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Procesión del Santo Entierro de Cristo, en Gijón Juan González | EFE

Tradiciones fósiles y tradiciones zombis, ya que es Sábado Santo y la Legión salió en la tele · por Enrique del Teso

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Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

Todos necesitamos la gracia divina. Así llama la teología católica a lo que en lenguaje más circunspecto llamamos apego. Es el afecto, amor, protección o aceptación que no hay que merecer, que es seguro y no se puede perder. Se suele aplicar al vínculo de los bebés con su madre y su padre. Pero es el mismo tipo de sensación por la que nos sentimos parte de un grupo humano extenso en el tiempo. Todas las tribus, naciones o «razas» (los nombres cambian según lo normal o perturbado que sea cada cual) tienen historia, real o fabulada. No hay civilizaciones sin principio. Nos gusta ser parte de algo mayor que nosotros. Como todos lo necesitamos, somos muy cooperativos en eso de formar una red colectiva en la que sentir apego. La teología recoge con las manos ese tipo de emoción y la coloca en Dios, pero en realidad está en las personas y es explosiva. El apego de un grupo es la materia prima del altruismo más incondicional, pero también de la peor hostilidad hacia fuera. No hubo ningún Dios que pusiera en nosotros apego por la humanidad global. Por eso los peores mercaderes envuelven sus tráficos ideológicos en la bandera nacional y repiten como dementes el nombre de la nación. Es la forma en que las diferencias políticas se marcan con el filo más cortante y la hostilidad más irracional. La simbología nacional suele ser la tinta de calamar con la que los mercaderes confunden y se ocultan.

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