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Turquía,Túnez y Europa

Turquía fue durante décadas el modelo con el que se argumentó la compatibilidad de sociedades musulmanas con la democracia liberal. Sus instituciones, de inspiración occidental y carácter laico, fueron el ejemplo de que se podía forjar un Estado moderno con independencia de la religión mayoritaria del país. Ahora, sin embargo, el autogolpe de Erdogan ha acabado con la reputación democrática de Turquía, maltrecha después de la década larga que lleva en el poder impulsando una progresiva deriva autoritaria. Su alianza entre nacionalistas e islamistas amenaza no  solo la libertad de prensa —decenas de periodistas han sido detenidos desde el inicio de las represalias— sino la libertad y la seguridad de laicos y minorías como la aleví y la kurda. Pese al fracaso generalizado de los intentos de democratización del mundo islámico mediterráneo tras las “primaveras” de 2011, Túnez sigue dando pasos sólidos en esa dirección que, si se consolidara, sería un modelo para otros países de su entorno: su Constitución es hoy laica y, a diferencia de la mayor parte de países musulmanes, no reconoce la sharía como fuente de la ley.

Estas dos historias contrapuestas no agotan en sí mismas el complejo, rico y cambiante devenir de las naciones de mayoría musulmana en la ribera del mediterráneo. Pero sí son una demostración de que nada está predeterminado y de que la inestabilidad de la región encierra tantos giros positivos como catastróficos. Europa ha sufrido las consecuencias de esas tormentas políticas, e incluso de la guerra en Siria, en su propio territorio. Aunque es difícil de precisar, el centro de estudios Pew cifra en  más de 44 millones (9 de los cuales son turcos) el número de musulmanes que viven en Europa. Esos ciudadanos musulmanes europeos no son ajenos a lo que acontece en sus países de origen, y sus ideas políticas, su actitud frente a la modernización o la laicidad y sus opiniones sobre el papel de la religión en la vida pública están influidos por los acontecimientos en sus lugares de nacimiento, o el de sus padres o abuelos. Los gobiernos europeos y las instituciones de la UE tendrían que interiorizar ese hecho y asumir  su complejidad.

La Unión tiene la capacidad de ayudar a los países de su entorno a profundizar en las reformas democráticas y en el respeto a los derechos humanos. Pero debe ser contundente cuando esos derechos se violan y no olvidar que la batalla de las ideas es un mecanismo esencial para evitar que la autocracia y el fanatismo dominen la vida de millones de ciudadanos en sus países e influyan en quienes procediendo de allí llegan hasta nosotros.

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