Falta menos de un mes para que, el 5 de mayo, se celebren las elecciones municipales en el Reino Unido. Entre otras cosas, se decidirá quién será la persona que sustituya al popular alcalde de Londres, Boris Johnson. Los dos principales candidatos son el laborista Sadiq Khan y el conservador Zac Goldsmith. O, quizá podríamos decir, el musulmán Khan y el judío Goldsmith.
Los sondeos de opinión otorgan a Sadiq Khan un 32% de los votos en primera vuelta. Así pues, ¿tendremos un alcalde musulmán en Londres? Parece bastante probable. Claro que alguien puede preguntar, ¿y qué más da? ¿Es relevante la religión de un candidato para elegir el voto o para valorar su idoneidad? El hecho de que un musulmán (o un judío) se presente a las elecciones puede ser un signo de normalización de ese grupo social… pero, al mismo tiempo, el hecho de que sea noticia puede ser un signo de falta de normalización.
Con un presupuesto anual de 16 billones de libras esterlinas (unos 23,5 billones de euros), el alcalde de Londres es uno de los políticos europeos con mayor volumen de gestión económica. Este simple dato ya habla de la relevancia de la elección, que ha de tener un componente pragmático nada desdeñable. Pero, junto a la economía, está la cultura. Londres es bien conocida como ciudad internacional, pluralista y cosmopolita. El 37% de los londinenses ha nacido fuera de la ciudad y el 22% no habla inglés como lengua materna; crece el pluralismo religioso a la vez que aumenta la asistencia a celebraciones cristianas.
Si nos fijamos en el aspecto económico, el semanario The Economist, claramente liberal en ese terreno, hace una presentación equilibrada del candidato laborista, para concluir que “el señor Khan podría mostrarse, verdaderamente, como un buen alcalde”.
En cuanto a la cuestión cultural, el propio Khan ha declarado que “todos tenemos identidades múltiples. Yo soy londinense, británico, inglés, de origen asiático, con herencia paquistaní, soy padre, esposo, hincha y sufridor del Liverpool, laborista, fabiano y musulmán” (pueden verse estas afirmaciones en este largo artículo) Debido a su apoyo a la ley de matrimonio homosexual, un imán de Bradtford emitió una fatua declarando que Sadiq Khan no era musulmán; por el mismo motivo ha recibido incluso amenazas de muerte.
Todas las personas y grupos, cualesquiera sean sus convicciones, deberán preocuparse por el bien común, participar en la deliberación compartida por los mecanismos democráticos establecidos.
Con todo, y a pesar de su perfil de socialdemócrata moderado, la polémica y una cierta sospecha acompaña la carrera política de Sadiq Khan, particularmente en estos días de campaña electoral. Sobre todo, la recurrente cuestión de sus supuestas conexiones con algunos musulmanes radicales. (En qué grado, no está claro; y si hacemos caso a la teoría de los seis grados, que quizá sean menos, esta cuestón parece irrelevante). Algunos se preguntan: si esto ocurre a alguien como Sadiq Khan, ¿qué es lo que sufren el resto de los “musulmanes de a pie”? Es decir, que sí parece tener sentido indagar en el “caso Khan”como test para la integración de las minorías étnicas y culturales, particularmente islámica, en la vida pública europea.
Por supuesto, Khan no es el único caso de político musulmán en Europa. Un ejemplo interesante es el de Ahmed Aboutaleb, musulmán de origen marroquí, que es alcalde de Rotterdam desde enero de 2009. Se trata de una ciudad en la que la mitad de la población no es holandesa y en la que viven unos 80.000 musulmanes (un 13% del total). Su ejemplo, ya contrastado por años de gobierno municipal, puede servir para mitigar las reticencias, miedos o prejuicios.
Todo esto está muy bien para el Reino Unido o para los Países Bajos, pero ¿y nosotros? En España es llamativa la falta de presencia de las minorías, y particularmente de los musulmanes, en la vida social pública (periodistas, profesores de universidad, líderes asociativos y sindicales, también políticos). Aunque no hay datos firmes, supongamos que los musulmanes suponen el 2% de la población total española. La estadística nos diría que, aplicando esa deberíamos tener en España siete diputados (el 2% de 350) y unos 160 alcaldes (el 2% de 8116). Sin duda, hay mucho camino por recorrer. Lo curioso es que, cuando se proponen iniciativas en este sentido, como recientemente el Ayuntamiento de Madrid, son criticadas y casi ridiculizadas.
Llegados a este punto, quizá mi argumentación haya podido convencer a alguien de que necesitamos impulsar la presencia de las minorías étnicas, culturales y religiosas en nuestra vida pública. Me alegro. Primer objetivo cumplido. Mi segundo argumento es muy parecido y se puede formular así: debemos valorar la presencia de lo religioso en el espacio público. Es bueno que haya musulmanes en el Parlamento o en la alcaldía. Y también es bueno que haya cristianos, y judíos, y agnósticos, y ateos. Lo que no resulta razonable es excluir a nadie por sus convicciones, ni tampoco tener que relegarlas al ámbito privado. Hay un tercer punto que subyace a todo y que, para mí, es como un implícito: todas las personas y grupos, cualesquiera sean sus convicciones, deberán preocuparse por el bien común, participar en la deliberación compartida por los mecanismos democráticos establecidos y argumentar razonadamente sus propuestas. De este modo tendremos una vida ciudadana más vigorosa y sana.