Hace unos días veía una entrevista que le hacían a la presidenta de Abogados Cristianos desde un programa de informativos al respecto de la Ley de Eutanasia que acaba de ser aprobada en el Congreso (con la preceptiva oposición de Vox y de PP, como dios manda), y no tuve otra opción que cambiar de canal, porque la cantidad de absurdeces que decía esa señora hacían tanto daño al oído como a la razón. Decía barbaridades tales como que los países con Ley de muerte digna son nazis, que es una ley totalitaria, que pretende hacer negocio de la muerte, o que el Gobierno busca con ella poder matar a cualquiera y ahorrarse salarios y pensiones.
Una cosa es que cada quien pueda opinar libremente desde cualquier ideología, y otra muy diferente permitirse el lujo de difamar gravemente en base a gravísimas falsedades y mentiras, y fanatizar con ellas a la parte de la población que les sigue, justamente la parte de población más adoctrinada y acrítica. Y creo que en toda democracia debemos reclamar en nombre de la tolerancia, como decía Karl Popper, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Y los idearios religiosos, es obvio, en intolerancia se llevan la palma.
Tengo muy grabadas en la memoria las ideas religiosas tristes, macabras y crueles con las que, como todos los niños en este país, fui adoctrinada. Recuerdo muy bien las celebraciones de muertes, coronas de espinas, cilicios, dolorosas gimientes, calvarios, nazarenos arrastrando maderos, sepulcros dorados, rezos interminables pidiendo perdón por ni se sabe qué, penitentes caminando con las rodillas, mujeres vestidas con hábitos como símbolo de renuncia a las cosas bonitas de la vida, dedos amputados metidos en frascos con alcanfor (eso lo vi en Ávila con nueve años y me costó varias pesadillas), miedos, culpas, castigos. Ideas sustentadas en el elogio al sufrimiento, a la angustia y al dolor; ideas que buscan hacernos sentir indignos, culpables y responsables de todo y de mucho más.
Son ideas que pretenden, si lo pensamos bien, alejarnos de la vida y de su alegría, y convertirnos en seres aturdidos, irracionales, asustados y sumisos. Así son todas las religiones monoteístas. Su poder es proporcional a la ignorancia y al miedo de la gente que las siguen. Y hasta llegan a dar la impresión de que con tanta adhesión al dolor se complacen con el sufrimiento ajeno, lo cual no parece ser nada casual ni baladí.
Sin embargo, los hombres sabios de todas las corrientes de la sabiduría universal llevan proclamando desde que el mundo es mundo que el objetivo de la vida es la alegría y la felicidad. Bertrand Russell decía que el objetivo de la vida es la felicidad, y que la felicidad es imposible sin conocimiento. Denis Diderot decía que toda meta y todo objetivo tienen una única finalidad, encontrar la felicidad. No tenemos en el mundo otro deber que la alegría, decía el poeta francés Paul Claudel.
Pero los obispos han puesto el grito en el cielo ante esta nueva ley. Era de esperar. He leído que algunos de ellos califican de crimen el permitir al enfermo terminal que elija de manera voluntaria no prolongar su agonía y su sufrimiento extremo. Parece que al clero le parece bien que la gente sufra y muera tras largas agonías, y le parece muy mal que las personas en esas situaciones tengan libertad para elegir dejar de sufrir. Sin embargo, esa supuesta defensa a la vida no la hacen cuando se trata, por ejemplo, de condenar a los mandos militares que hablan recientemente de fusilar a 26 millones de españoles, y no precisamente por ser enfermos terminales; ni la hicieron ante los cientos de miles de torturados y fusilados en la dictadura, con la que, según dicen los historiadores, el clero mantenía una alianza más que estrecha.
Sea como sea, es evidente que morir dignamente sin prolongar la miseria y la agonía es un derecho fundamental de las personas que eligen voluntariamente hacerlo así. Todos sabemos de casos de agonías terribles que nadie tiene por qué padecer si así lo elige. Hemos dado un paso muy importante en la conquista de un derecho y una libertad, y una herramienta para poder añadir felicidad a nuestra vida. Porque una muerte digna es parte de una vida digna, aunque a algunos eso les parezca pecado. Borges decía, sin embargo, en uno de sus últimos poemas: “He cometido el peor pecado que un hombre puede cometer, no he sido feliz”. Y escribía Aristóteles cuatro siglos antes del nacimiento del cristianismo que la felicidad es el significado y el propósito de la vida, el objetivo y el fin de toda existencia.
Quien elija morir entre sufrimientos y agonías es muy libre de hacerlo, pero que no impongan al resto su criterio, y mucho menos si está sustentado en creencias y dogmas que no todo el mundo comparte. Leía hace unos días al juez Joaquim Bosch, durante años presidente de Jueces para la Democracia, algo que parece que los de la España gris y almidonada no quieren asimilar: En un Estado aconfesional (y en teoría España es un país aconfesional) lo sagrado debe ser la libertad.
Coral Bravo
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