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Una idea revolucionaria para la estabilidad, por Esteban Beltrán, director de Amnistía Internacional España

Nadie merece tener más derechos que otra persona por haber nacido en determinado lugar, por lo que opina, por su raza, por su nacionalidad o por su condición social.

Mi primera batalla de las ideas fue con mi padre, coronel del ejército, el día después de apuntarme a Amnistía Internacional a finales año 1981. Lo había intentado el 24 de febrero pero aquellos que me recibieron en su sede de entonces en la calle Columela indicaron que no era el mejor momento ya que se estaban llevando las fichas de socios a la Embajada de Francia por lo que pudiera pasar.

Mi padre pensaba que esta organización era de izquierdas, como tanta gente entonces, por sus denuncias de las violaciones de derechos humanos de las dictaduras de América Latina y los años de Franco. Yo contraataqué su prejuicio con un informe titulado Presos de Conciencia en la URSS en el que relataba la salvaje represión de la oposición política y las creencias religiosa en cárceles y campos de concentración soviéticos. Lo miró con desconfianza.

Mi padre ha muerto, pero la batalla por las ideas sigue más vigente que nunca 60 años después del nacimiento de Amnistía Internacional el 28 de mayo de 1961 y desde la aprobación de Declaración Universal de Derechos Humanos el año 1948 y su concepto fundamental —“todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”—construido bajo el trauma del nazismo que provocó la Segunda Guerra Mundial y su política genocida sobre el pueblo judío. La igualdad entre humanos ha sido puesta en duda por varios gobiernos muy poderosos y no poca ciudadanía.

Si una mañana usted accede a un medio de comunicación en internet o consulta los comentarios en cualquier red social, encontrará ataques y amenazas en los que se culpa a algún colectivo concreto de los males de una sociedad y se llama a estigmatizarlos, a combatirlos o a expulsarlos. Son inmigrantes en situación administrativa irregular o personas refugiadas en Hungría o Polonia, uigures en China, musulmanes en India, rohingyás en Myanmar, gitanos en Eslovaquia, indígenas en Brasil.

No es que no haya habido avances en estos últimos 60 años. La pena de muerte está en camino de ser abolida y los verdugos a sueldo del estado son muy pocos hoy, aunque persistentes. La tortura es universalmente ilegal desde el año 1984, aunque se siga practicando. Un número cada vez mayor de países incluyen en su leyes y constituciones el derecho a la educación o al acceso a la salud como derechos legalmente vinculantes. Por fin el letal comercio de armas se regula globalmente, aunque siga alimentando conflictos armados. Varios perpetradores de los peores abusos han sido llevados ante la justicia y penan con años de cárcel por sus desmanes. Unos 25 países han regulado el acceso al aborto legal y seguro.

Más recientemente, en el marco de la tortuosa relación entre tecnología y derechos de los ciudadanos, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos determinó que la interceptación y la vigilancia masiva de millones de mensajes privados por parte de los servicios de inteligencia del Reino Unido, violan el derecho a la intimidad y el derecho a la libertad de expresión.

Llevo treinta y tantos años en Amnistía Internacional, por lo tanto es obvio que desoí los comentarios preocupados de mi padre por mi militancia en derechos humanos, pero esa primera conversación no la he olvidado y sigue siendo uno de los factores que guían este impulso vital que me ha llevado a compartir con miles y miles de personas la necesidad imperiosa de un mundo y una España mejores.

Esta necesidad se afianza en una idea básica y decisiva: los derechos humanos son de todos y todas. Nadie merece tener más derechos que otra persona por haber nacido en determinado lugar, por lo que opina, por su raza, por su nacionalidad o por su condición social. Esta idea, tan antigua y tan actual, marcó a la humanidad hace más de 60 años y la sigue definiendo hoy.

La prueba del algodón de este mundo interconectado en derechos está en la salida de la pandemia: ¿Alguien cree que dejaremos atrás para siempre esta pesadilla sin una vacunación global que nos aleje de una repetición sin fin del contagio? Y por tanto, ¿se puede pensar en un mundo y una España estables si se profundiza la desigualdad entre seres humanos aquí, en Europa y en el mundo?

Los derechos humanos no son una amenaza para nadie salvo para aquellos que los violan. Los derechos —y la igualdad profunda entre seres humanos que proclama— son una idea revolucionaria que, paradojas del destino, de llevarse a cabo, garantizaría la estabilidad de sociedades enteras.

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