Una mujer que prefiere no revelar su identidad cuenta el periplo que vivió para ejercer su derecho a interrumpir su embarazo por graves e incurables anomalías en el feto, una intervención que el hospital público que siguió su gestación no asumió
En otra comunidad autónoma, casi sin información sobre el proceso y tras más de dos meses de periplo. Así es como María (nombre ficticio) se enfrentó a la interrupción voluntaria del embarazo a la que se sometió el pasado mes de noviembre por la enfermedad «extremadamente grave e incurable» que padecía el feto. El proceso «más difícil» de su vida, explica en conversación con elDiario.es, marcado por la desinformación en la sanidad pública y un viaje por sus propios medios de más de 200 kilómetros para ejercer su derecho. La mujer se atreve un año después a contar su experiencia, que no es un caso aislado en España, pero accede a hacerlo sin revelar su nombre ni tampoco la comunidad en la que vive ni a la que fue trasladada. Teme represalias debido a que son pocos los casos como el suyo y a que está de nuevo embarazada.
En el momento en el que abortó la gestación se hallaba muy avanzada —estaba de 36 semanas— pero ni uno solo de los hospitales públicos que hay en su comunidad practica este tipo de intervenciones. En 2020 fueron Castilla-La Mancha, Extremadura, Madrid y Murcia. A estas hay que sumar aquellas, como Castilla y León, que no realizan las que superan la semana 22 de gestación. En estos casos, las consejerías de sanidad conciertan el servicio con clínicas privadas, en las que la mujer no paga por la prestación. Sin embargo, hay intervenciones médicas que las clínicas de algunos territorios no asumen y en algunas provincias ni siquiera existen estos centros. Esto implica que miles de mujeres al año sean obligadas a desplazarse para abortar, y en algunos casos, como el de María, a cambiar de comunidad autónoma.
Los conciertos no son excepcionales, es el modelo imperante en España desde que las clínicas asumieron las intervenciones en los años 80 ante el estigma que acarreaba. Décadas después la situación apenas ha cambiado y no llegan al 16% el número de abortos de los que se encarga la pública, según los datos que maneja el Ministerio de Sanidad.
Hace ahora justo un año que María estaba inmersa en el proceso que califica como el más duro de su vida. Un conjunto de «idas y venidas» atravesadas por «un enorme vacío de información» que la llevaron a contactar con la Asociación de Derechos Sexuales y Reproductivos de Catalunya, que la ha acompañado durante todo el proceso. Silvia Aldavert, su coordinadora, considera que es un caso «paradigmático» de «casi todas las barreras a las que se enfrentan las mujeres en relación al aborto», entre ellas, la de la inequidad territorial, que obliga a miles de mujeres al año a salir de sus provincias para ejercer su derecho.
Ya en la semana 20 de gestación, los ginecólogos del hospital en el que atendían a María empezaron a ver que algo no iba bien en su embarazo, pero el dictamen concluyente llegó tiempo después. «En ese momento empiezas a preocuparte y se suceden pruebas y más pruebas, pero van pasando las semanas. Es una sensación de incertidumbre muy desesperante», explica la mujer en conversación con elDiario.es.
El aborto al que se sometió, más allá de la semana 22 de gestación, requiere la confirmación por parte de un comité clínico, un grupo de especialistas constituido en cada comunidad. En su caso, lo solicitó en tres ocasiones; en la primera, aún los médicos no eran capaces de poner nombre a la anomalía que sufría el feto, así que el comité lo rechazó. También lo denegó el comité catalán al que acudió por recomendación de la asociación.
Se veían «varias cosas anómalas», entre ellas, una hipoplasia genital, una hepatomegalia, crecimiento intrauterino retardado o huesos largos en percentiles muy bajos, según los informes ginecológicos a los que ha tenido acceso elDiario.es. «Nos hablaron de un riesgo de hospitalizaciones y de enfermedades enorme», explica María. Siguió sometiéndose a más pruebas y por fin, tras consultar con dos especialistas en diagnóstico prenatal y malformaciones fetales, le confirmaron que padecía una hipoplasia del cuerpo calloso con sospecha del síndrome de Smith-Lemli-Opitz.
La espera en el puente de noviembre
«Me dijeron que podía llegar a tener una esperanza de vida de entre dos y tres años, y en el mejor de los casos muchas malformaciones congénitas, intervenciones constantes o necesidades básicas que no iba a poder hacer por sí mismo», cuenta. La segunda consulta al comité clínico derivó en la admisión del caso, pero estuvo varios días sin información esperando a la decisión. «Del hospital no me decían nada, hasta que el viernes me llamaron para comunicarme que habían votado dos miembros, pero como el lunes siguiente era festivo, faltaba un tercero que se había ido de puente. Me dijeron que tuviera las cosas preparadas el martes por si me llamaban para ir a la clínica».
Así fue. Habían pasado ya dos meses desde que las pruebas vieron las primeras anomalías, pero los días de espera a la conclusión del comité fueron «de auténtica angustia». Se trataba de un embarazo muy deseado, al que ponerle fin fue «la decisión más dura que he tomado y tomaré en mi vida», pero nadie le dio motivos sobre por qué el hospital en el que le habían hecho las pruebas y el seguimiento de todo el proceso, no podía, llegado este momento, interrumpirlo.
Según los últimos datos disponibles, de 2020, que fue el año en que María abortó, se practicaron en Castilla-La Mancha, Extremadura, Murcia y Madrid 21.576 interrupciones voluntarias del embarazo, solo cuatro en centros públicos. 40 de ellas, por anomalías fetales incompatibles con la vida o por una enfermedad fetal extremadamente grave e incurable, como le ocurrió a ella. En el hospital le dijeron que la fetolisis [nombre técnico con el que se designa la finalización de la gestación] se la harían en una clínica de otra provincia, a 200 kilómetros de su casa, pero no le explicaron nada más, cuenta la mujer, que denuncia una «enorme falta de información» durante el proceso.
El viaje lo hizo en su propio coche, conducido por su marido, sin saber apenas en qué consistía la intervención a la que se iba a someter. Tampoco preguntó. «Es un momento en el que solo quieres que todo termine», dice. También desconocía qué tendría que hacer después. En la clínica, donde asegura que los profesionales le dispensaron un trato «fantástico» en todo momento, se extrañaron de que no tuviera ya una cita en el hospital para ingresar y que se produjera la expulsión del feto. Es algo que ocurre en varios hospitales públicos: no hacen en sus instalaciones las fetolisis, pero sí asumen después los partos en el caso de que las clínicas no lo hagan.
María tuvo que llamar al hospital para preguntar cuándo y cómo tenía que someterse a ello. «Una hora después me contactaron y me dijeron que fuera a casa y al día siguiente ingresara para la inducción al parto programado», recuerda. En ese momento agradeció no ir directamente al hospital para estar en casa con su hijo pequeño, pero es difícil imaginar que tras una intervención de estas características algo así ocurriera con otra prestación sanitaria. «Esa noche lloré mucho y me ha llevado todo este tiempo poder hablar de ello así. A todo el proceso se le suma la culpa, porque te sientes culpable. Eres madre de ese hijo…», reflexiona María.
«Falta de voluntad política»
Entre las «barreras» que la Asociación de Derechos Sexuales y Reproductivos de Catalunya identifica en el caso, Aldavert destaca tres: por un lado, la obligación de que la mujer tuviera que desplazarse, salir incluso de su comunidad autónoma, para poder abortar, un «incumplimiento» de la ley vigente, que reconoce «a todas las mujeres por igual el acceso a la prestación, con independencia del lugar donde residan»; también la «falta de información y acompañamiento» durante el proceso y el poder que la norma otorga a los comités clínicos, en situaciones en las que «la mujer no decide» y que en ocasiones, dice Aldavert, «toman decisiones ambiguas».
«Que no exista acompañamiento ni ningún equipo profesional de la red pública que dé cobertura a todo el proceso es una vulneración de derechos que al final acaba provocando lo que se conoce como violencia institucional. Hay una dejación y falta de voluntad política de poner el aborto en el centro», cree la coordinadora de la asociación. Para intentar atajar este y otros obstáculos que siguen lastrando el acceso al aborto, el Ministerio de Igualdad trabaja en una reforma de la Ley Orgánica 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que, entre otras cosas, prevé regular la objeción de conciencia para que los hospitales asuman las intervenciones y evitar que se den casos como el de María.
«No sé si todos los ginecólogos de todos los hospitales de mi comunidad son objetores, pero sí se escucha que hay gente que ocupa determinados puestos que sí lo es», resume la mujer cuando se le pregunta si este puede ser un motivo por el que los centros públicos derivan su caso a una clínica en otra autonomía. «En ese momento estábamos inmersos en la incertidumbre y la desesperación y no te lo planteas, pero si me hicieron el control obstétrico, ¿por qué no la interrupción cuando lo necesité?», se pregunta un año después.