«El cetro no se apartará de Judá, ni el bastón de mando de entre sus piernas, hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». (Génesis 49:10)
La noticia es que Trump anuncia que Estados Unidos abandona el pacto nuclear con Irán, restableciendo las sanciones económicas contra la república islámica. Fue uno de los mensajes promesa de su campaña, lanzado en 2016 en la convención anual de AIPAC (Comité de asuntos públicos EEUU-Israel) donde dijo: «Cuando sea presidente, los días en que los israelíes son tratados como ciudadanos de segunda clase habrán terminado (…) Os prometo que desmantelaré ese acuerdo». Nunca ha disimulado su postura proisraelí –a finales del año pasado reconoció a Jerusalén como capital de Israel– llegando a afirmar que no hay una «equivalencia moral» entre los israelíes y los palestinos, por lo que no concibe un proceso de paz en igualdad. No es de extrañar, pues, que la administración Trump diera en seguida por cierto el supuesto «plan secreto nuclear» iraní que el presidente Netanyahu denunció en comparecencia del pasado 30 de abril aportando pruebas cuando menos discutibles y, en ningún caso, capaces de demostrar su denuncia.
Ese compromiso moral del Presidente de los EEUU tiene un fundamento religioso que se halla inscrito en el imaginario colectivo de una parte significativa de la ciudadanía estadounidense. Cuando hablamos de aquello que conforma la identidad de una comunidad de individuos que se reconoce como nación no hay que perder de vista que en su núcleo siempre se halla el mito. Como animales mitogenéticos que somos por naturaleza la creencia en una genealogía que nos conecta con un origen que certifica nuestra superioridad moral es esencial para mantener inquebrantable la fe en un destino común que trasciende nuestra contingente existencia de seres mortales (léase a este respecto este mi ensayo). Seguramente sea el más ancestral –por efectivo– autoengaño colectivo. Religiones y nacionalismos compiten entre sí para ver cuál de sus múltiples y diversas versiones promete un más dichoso paraíso a cambio de un más heroico repertorio de luchas y sacrificios. Todas ellas contribuyen a la generación y mantenimiento de un clima ético que convierte en algo natural la asimetría moral entre un nosotros, siempre los merecedores de lo mejor, y un ellos, de los que siempre habrá que desconfiar. (De lo cual resulta espeluznantemente ilustrativo los tuits «objeto de arrepentimiento» del Señor Quim Torra).
¿Qué mito convierte la decisión de Trump con respecto a Irán en algo moralmente justificable ante sus votantes? Todos sabemos que Israel no podría tratar a sus vecinos como lo hace sin el apoyo incondicional de la superpotencia mundial; pero ¿qué fondo creencial sustenta ese apoyo más allá del derecho internacional y de los intereses geoestratégicos? En su libro La insensatez de los necios el profesor Robert Trivers señala al sionismo cristiano, un movimiento activo en los Estados Unidos de Norteamérica ya en 1810, antes de que naciera el sionismo judío en la década de 1880. Como tantos rasgos constitutivos de la idiosincrasia norteamericana tiene su origen en la Europa del siglo XVI. «Se trata de un movimiento –nos explica Trivers– que ha sufrido diversas mutaciones pero su puntal es la Biblia y una historia compartida de expansión y limpieza étnica sacralizada como la voluntad de Dios». El escritor Hermann Melville lo sintetizó en unas frases que expresan una creencia que a buen seguro se trasluce en la conducta histórica de su patria: «El pueblo estadounidense es especial, es el pueblo elegido: el Israel de nuestra época; somos los depositarios del arca de las libertades del mundo».
El vínculo sagrado entre Israel y Norteamérica es la Biblia, claro está, texto en el que se celebra el genocidio de pueblos vecinos, se anima a la ocupación de nuevas tierras; todo lo cual se justifica moralmente mediante la evidencia de la superioridad racial de los ocupantes. No hace falta decir que todo esto ya valió a los pioneros norteamericanos para perpetrar el genocidio indoamericano. En fin, un credo compartido, que se basa nada menos que en la palabra de Dios, que elimina toda razón de censura a lo que ahora los israelíes ejecutan en suelo palestino.
Fue en 1891 cuando cuatrocientas personas firmaron una petición elevada luego al presidente norteamericano Benjamin Harrison para que ejerciera su influencia a fin de que el Imperio Otomano devolviese Palestina a los judíos. Los firmantes eran todos cristianos; todos integrantes de las élites política, periodística, económica y clerical, deseando devolver la tierra prometida al pueblo que perdió su condición de elegido por Dios, pues no supo reconocer en su momento al verdadero Mesías. Aquí cabría llamar la atención sobre una cierta ambigüedad del sionismo cristiano en la motivación de su interés por el retorno del pueblo hebreo a su cuna bíblica, ya que para sus seguidores siempre fue deseable tener la menor cantidad de judíos a su alrededor. En ello incide el filósofo Sam Harris desde la perspectiva actual en su libro El fin de la fe cuando dice: «La política estadounidense en Oriente Medio se ha visto mediatizada durante muchos años por los intereses que tienen los cristianos fundamentalistas en el futuro de un estado judío. El «apoyo a Israel» cristiano es, de hecho, un ejemplo de cinismo religioso en nuestro discurso político, tan trascendental como casi invisible. Los fundamentalistas cristianos apoyan a Israel porque creen que la consolidación del poder judío en Tierra Santa –concretamente, la reconstrucción del templo de Salomón– propiciará la segunda venida de Jesucristo y con ella la destrucción final de los judíos».
Justamente ahora en mayo de este año se cumple setenta años de la declaración unilateral del Estado de Israel, lo que supuso la burla del plan inicialmente aprobado por la ONU para la partición de Palestina. A partir de aquí se inicia el conflicto palestino-israelí y décadas de guerra y actos terroristas, todo ello acompañado de un proceso de limpieza étnica que ha permitido a los israelíes la conformación de un Estado en gran medida homogéneo, con un territorio 50% más grande que el previsto en un principio por el organismo internacional. Pues bien, la creación de este país al margen del consenso y casi que del sentido común fue tomada como empeño personal por un sionista cristiano, el presidente estadounidense Harry Truman. Él fue quien, después de la Segunda Guerra Mundial, en contra del criterio de su propio Departamento de Estado y en contra de la potencia colonial de la zona, Gran Bretaña –que aportó bastante al desbarajuste inicial–, trabajó incansablemente para lograr la creación del Estado de Israel. Tenía que cumplirse la palabra de la Biblia, supuesto que del texto sagrado no cabía según Truman interpretación que no fuese la literal, y el Antiguo Testamento decía que los judíos debían estar en Israel.
Esa preocupación por Israel constituye una seña de identidad de la política internacional de EEUU. En su libro El futuro es un pais extraño, Josep Fontana denomina el tema de Irán con estas palabras: «un proyecto de guerra para el futuro». En él destaca la ciberguerra emprendida por Estados Unidos e Israel, conocida como «Olympic Games», «que empleaba un virus, Stuxnet, capaz de interferir en las centrifugadoras empleadas para el enriquecimiento de uranio, y de destruirlas en la práctica». Sin embargo, el antiguo secretario de Defensa Robert Gates considera que una guerra con Irán «sería una catástrofe», mientras que no son muchos los que se dan cuenta de la irracionalidad que supone considerar que un arma nuclear iraní, desarrollada para defender al régimen de un ataque exterior, se deba tomar como una amenaza mundial. Como dijo Ahmadinejad: «¿Quién sería tan insensato como para combatir contra 5000 bombas norteamericanas con una sola bomba?». Pero Israel se siente amenazado.
El sionismo cristiano es parte constitutiva de la concepción teológica de la historia que para Georges Corm convierte a Occidente en una «mitideología», según defiende en su libro titulado Europa y el mito de Occidente. Dentro de esta concepción, que dota de una identidad homogénea a la civilización que tuvo su cuna en las antiguas Grecia y Roma, el Estado de Israel es un esqueje supuestamente de la modernnidad y la ilustración injertado en medio de un entorno islamofascista, la única democracia consolidada de la región según la aparente percepción de los líderes del antaño autoproclamado «mundo libre». Como advierte el profesor Corm, muy atinadamente a mi modesto entender: «A pesar de la vitalidad del pensamiento crítico, moral, ético y político tanto en Europa como en Estados Unidos, el mundo de los responsables políticos a ambos lados del Atlántico parece afectado de autismo, tanto más narcisista y arrogante cuanto que el pensamiento está aquí afectado de anemia y de entropía, lo que engendra esta retórica a la vez vacía, obsesiva y agresiva. Por ello la paz del mundo nunca ha sido de nuevo más frágil». Esperemos que estas palabras, que fueron escritas antes del advenimiento de Trump y que expresan un temor fundamentado, tengan que ser matizadas si se confirman esos indicios de rebelión de Europa con respecto a la ruptura del acuerdo con Irán.
Con la decisión del presidente estadounidense se ha dado un paso más en la senda histórica de irracionalidad aquí expuesta. Ahora el sionismo cristiano tiene su Mesías posmoderno, un magnate de la globalización económica que en su fulgurante carrera política utiliza como combustible los más añejos prejuicios tribales. Los designios del Señor son siempre inescrutables.
José María Agüera Lorente
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