Hoy, la Iglesia, aun con sus retrasos y contradicciones, ya no considera a la mujer como la gran tentadora
Si hay algo que el papa Francisco podría abolir de un plumazo es la obligatoriedad del celibato, obligatorio desde el Concilio de Trento (1545-1563). No lo hará sin consultar con el episcopado mundial porque sabe respetar la colegialidad. Pero no podrá esperar mucho porque se trata de un anacronismo dentro de una Iglesia que pretende dialogar con el mundo moderno.
El celibato obligatorio es un fósil dentro del catolicismo. No tiene fundamento teológico alguno y menos bíblico. Nació tarde en la Iglesia y por motivos no ciertamente religiosos, como bien saben los historiadores del cristianismo, por lo que tuvo que ser sublimado con revestimientos religiosos. El celibato solo tiene sentido si es aceptado voluntariamente, como ocurre en las órdenes y congregaciones religiosas, no en el clero secular.
Si se observa desde un punto de vista bíblico, los argumentos resultan de una total inconsistencia. Aparte del hecho de que lo más probable es que Jesús estuviera casado, como todos los jóvenes judíos de su tiempo, lo estaban todos los apóstoles. Lo estuvo Pedro, el primer papa de Roma, y sus primeros sucesores.
Uno de los motivos por los que nació y fue sublimado el celibato en la Iglesia, en cuyos orígenes las mujeres tuvieron un papel preponderante y podían ser sacerdotisas y obispas, fue el pánico a la sexualidad. La mujer acabó siendo considerada como la gran tentación para el clero, lo que derivó en que no podía ni acercarse al altar.
Hoy, la Iglesia, aun con sus retrasos y contradicciones, ya no considera a la mujer como la gran tentadora o el pecado encarnado, al menos teóricamente. Aunque sigue discriminándola al impedirle ejercer el sacerdocio, ya no es vista como siglos atrás, cuando fue impuesto el celibato, como la enemiga de la pureza y de la castidad.
Si muchas iglesias protestantes han acabado aceptando que la mujer puede ser sacerdotisa u obispa, en la Iglesia católica también el tabú del celibato obligatorio ha perdido fuerza. Más aún, ya hace varios decenios que no pocos cristianos y miembros del clero más abierto sostienen que es muy probable que la Iglesia, de no apresurarse a acabar con ese tabú, acabará llegando tarde. Existe, en efecto, la posibilidad de que puede llegar un momento en que el Vaticano no encuentre candidatos para el sacerdocio ni célibes ni casados.
En nuestro mundo de hoy resulta del todo anacrónico y antimoderno, por no decir medieval, que se siga negando a los casados ejercer el sacerdocio o casarse a los jóvenes que deseen tomar los hábitos sacerdotales en el seno de una familia, como ocurría en los primeros siglos de la Iglesia. A esos orígenes podría volver la Iglesia, con un papa Francisco, quizás el más proclive a abolir un tabú que suena más a objeto de museo que a una exigencia de una institución nacida de las raíces de la libertad, y que ha acabado atrapada en cadenas eclesiásticas castradoras de la esencia cristiana, que es la fidelidad a la propia conciencia y la entrega generosa a los más desvalidos. El resto, como se dice en política —la gran tentación de Roma—, son sobreestructuras anquilosadas, a mil leguas del mensaje libertador del Evangelio.
Cura casado en Argentina. Foto archivo
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