El partido gobernante trata de que el islam esté por encima de la nueva Constitución
Mientras una guerra de arena, tan temible a corto como a largo plazo, comienza en Malí contra el islamismo salafista político y guerrero, en Túnez está en juego lo mismo en medios tonos, pero no menos paradigmáticos. Este pequeño país evolucionado y encantador es el marco de una auténtica prueba del avance de los integristas musulmanes en países democráticos, y la suerte de las mujeres tunecinas será el primer revelador de su victoria.
Tanto antes como después de la independencia, las mujeres circulaban libremente, estudiaban y se vestían a su gusto, dado que por instigación del presidente Bourguiba, los derechos de la mujer estaban reconocidos por el Código del Estatus personal de 1956, documento extraordinariamente radical, único hoy como ayer en todo el mundo árabe, que prohibía la poligamia, proclamaba la igualdad entre hombres y mujeres, otorgaba a estas el derecho a la educación, les permitía pedir el divorcio e introducía una edad mínima para el matrimonio.
¿Y hoy? Sus hijas y nietas que no llevan nikab —el velo integral— viven acosadas. Tuvieron que manifestarse el 13 de agosto del año pasado contra el proyecto de artículo de la Constitución que estipulaba la “complementariedad” y no la igualdad de sexos. Las más infames perversiones del Corán surgen cuando lo que se juega es el poder del hombre. De ahí que el matrimonio “orfi”, vivamente propiciado por los salafistas, se extienda por la universidad: un subrogado de matrimonio, firmado en un trozo cualquiera de papel sin el mínimo valor legal, que permite la unión sexual por un día, una semana o 99 años, y en el cual las mujeres no ven sino una prostitución disfrazada. El partido salafista en el poder, Ennahda, no ha logrado que la sharía se inscriba como fuente de derecho, pero intenta poner el islam por encima de la nueva Constitución, lo que permitiría sobreponer la religión a la justicia.
La que fue la primera revolución árabe, que celebró su segundo cumpleaños el pasado 14 de enero, está siendo carcomida desde dentro. Abiertas las prisiones y declarada la amnistía, los salafistas volvieron con pleno ímpetu, y Rached Gannouchi, fundador de Ennahda, regresó del exilio con toda la fuerza del dinero de los Emiratos y de Arabia Saudí, y una duplicidad que ya no engaña a nadie. “El partido Ennahda no puede realizar su programa tan rápidamente como sería deseable”, se excusa ante los jóvenes militantes salafistas; “los ‘laicos’ ofrecen una fuerte resistencia, en la prensa, el Ejército y hasta en el aparato estatal. Se necesita tiempo para controlar la Administración y los medios de comunicación”.
Mientras tanto, los barbudos ocupan la calle y los militantes, incitados al proselitismo, amenazan a la sociedad civil de todas las maneras posibles: plegarias públicas, irrupción violenta en el cine en donde se proyecta la película Ni Allah ni patrón de Nadia el Fani, agresiones contra periodistas, expediciones punitivas armadas contra los que toman alcohol o son vistos con una mujer en la calle, amenazas a los maestros laicos y a los chóferes de taxi que trabajan después de las diez de la noche, al turismo (visto por Abu Yaârab Marzouki, consejero de la presidencia, como “una forma de prostitución”). Conocemos la siniestra destrucción de las antiguas tumbas musulmanas en Malí, pero lo mismo pasa hoy en Túnez, en Sidi Bou Saïd, en la Manouba, en La Marsa y en un santuario sufí en Gabès; una quincena en total.
En la Universidad de Túnez capital, el decano Habid Kazdaghli es acusado ahora de un “acto de violencia cometido por un funcionario en el ejercicio de sus funciones” por haber regañado a dos estudiantes que pretendían llevar el nikab durante un examen. “El decano es un agente del Mossad, ¡tenemos las pruebas!”. Intelectual de la izquierda liberal y miembro del partido Al-Massar opuesto al Gobierno islamista, el decano está procesado y podrían caerle cinco años de prisión.
Lo que está en juego es imponer una reforma global de la enseñanza centrada en la religión de Ez-Zitouna, la más antigua universidad del mundo árabe (737), en letargo durante 50 años y de nuevo activa desde abril de 2012. El país musulmán más abierto a las otras religiones y en particular a los judíos, se encierra en sí mismo. Sus minorías cristiana y judía han desaparecido prácticamente, y las versiones árabes de Mein Kampf o de Los Protocolos de los Sabios de Sión están en venta en las librerías. Al contrario de la política tradicional de Túnez, el partido Ennahda no esconde su hostilidad radical hacia Israel y rehúsa “la normalización de la entidad sionista”.
Sin embargo, mientras que el Gobierno vacila, el sector más moderno de la sociedad intenta coger fuerza: el sindicato UGTT, organizado y presente casi en todas partes, algunos partidos laicos —uno de ellos poderoso, el de Beji Caïd Essebsi, de 85 años, que encabeza los sondeos—, el ejército silencioso, los mandos policiales, la Universidad, el mundo de los negocios, los intelectuales, los francófonos… Los que recuerdan a un Túnez que sabía lo que es una democracia, sometido ayer a una vergonzosa dictadura, pero contra la que la sociedad civil supo rebelarse y crear un modelo en el mundo árabe.
Las posibilidades de la oposición están lejos de ser despreciables, pero no se ve una fuerza laica cohesionada que pueda vencer en las urnas a Ennahda. Y, mientras tanto, en la calle, el velo de las mujeres, la prohibición del alcohol y las obligaciones religiosas se imponen en una sociedad sin ley. De hecho, el malestar predomina, como también la impresión de que todo se jugará en la calle y en la labor de termita de los extremistas islamistas.
Nicole Muchnik es periodista y escritora.