo se doblega al nuevo Ser Supremo: se modifica la naturaleza para ser fieles a la nueva religión, la avaricia; se cambian los cauces de los ríos por intereses del nuevo Dios, el dinero.
Si nuestros antepasados pensaban como seres humanos, como individuos, por mantener una armonía entre ellos y sus familias, si mimaban la naturaleza de donde comían y trabajaban para su futuro, hoy el nuevo Ser Superior (el dinero y la avaricia), está representado por una desquiciante carrera sin descanso de la avaricia por el dinero. Aprovechemos pues las vacaciones para recuperar las enseñanzas de nuestros antepasados, el respeto por nuestros mayores y nuestros conceptos morales y éticos. Ellos son nuestro patrimonio personal.