En el número de abril de 1936 en la revista Leviatán, dirigida por Luis Araquistáin, se realizó un análisis marxista sobre el anticlericalismo español, en la sección de “Glosas del Mes”, con el título de “La Iglesia y la lucha de clases”.
El trabajo comenzaba planteando que las quemas de conventos e iglesias en 1931 y a raíz del triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936 eran interpretadas por parte de las derechas como actos promovidos por los “partidos marxistas”. Los actos de mayo de 1931 eran vinculados a la implantación de la República, dando a entender en ambos casos, que el régimen republicano venía a ser consustancial con el “desenfrenado libertinaje” de las masas, con la supuesta desidia de las autoridades republicanas para frenar los hechos.
Pero la primera objeción que había que ofrecer era que la manía pirómana no había nacido con la República ni en el siglo XX, y como segunda objeción, y fundamental en este análisis, dicha manía nada tenía que ver con el marxismo.
Los incendios de edificios religiosos constituían una tradición secular en la historia española y eran independientes de los regímenes políticos, siendo eran anteriores a las ideologías y partidos existentes en tiempos de la Segunda República. La explicación, y en una clara línea marxista, habría que buscarla por “debajo de la superestructura polítíca”, en la organización social española tradicional, en las relaciones de dominio de unas clases sobre otras.
El artículo recordaba los incendios de 1909 en la conocida como Semana Trágica, y entonces no existía República en España, por lo que ni el libertinaje ni la connivencia de las autoridades podía esgrimirse en ese caso. Eso mismo habría pasado en 1834 y 1835.
El siglo XIX español se caracterizaría por un anticlericalismo tan violento que el Estado monárquico se vio compelido en 1835 a disolver casi todas las órdenes religiosas, expulsar a sus miembros y expropiar sus bienes. Esa decisión afectó a casi dos mil conventos y monasterios, frente a lo que habría hecho la Segunda República que solamente se había atrevido a disolver la Compañía de Jesús, sin expulsar a sus miembros, que se habrían quedado en el país y continuado funcionando, de forma ilegal, como orden religiosa, ejerciendo la enseñanza bajo testaferros, siguiendo influyendo en la sociedad y en la política españolas.
Si la legislación anticlerical de la República había sido obra del marxismo, como explicaban las derechas, marxista habría sido Carlos III que, en 1767, expulsó a los jesuitas, incautándose de sus bienes. Si en tiempos de la República se hubiera hecho eso se tacharía de persecución monstruosa pero en el siglo XVIII nadie había rechistado.
Como estaba por escribirse la historia de la lucha de clases en España no le era difícil a la prensa católica hacer creer a los “ignorantes y cándidos” lectores que los incendios e las iglesias eran obra de los marxistas, obviando la larga historia de los incendios y de las matanzas de religiosos que solían acompañar ese vandalismo pirómano.
Pero el marxismo no quería que se quemaran templos y edificios religiosos, sino conservarlos como centros de enseñanza, clubs obreros, asambleas políticas o para usos culturales y para la convivencia social, como se habría hecho en México y Rusia.
El marxismo era ajeno al vandalismo popular. El mismo se explicaría si se aplicaba el método de la lucha de clases. Toda violencia colectiva contra determinadas instituciones o grupos sociales sería una manifestación de protesta, rebeldía o justicia histórica contra los abusos de una clase dominante representada por esos grupos o instituciones. El odio más que secular del pueblo al clero, sin que, eso fuera contradictorio con una “religiosidad acendrada”, existía porque ese clero personificaba la clase dominante como poder político en el pasado o porque actuaba como auxiliar del capitalismo más en el presente.
La Iglesia española había sido tradicionalmente una gran potencia social, que habría avasallado económica y políticamente al pueblo, suscitando un intenso resentimiento contra sus representantes. Ese resentimiento habría derivado en violencia. El anticlericalismo español sería una variante específica española de la lucha de clases. No se trataba del fruto de un psicología o cultura anacrónicas, incompatibles con la modernidad. Esa interpretación obviaba el papel de la Iglesia española en la historia, y lo que seguía siendo, es decir, una institución de poder económico y político de clase, de dominio del pueblo. El clero seguía tomando parte, como aliado o auxiliar de la burguesía y de la no aún desaparecida aristocracia, en la política del día, en las luchas de clases existentes.
Una Iglesia en llamas era un acto antieconómico y antisocial y más en un país como España tan pobre en edificios para la enseñanza y para todo tipo de servicios públicos. Pero era la expresión tardía de una “lejana lucha de clases” frente a un clero prepotente hacia el pueblo. Dicha lucha de clases no se habría extinguido como lo probarían los incendios, pero también por la beligerancia eclesiástica.
Pero la solución parecía fácil: disolución de todas las órdenes religiosas, expropiación de los bienes, y que sus edificios se dedicasen a los servicios públicos. No parecía que existiese otra solución porque la neutralidad de la Iglesia, o su apartamiento de la lucha de clases, parecía imposible. Para “salvar las iglesias no hay más remedio que expulsar de ellas a la Iglesia”.