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Una ética para laicos

Una ética laica no subordinada a la religión, cuya fuente de ideales es la imaginación humana.

Las relaciones entre ética y religión, entre relativismo y fundamentalismo, entre naturaleza humana y deseo humano preocuparon largamente a Richard Rorty. Producto de esa preocupación es este libro en el cual, poco antes de su muerte, el filósofo norteamericano define una ética laica que no está situada en un lugar subordinado respecto de la religión, sino que tiene una autonomía precisa y constituye un importante recurso para garantizar el futuro espiritual de la humanidad. Apoyándose en los grandes autores que guiaron el conjunto de su obra, y en abierta y explícita oposición a las doctrinas promovidas por Benedicto XVI, Rorty afirma que la única fuente de ideales morales es la imaginación humana.

Richard Rorty Estados Unidos, 1931Estados Unidos, 2007

Fue uno de los más grandes filósofos norteamericanos. Ingresó muy joven en la Universidad de Chicago, donde obtuvo un master en filosofía, y luego continuó sus estudios en Yale, donde obtuvo el doctorado. Enseñó filosofía en Princeton durante más de veinte años, y luego en la Universidad de Virginia. En 1997 fue designado profesor emérito de literatura y filosofía en Stanford.

Una ética para laicos

‘Gianni Vattimo’: Conocí a Richard Rorty el año 1979 en Milwakee, donde habían organizado una conferencia acerca de la posmodernidad; entre otros, participaban también Ihab Hassan, pensador egipcio que escribió libros sobre el tema, y Hans-Georg Gadamer, el maestro de la hermenéutica del siglo XX, quien murió en 2002 a los 102 años.

Por mi parte, me sentía algo incómodo frente a Rorty porque, además de ser mayor que yo -aunque por poco-, acababa de ganar un importante premio por su libro ‘Philosophy and the mirror of nature’ (Princeton University Press, 1979), y por tanto era el estadounidense de gran prestigio en el simposio. Después de darle una ojeada a mi ponencia, me pidió que lo dejara leerla; yo no conocía su libro, que por lo demás había salido ese año, ni, mucho menos, él conocía los míos; pero advertimos que decíamos cosas parecidas. A partir de ese momento nació una gran amistad y, en cuanto a mí, también cierto devoto respeto.

Ya entonces Rorty estaba anticipando una corriente post-analítica de la filosofía anglosajona que (la resumo brevemente, para que se entienda el sentido de su trabajo) se fundaba sobre la idea de que los tres grandes pensadores del siglo XX fueron John Dewey, Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger. Ahora bien, si situar a Dewey junto a Wittgenstein podría parecer audaz, ciertamente situarlos a los dos junto a Heidegger resultaba escandaloso, pero también creativo. No toda la filosofía estadounidense de los años posteriores se convirtió a una forma de pragmatismo hermenéutico, pero indudablemente se acercó cada vez más -por intermedio de tantos de sus representantes actualmente muy conocidos aun en Europa, como es el caso de Robert Brandom- a ciertas tesis de la filosofía europea sustancialmente inspiradas en la hermenéutica.

Les ahorro en este momento la clase sobre la hermenéutica; pero, para resumir, la idea era: en la filosofía del siglo XX llegó a su ocaso aquel sueño cuyo final Husserl ya había anunciado: ‘Ausgeträumt’, el sueño de la filosofía como ciencia rigurosa que todavía era característico, ora del positivismo, ora de la fenomenología, a un lado y a otro de la Mancha, si no del Atlántico. Existía la idea de que la filosofía debía ser una buena representación de la realidad, o bien una buena representación de los modos en que nos representamos la realidad.

El libro que Rorty me regaló personalmente en Milwakee, publicado unos años más tarde en italiano con el título ‘La filosofia e lo specchio della natura’ (Bompiani, 1986) -con una introducción mía escrita junto con el autorizado colega wittgensteineano Diego Marconi- afirmaba, en suma, que durante muchos siglos la filosofía se había preocupado por aportar las garantías de que la representación que nos hacemos de la realidad es fiel. El espejo significaba que la filosofía debía ayudar a reflejar fielmente la Naturaleza ya fuese orientando a la ciencia -si queremos valernos de las palabras de Kant-, ya mostrando simplemente las estructuras básicas conforme a las cuales reflejamos la Naturaleza.

Sin embargo, para Rorty todo eso era en realidad un sueño metafísico, como ya había dicho Heidegger: era la idea de que la esencia de nuestro estar en el mundo consistía en contemplar la verdad objetiva y luego, más allá de todo, observarla. Recordemos que en italiano [y también en castellano] “observar” puede significar tanto mirar una cosa para descubrir cómo está hecha cuanto seguir, respetar, como sucede en el caso de “observar una ley”. Si así lo queremos, la tradición metafísica europea estaba ligada a la idea de que, si se observan las cosas tal como están, también se aprende a observar las normas.

Sin embargo, como ya señalaba Hume, filósofo anglosajón, por lo demás, las normas no pueden obtenerse de los datos. Si alguien es algo, lo es. Si no lo es y se le dice que debe serlo, hay que explicarle por qué debe serlo. “¡Sé hombre!” es algo que suele decirme quien quiere mandarme a la guerra, pero también debería explicarme por qué debería yo ir a la guerra.

¿Qué motivaba que el planteo de Rorty se refiriera a grandes autores como Wittgenstein y, ante todo, como Dewey? La respuesta: Dewey es el fundador del pragmatismo. Rorty retoma el pragmatismo de Wittgenstein, que durante el segundo período de su pensamiento inventó los juegos lingüísticos: cada sector de nuestra existencia habla un lenguaje; y la verdad o la falsedad o, de todos modos, la razonabilidad de una proposición dependen de las reglas del lenguaje en que se la enuncia. Sería como en el dicho italiano: ‘coi santi in chiesa, coi fanti in taverna’ [en la iglesia con los santos, en la taberna con los siervos]. Si uno va a la taberna cantando himnos marianos, probablemente lo echen en medio de la risa general; y lo mismo sucederá si uno canta canciones guarras, de fonda, en el coro de la iglesia.

Este planteo trasladaba entonces el problema de la verdad observacional a un horizonte que ya no era el de mirar cómo van las cosas, sino el de accionar sobre la realidad. El pragmatismo no significaba sólo “es verdadero aquello que funciona” sino también “estamos en el mundo no para mirar cómo marchan las cosas sino para producir, para hacer, para transformar la realidad”. ¿En procura de qué? ¿Y por qué llega a suceder eso? Si alguien se enferma, y se le explica que está enfermo porque sus huesos se están desgastando, ¿será feliz? No, a menos que también pueda dársele la droga que lo cura. En ese caso, saber la verdad le sirve para una finalidad, para intentar no ser demasiado infeliz.

Éste es, en palabras insuficientes, el pragmatismo del discurso de Rorty.

libro Una ética para laicos

Nº de páginas: 41 págs.

Encuadernación: Tapa blanda

Editoral: KATZ

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