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Colina de las Cruces en el Santuario de Swieta Woda (Agua Bendita) en Wasilkow, Polonia.(Artur Widak/NurPhoto via Getty Images)

[UE] La sombra de la religión en la política europea

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Los recientes éxitos electorales de la extrema derecha en distintos países europeos han vuelto a poner bajo el foco la relación entre política y religión. Durante las últimas semanas, los comentaristas de la actualidad se han referido especialmente a la tríada “patria, Dios y familia” formulada por Giorgia Meloni, ganadora de los comicios legislativos italianos, confirmando así el retorno (o quizás la permanencia) de lo religioso en la esfera pública. Más allá de sus reminiscencias neofascistas, el lema de la líder de los Hermanos Italianos ilustra bien el papel identitario, incluso conflictual, que la religión sigue jugando en el panorama político del país adriático y, por extensión, del conjunto del continente europeo. Esta impronta no deja de ser un tanto paradójica, teniendo en cuenta que, en las encuestas sobre creencias y valores, la mayoría de las sociedades europeas se declaran cada vez más secularizadas. Este artículo no pretende resolver dicha paradoja, pero propone algunas claves explicativas para abordar el papel que la religión parece seguir jugando en Europa a nivel social y político.      

Tal como apuntábamos, las sociedades europeas se presentan cada vez más secularizadas. Las religiones históricamente mayoritarias parecen haber perdido influencia social, medida esta a través de las personas que afirman “pertenecer” a alguna religión y practicar sus ritos y prescripciones. En España, por ejemplo, las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) muestran que los ateos y no creyentes han pasado de representar el 13% de la población en el año 2000 a ser más del 26% en 2020. Si este panorama general parece casi una evidencia, merece sin embargo algunos matices. La velocidad y la intensidad del proceso de secularización no son las mismas en todas las sociedades. Tal como se ha identificado desde las ciencias sociales, han emergido también nuevas formas de “creer sin pertenecer”, como sugirió la socióloga Grace Davie, intrínsecamente ligadas a la actual fase de la modernidad. Además, algunos autores han señalado que, desde los 80 del siglo pasado, asistimos a una “desprivatización” de la religión, a una suerte de retorno de los actores religiosos a la esfera pública. Para justificar tal afirmación, José Casanova identificaba tres eventos mayores en el último cuarto del siglo XX: la elección del Papa Juan Pablo II, la revolución iraní de 1979 y la ele[1] cción de Ronald Reagan en Estados Unidos, apoyada por grupos fundamentalistas. Si siguiéramos este razonamiento en el tiempo transcurrido desde entonces, podríamos identificar seguramente muchos otros eventos y actores que certificarían esta renovada presencia pública de la religión: las protestas de grupos católicos laicos contra el matrimonio igualitario en países como España y Francia, el auge del movimiento autodenominado “provida”, las victorias electorales de partidos llamados islamistas en países como Marruecos, Túnez o Egipto, el nuevo nacionalismo hindú impregnado de referencias espirituales y religiosas o, también, la prominencia internacional de figuras como el Dalai Lama o el Papa Francisco.

Meloni Giorgia entrevistada por la prensa durante la protesta en Roma contra el proyecto de ley Cirinn a favor de las uniones civiles de parejas homosexuales. (Andrea Ronchini/Pacific Press/LightRocket via Getty Images)

Por otra parte, Europa ha experimentado también una profunda pluralización de su paisaje religioso. Las migraciones transnacionales ligadas a la globalización y a las dinámicas poscoloniales han hecho emerger nuevas expresiones religiosas en suelo europeo. Creencias que se pensaban lejanas y ajenas forman parte ahora de nuestras sociedades. Esta presencia no se inserta únicamente en una esfera pública abstracta, sino que se materializa en nuevos lugares de culto y otras trazas materiales y simbólicas visibles en el espacio urbano, pero también en las instituciones y servicios públicos. En España, por ejemplo, podemos encontrar actualmente 7.697 lugares de culto pertenecientes a confesiones minoritarias, siendo más de la mitad (4.309) iglesias evangélicas y, más de 1.700, mezquitas. La apertura de estos lugares de culto, así como la visibilidad de otros signos no se han producido sin tensiones. En distintos países europeos se han sucedido movilizaciones vecinales contra la apertura de estos centros, y en algunos se han establecido incluso legislaciones restrictivas sobre determinados signos religiosos, como en el caso de Francia con el velo islámico.

Todas estas transformaciones y fenómenos sociales, en sus distintas formas y acepciones, atestiguan la recomposición del papel que la religión juega (o le hacen jugar) en la esfera pública europea. Por un lado, la aparente secularización y pérdida de peso de las religiones tradicionales no ha supuesto un retraimiento de las iglesias históricas en los debates políticos y sociales del continente. Es más, han emergido incluso nuevos grupos que, sin estar directamente ligados con la institución, han llevado a la calle algunos posicionamientos supuestamente inspirados en la doctrina religiosa. Por otro lado, la pluralización y creciente diversidad de las sociedades europeas han comportado debates y controversias, pero también nuevas estrategias de gobernanza del fenómeno religioso a distintos niveles. Estos dos movimientos llevan aparejada una tercera reconfiguración: la redefinición en términos culturales de las religiones otrora hegemónicas. El catolicismo o el protestantismo en el centro y norte de Europa, se presentan en términos culturales, patrimoniales, lo que redefine su legitimidad en el espacio público y contribuye, también, a estructurar nuevas jerarquías sociales entre “nosotros” y los “otros”. Algo que, como muestra el lema de los Hermanos Italianos antes mencionado, no pasa desapercibido en las estrategias discursivas y políticas de la extrema derecha.                

Estas reconfiguraciones han provocado, asimismo, cambios importantes en la gobernanza del fenómeno religioso. Los Estados, únicos garantes hasta hace poco del control de los cultos, no han dejado de ejercer su papel privilegiado en la regulación y la interlocución con las entidades religiosas, pero esta tarea parece ahora compartida con otros niveles administrativos. La mayoría de los países europeos han experimentado procesos de descentralización regional o federal, así como la consolidación de las competencias de las administraciones locales. En este sentido, el ámbito municipal se ha erigido en un espacio privilegiado para resolver y gestionar las demandas de las minorías religiosas. Cabe recordar que, en la mayoría de los países, los entes locales ejercen las competencias en materia urbanística, lo que los capacita muchas veces para facilitar (o no) la construcción y apertura de nuevos centros de culto. En algunas ciudades, la gestión de estas cuestiones ha dado lugar a la creación de organismos específicos, como el caso de Barcelona en el que, desde 2004, existe una Oficina de asuntos religiosos dependiente del Ayuntamiento.

El ámbito local y regional no ha sido el único en el que se han llevado a cabo políticas públicas en materia de religión complementarias a la acción de los Estados. En este sentido, el proceso de construcción europea ha conllevado, también, que las instituciones comunitarias desarrollen acciones y estrategias alrededor de esta cuestión. A un nivel más simbólico, el Tratado de Lisboa reconoce la capacidad de dichas instituciones para establecer la interlocución que consideren con los líderes de las diferentes confesiones religiosas y espirituales. Por otra parte, durante la discusión de este Tratado (y en los debates previos sobre una hipotética Constitución europea) emergió con fuerza en la esfera política el debate sobre si se debía mencionar o no “las raíces cristianas” de Europa, algo que finalmente no quedó plasmado en el texto definitivo pero que los partidos conservadores, y ahora sobre todo la extrema derecha, siguen reivindicando en cada contienda electoral.

Más allá de estas cuestiones simbólicas, la religión está presente en otras políticas y discusiones a nivel europeo. La política exterior constituye un ámbito clave en el que, por paradójico que pueda parecer, las cuestiones religiosas juegan un papel importante, por lo menos a nivel discursivo. La mayoría de los grupos políticos del Parlamento Europeo reivindican la libertad de culto como uno de los pilares de la Unión que, además, defienden, debe estar presente en la acción exterior de la misma, principalmente frente a terceros países que no la respetarían. Los partidos progresistas sitúan esta premisa en una defensa genérica de los derechos humanos, señalando las vulneraciones a la libertad religiosa que se producen en países como China o Arabia Saudí. Por su parte, las formaciones conservadoras hacen un especial hincapié en la persecución de las minorías cristianas en países africanos y en la zona de Oriente Medio, mientras que la extrema derecha utiliza la religión como un elemento para justificar su oposición a la posible entrada en la Unión de países como Turquía. En esta línea, la Comisión Europea se ha comprometido a poner en marcha una oficina especial, vinculada al Alto representante exterior de la UE, sobre cuestiones de libertad religiosa en el mundo.

Manifestantes católicos y activistas de extrema derecha protestan para exigir el regreso de la misa a las iglesias en Lyon, Francia. (Robert DEYRAIL/Gamma-Rapho via Getty Images)

A nivel interno, la religión también juega un papel importante en algunos debates políticos, siendo otra vez el Parlamento Europe[2] o la institución que más los canaliza. A menudo, estas discusiones giran alrededor de cuestiones que son competencia de los Estados, pero su traslación a nivel comunitario traduce la voluntad de los actores políticos para europeizar estos debates, dotándolos asimismo de mayor relevancia simbólica. Un buen ejemplo de esto son las discusiones sobre la salud sexual y reproductiva y, especialmente, del aborto, pero también de los derechos del colectivo LGTBI, o las cuestiones relacionadas con la bioética, que configuran lo que algunos autores han llamado “políticas morales”. La regulación de estos ámbitos compete a los Estados miembros, pero eso no ha impedido que, de manera reiterada, estas cuestiones sean debatidas en el Parlamento Europeo. La discusión y votación de mociones sobre estos temas permite pues dibujar y estructurar líneas de división política. Estas se apoyan, por una parte, en argumentos supuestamente religiosos mientras que, en el lado opuesto, se esgrime una fuerte crítica a la injerencia de las motivaciones religiosas en la vida pública. Sin sorpresas, son las formaciones progresistas las que abanderan esta última posición, mientras que los grupos conservadores y de extrema derecha se aglutinan alrededor de la primera postura, aunque las motivaciones religiosas se disuelven en conceptos como la “familia”, la “vida” o los valores culturales. En los últimos meses, este debate ha adquirido todavía más relevancia en la esfera europea, debido a las políticas impulsadas por los gobiernos de Polonia y Hungría, fuertemente contestadas por las fuerzas liberales y de izquierdas.

Otro aspecto que suscita debate a nivel interno es la situación de las minorías religiosas en los distintos países miembro de la Unión. Al igual que en las discusiones sobre política exterior o sobre las llamadas políticas morales, las posiciones de los grupos políticos presentan diferencias notables. Desde las formaciones progresistas se pone el foco en la no discriminación, añadiendo la religión a un conjunto más amplio de derechos y libertades que deben caracterizar la vida democrática dentro del continente, lo cual debe sustentarse, además, en un marco institucional laico o aconfesional. El extremo opuesto de esta posición se encuentra en las fuerzas de extrema derecha, que preconizan un rechazo más o menos explícito hacía algunas minorías religiosas, especialmente el islam. Formaciones como Vox han defendido, en sus programas electorales, el cierre de mezquitas “radicales” (sin precisar lo que dicho adjetivo significa) o prohibir la enseñanza del islam en las escuelas públicas. En algunos casos, esta retórica se acompaña de un ensalzamiento de la “identidad cristiana” de Europa, movilizando diferentes elementos simbólicos, como el ya mencionado “patria, Dios y familia” de Meloni, las cruces que luce con orgullo Matteo Salvini o los inicios de campañas electorales en Covadonga de Santiago Abascal pretendiendo honrar el lugar en el que supuestamente empezó la “reconquista” de los reinos islámicos.   

Sin embargo, no toda la extrema derecha europea sigue la misma estrategia y retórica hacia la pluralidad religiosa. Formaciones como el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen o parte de la extrema derecha escandinava, han abandonado (al menos aparentemente) un discurso de plena identificación con los valores cristianos. La otredad de los musulmanes y otras minorías étnico-religiosas se construye en términos “civilizacionales”, dibujando dichos colectivos como una amenaza para los valores europeos. Tal como han señalado politólogos, sociólogos y activistas, estos discursos pueden incluso instrumentalizar las causas por los derechos de las mujeres o de las personas LGBTI, presentándolas como las principales víctimas de la presencia musulmana en Europa.    

Todos estos elementos descritos brevemente en los párrafos anteriores muestran que la religión sigue bien presente en el debate público europeo, y no muestra visos de que vaya a desaparecer en un futuro próximo. Esto deja entrever una tendencia en la que, a pesar de la aparente secularización de las sociedades europeas, las religiones, en plural, seguirán siendo un elemento que estructure, discursiva y simbólicamente, discusiones políticas importantes. Sin embargo, es necesario remarcar que este nivel discursivo tiene efectos prácticos y materiales, condicionando políticas concretas o el ejercicio de determinados derechos por parte de diferentes colectivos. Proponer restringir el aborto o la “propaganda del lobby gay” en nombre de supuestos valores religiosos tiene consecuencias evidentes para muchas personas, de la misma forma que las modalidades de financiación, de reconocimiento o de expresión en el espacio público condiciona la manera en que las personas creyentes (y no creyentes) pueden ejercer la libertad religiosa y de conciencia.    

En este sentido, y recuperando el ejemplo planteado al inicio de este texto, el alcance y las posibilidades de las ideas de la extrema derecha constituyen sin duda uno de los principales retos para las sociedades europeas y su creciente pluralización. Apelando a unos valores religiosos abstractos, dichas formaciones ponen en entredicho algunos elementos que parecían, hasta hace poco, suscitar amplios consensos sociales. Al mismo tiempo, cuestionan también el ejercicio del propio derecho a la libertad religiosa por parte de las minorías. Frente a esta aparente paradoja deberán responder el resto de las formaciones políticas, así como las instituciones y el tejido asociativo, para garantizar un marco de convivencia democrática e igualitaria en la complejidad de las sociedades actuales. 

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