Este artículo reflexiona sobre algunos aspectos cruciales de la educación, desde infantil a bachillerato, sin pretender un tratamiento integral de toda la problemática, poniendo más bien el foco en la titularidad de los centros.
En una sociedad compleja, con un Estado constituido, los asuntos que están en la base de los derechos de las personas no pueden dejarse ni a la regulación privada, ni al mercado. Existe un espacio de regulación consciente pública, que es imprescindible y debe ser ejercido por las instituciones públicas. Algo que es elemental, difícil de conseguir y a menudo olvidado en el fragor de los debates.
La naturaleza de los bienes y prestaciones, que garantizan la cobertura de los derechos y necesita una sana reproducción de la existencia social, es muy variada y las ciencias sociales, la Economía en particular, han intentado estudiarla, sabiendo que su distinta naturaleza condiciona los medios utilizables para lograrlo de forma satisfactoria.
Los medios e instrumentos para llevar a cabo el suministro han sido muy distintos a lo largo de la historia y en las sociedades actuales también siguen siéndolo. Puede hacerse por medio del mercado, por agentes privados (hoy, principalmente, empresas con ánimo de lucro), por gestión directa de las administraciones públicas o por variantes que pueden florecer en la sociedad civil, en el espacio doméstico, en comunidades o fruto de todo tipo de organizaciones sin ánimo de lucro. En todos los casos, incluido el mercado, se necesita regulación pública para que el funcionamiento descanse en unos buenos fundamentos.
Esta diversidad de medios no significa que cualquiera de ellos sirva para todos los propósitos. Al elegirlos no existe la omnipotencia ni la neutralidad. Los medios no son perfectamente intercambiables. Unos son más aptos para unas cosas y otros para otras. Sencillo de enunciar.
La regulación pública no solo tiene que intervenir en el diseño del marco y las reglas de juego, sino que tiene que ser capaz de establecer el seguimiento, control y ajuste, porque si no se corre el riesgo de que la bondad de objetivos y medios puede quedar en nada. Igualmente, si el planteamiento previo no es adecuado, el control posterior no puede subsanar sus carencias y la exigencia de garantías se vuelve imposible.
La educación pública
Hay cosas que son demasiado importantes para quedar atrapadas en lugares comunes, la educación entre ellas. Las características de la educación hacen que sea de esos tipos de servicios en los que no es indiferente el medio que se utilice. Por su naturaleza necesita regulación pública y es impensable que sin ella pueda ser proporcionada por un mercado o una gestión privada carentes de regulación. El protagonismo del Estado es necesario, imprescindible, no solo para regular sus aspectos más generales sino para garantizar que dispone de los medios para desarrollarse, que es accesible a todos los ciudadanos y que cumple su condición de derecho humano. Su dotación consecuente debe ser prioritaria. Su abandono o los sucesivos recortes presupuestarios –algo que en nuestro entorno se ha producido– es un drama para cualquier sociedad, también para la nuestra.
La crucial importancia de la escuela pública gestionada directamente por el Estado se presta a poca discusión. Otra cosa más polémica y sometida a discusión es la existencia de una escuela pública que pueda ser gestionada por organizaciones de la sociedad civil. Lo que pretendemos sostener en este texto es que la existencia de una escuela pública prioritaria, fuerte y de calidad no tendría por qué excluir que pueda intervenir en su gestión entidades de la sociedad civil, sin ánimo de lucro y sometidas a control y evaluación constante.
Rasgos que debería tener la educación pública.
El esfuerzo por delimitar de forma sustantiva lo que debe entenderse por educación pública es crucial para evitar equívocos. Creemos que lo que caracteriza a la escuela pública es su condición de:
– Accesible, carencia de barreras sociales, económicas o ideológicas, que garantice la posibilidad de universalidad.
– Inclusiva, en los criterios enunciados y en los hechos, reflejo de la heterogeneidad social, sin que ninguna diversidad devenga un obstáculo insalvable sino solo una normalidad a incorporar.
– Laica, es decir, que no incorpore ninguna confesión religiosa a la docencia ni a la práctica educativa, aunque obviamente respete la libertad religiosa y de culto de alumnado y familias.
– Transparente, sin ámbitos opacos en sus propósitos, funcionamiento y rendición de cuentas.
– Democrática y abierta a la participación de toda la comunidad educativa.
– Presencia de trabajadores y trabajadoras con formación permanente y adecuada, con remuneración y condiciones de trabajo dignas, ajustadas a las condiciones vigentes, que puedan conformar equipos de trabajo más o menos estables.
– Calidad que cumpla los estándares establecidos.
– Posibilidad de desarrollar un proyecto educativo con rasgos propios, con capacidad para explorar, experimentar y formar personas conscientes de los problemas de nuestro tiempo, capaces de analizar críticamente el contexto y libres para actuar en él.
– Dotada de procedimientos de evaluación, seguimiento y control que garanticen la aplicación práctica de los rasgos formulados.
¿Es posible que la sociedad civil pueda prestar un servicio que cumpla con garantías el derecho a la educación?
Teniendo en cuenta los rasgos hemos definido, nos enfrentamos a dos concepciones que a veces subyacen en la defensa de la escuela pública, que nos parecen que carecen de fundamento teórico y de funcionalidad, pero que se asocian unívocamente a la defensa de los intereses generales de la sociedad y de los sectores más desfavorecidos de la misma.
Primera ¿Es la gestión directa por parte de las administraciones públicas condición necesaria para que una escuela pueda ser considerada pública? Si se responde afirmativamente implica que una escuela que cumpla satisfactoriamente todos y cada uno de los rasgos que nos han servido para delimitar lo que debe caracterizar a una escuela pública nunca podrá ser considerada como tal y tener acceso a los deberes y derechos que le son inherentes (por ejemplo, ser financiadas con dinero público y ser plenamente gratuitas), por el solo hecho de que el titular del centro pertenece a la sociedad civil. Puede ser una buena escuela, pero, por el hecho de que el titular del centro pertenezca a la sociedad civil, nunca será escuela pública. Sostener esta tesis comporta expulsar del ámbito público, contra su voluntad, a iniciativas que pueden enriquecerlo, como además demuestra la experiencia histórica en nuestro país (entre otras, las escuelas infantiles de gestión indirecta, por no hablar de organizaciones y entidades que prestan una gran variedad de servicios públicos: cuidados, atenciones personales, educación no formal, atención a la diversidad funcional, etc.).
Segunda ¿Es la gestión directa por parte de las administraciones públicas condición suficiente para que una escuela pueda ser considerada pública? No solo implicaría todo lo del punto anterior sino añadiría además que quien sea titular público, por el mero hecho de serlo y sin posibilidad de prueba en contra, se supone que imparte educación pública, con todos los derechos que de esa circunstancia se derivan y sin necesidad de pararse a considerar si se cumplen o no los rasgos sustantivos que la definen. Es una actitud miope y regresiva que da por supuesto lo que la experiencia demuestra infundado (que todos los centros de gestión directa son accesibles desde todos puntos de vista, inclusivos, transparentes, participativos, con docentes y personal no docente adecuados, educación de calidad, un proyecto educativo propio y están sometidos a control y evaluación constante para garantizar que todos los rasgos se cumplen) y que, al final provoca que, en ocasiones, la educación proporcionada no cumpla con garantías su condición de derecho, ni la obligación de constituir un factor que favorezca la eliminación de desigualdades.
Para alimentar un debate sano, es preciso definirse con claridad en esas dos posiciones, para poder hablar libres de todo el ruido de tópicos ideológicos, legales y administrativos, que se manejan tanto en la izquierda como en la derecha, y que obligan a situarse en un extremo de los dos polos, sin admitir matices, autocríticas o contradicciones. Si a ninguna de las dos preguntas anteriores se contesta con un sí taxativo, deberíamos ser capaces de abrir un diálogo que no esté condicionado por la defensa incondicional de la propia existencia, la comodidad política, el corporativismo de diferente cuño o una ideología cristalizada. El dinero público es sagrado, nada que no sea pereza e irresponsabilidad impide que se precisen y exijan con coherencia y rigor las condiciones, todas ellas, que debe cumplir una escuela pública.
Hay que abrir un diálogo que no esté condicionado por la defensa de la propia existencia, la comodidad política, el corporativismo o una ideología cristalizada
La tesis que mantenemos es que no hay argumentos para definir que solo la gestión directa por parte de las administraciones garantiza la condición pública de la educación, ni para excluir de forma absoluta y radical otras opciones. Puede argumentarse con fundamento que la naturaleza de la educación hace que no deba ser prestada por empresas que, al estar movidas por el ánimo de lucro, tienen el riesgo sistémico de anteponer los beneficios (que les es intrínseco) a los que solicita la naturaleza de la prestación educativa pública, pero nada impide que organizaciones de la sociedad civil sin ánimo de lucro asuman los objetivos y se comprometan a las condiciones de perfil y funcionamiento solicitadas. En suma, que puedan impartir educación pública en pie de igualdad con las de gestión directa. Creemos que no hay razón para negarlo, existen riesgos en unas y en otras, es cuestión de conocerlos y de establecer mecanismos para impedir su asentamiento y desarrollo. En España esa experiencia existe, con desviaciones y con logros. Que se consideren minoritarias no da el derecho de negarlas. Se trata de aprender de ella para impedir unas y para fomentar otras.
La política educativa
La Constitución de 1978, los acuerdos con el Vaticano y el Estado de las autonomías afectan a la educación, pero son aspectos que vienen determinados por la herencia cultural, la correlación de fuerzas políticas y los compromisos internacionales. No estamos ante una hoja en blanco, la educación tiene su palabra a decir y debe decirla, pero sin ignorar lo que le viene dado, batallando por lo que necesita y explorando lo posible.
Contexto, trayectoria y práctica del régimen de conciertos.
El régimen de conciertos nació, evolucionó y se aplicó en el contexto de una sucesión de leyes educativas muy diferentes. Nació en un momento político muy específico de este país, los años 1980 y ha tenido una tendencia creciente en las cuatro décadas posteriores. Hoy constituye una realidad sociopolítica que, dada la coyuntura política, no parece que pueda ser cambiada sin enormes costes sociales, políticos y económicos. Sus raíces son profundas y no parece haber base social que permita tu eliminación.
Dentro de los centros concertados se mezclan una importante heterogeneidad de titulares y de proyectos educativos, algunos de ellos de larga trayectoria histórica –los centros promovidos por la Iglesia católica, los promovidos por cooperativas e instituciones sin ánimos de lucro, más una pléyade de nueva procedencia, entre los que hay figuran los promovidos por titulares estrictamente mercantiles e incluso algunos vinculados a prácticas políticas opacas y concesiones ética y políticamente dudosas. En conjunto cubren porcentajes significativos de población escolarizada, desiguales por comunidades autónomas. También se suele recurrir a la comparación con los países de nuestro entorno, pero cada uno de ellos tiene su contexto histórico-cultural, su sociedad civil, su sistema político, sus prácticas administrativas –que, en algunos casos, en algunas ocasiones, se parecen bastante a lo que defendemos en este artículo– de cuyo conjunto obtiene unos resultados que se pueden analizar y de los que, sin duda, se puede aprender, si se interpretan con criterio.
El funcionamiento del régimen de conciertos descansa en un doble eje, profundamente contradictorio, de un lado, el principio de gratuidad de la educación impartida; de otro, una financiación pública cuantiosa, que objetivamente no cubre los costes educativos necesarios para impartir una educación capaz de cumplir todos los rasgos que definimos para la educación pública, lo que equivale a decir que, si se quieren mantener en pie, hace imposible el cumplimiento del principio de gratuidad enunciado en primer lugar. En suma, toda la trayectoria de la red de conciertos ha descansado y descansa en esta contradicción insalvable salvo que los titulares tengan otras fuentes de ingresos adicionales– que casi nadie, hasta ahora, se ha atrevido a afrontar de forma analítica, transparente y honesta.
Nuestra tesis es que no hay argumentos para definir que solo la gestión directa de las administraciones garantiza la condición pública de la educación
Unos reclaman la gratuidad enunciada y cuestionan la financiación pública que reciben centros que no resultan gratuitos para las familias –en un marco de fuertes recortes a la educación pública–, otros argumentan la imposibilidad de ser gratuitos si no se proporciona la financiación pública necesaria para poder serlo. Todos tienen parte de verdad.
Y entre unos y otros se crean las condiciones para que se deslicen y crezcan prácticas cada vez más espurias, de la mano de nuevos titulares, que contemplan este campo como una oportunidad para la lógica que guía su comportamiento, a veces totalmente ajena a las de las instituciones con profunda vocación de servicio público.
Esta confusión, esta ambigüedad asumida por todos, deja sin espacio a lo que podría y debería ser una intervención pública que, a partir de una normativa clara y coherente, auditara con rigor cuentas y comportamientos.
Ante este fangal, en el que unos y otros chapotean, se trata de deshacer el enredo en que se encuentra sumida la red de conciertos, de impedir que la confusión crezca, infectando todo el debate educativo. Hay que enfrentarse con la realidad, estableciendo los hechos, llamando a las cosas por su nombre, sin recurrir a subterfugios, clarificando las verdaderas opciones.
Parece sensato tomar el régimen de conciertos como un parámetro de la realidad educativa en España, dado que es poco verosímil que, en el orden actual de las cosas, lleguen a darse las condiciones sociopolíticas para su desaparición. Si es así, se trataría de hacerlo lo más funcional que sea posible, teniendo en cuenta el presente y, sobre todo, mirando hacia el futuro. Asumamos que no se dan las condiciones para suprimir la red de conciertos, por sonora que sea la retórica de unos y otros. Por el momento, está para quedarse.
Tratar como escuela pública a las que sustantivamente lo sean.
Defendemos que la escuela pública que sustantivamente lo sea debe ser tratada como tal, sin sombra de ambigüedad. Por coherencia conceptual y por eficacia práctica. Existen organizaciones y entidades, algunas con décadas de trayectoria, que tienen una marcada vocación de servicio público y que han hecho de una educación comprometida y de calidad su seña de identidad. Ante la evidencia de que la financiación pública no alcanzaba a cubrir todos los costes y que el cobro de cuotas no hacía posible cumplir el criterio de accesibilidad universal, incluso muchas de ellas han generado sus propios mecanismos de búsqueda de recursos, solidaridad y redistribución para aminorar el problema.
La trayectoria de la red de conciertos descansa en una contradicción insalvable que casi nadie quiere afrontar de forma analítica transparente y honesta
Las titulares de estas escuelas defienden sus proyectos, su existencia y la voluntad de asumir todos los rasgos de la educación pública. Las organizaciones que deseen optar a ser consideradas escuelas públicas de gestión indirecta tendrían que ser capaces de asumir:
– Cumplimiento de todos los rasgos sustantivos y de funcionamiento que deben caracterizar a la educación pública concebida como un derecho, incluida la exigencia de ausencia de ánimo de lucro en su actividad educativa.
– Que se comprometan a que cualquier eventual excedente económico que pueda surgir del conjunto de las actividades del centro –comedor, actividades extraescolares, etc.– revierta de forma automática y necesaria a este, sin posible dedicación a otros fines de la entidad titular.
– Que faciliten la función de inspección y tutela por parte de la Administración para garantizar que la financiación invertida tiene los fines para los que se otorga.
A los centros que se comprometan a cumplir estas condiciones se les garantizaría la total cobertura con recursos públicos de los costes necesarios para su buen funcionamiento, de forma que no sea preciso solicitar ningún tipo de aportación a las familias para poder mantener la actividad.
¿Cómo definir los costes necesarios?
Hay una parte en la que es posible hacerlo con objetividad (una comisión de expertos no tendría dificultad en resolverlo) y no cabe objeción a que debe regir la más estricta igualdad entre quienes reciben fondos públicos de similar naturaleza, pero debe aspirarse a una igualdad que no caiga en un igualitarismo de mínimos, un igualitarismo por abajo, que nos congrega a todos en torno a prácticas que dificultan la garantía a un derecho a una educación de calidad, las que todos practican, las que nadie discute. Debe permitirse explorar, experimentar, innovar, si tiene el respaldo de la comunidad educativa afectada –pública de gestión directa o indirecta– y la garantía de la estricta supervisión de la Administración pública. Y si exige recursos económicos adicionales, enfrentémonos con la habilitación de vías coherentes que lo hagan posible. Porque si hay voluntad política, esas vías existen.
A los centros que se comprometan a cumplir los rasgos de la educación pública se les debería garantizar la total cobertura con recursos públicos de los costes necesarios.
Estaríamos, por tanto, ante una escuela con todos los rasgos exigibles a la educación pública que, en lo más controvertido, sería además laica (en el sentido abierto postulado) y carente de ánimo de lucro (compromiso de revertir a la escuela cualquier eventual excedente neto que genere), y superaríamos el extendido reduccionismo que confunde lo público con lo meramente estatal, eliminado toda una posibilidad de experimentación y práctica en el establecimiento de alianzas público-sociales que en los marcos de crisis civilizatoria que atravesamos van a ser fundamentales para poder mantener condiciones de vida dignas y justas para el conjunto de las personas.
Opciones de tratamiento del existente régimen de conciertos.
En lo que hace a los centros concertados que no puedan o no quieran acogerse a un hipotético régimen de educación pública de gestión indirecta, hay tres opciones. La primera es dejar la situación como está, algo que sería cómodo, pero escandaloso. La segunda sería hacer desaparecer el régimen de conciertos existente, considerando que ha cumplido su función temporal y porque el desafío educativo social y demográfico que tenemos ante nosotros no necesita más tipologías que las que proporciona la educación pública de gestión directa o indirecta y la escuela privada; esta opción se enfrentaría con la necesidad de dotar de sólidos argumentos a la tesis de que la figura actual de escuela concertada no tiene espacio y función permanente y, además, con la de alcanzar una correlación sociopolítica de fuerzas que respalde y haga viable la propuesta. La tercera implicaría perfeccionar el régimen de conciertos realmente existente, eliminando abusos e irregularidades, de forma inmediata y sin posible demora, sin por ello obviar la reflexión sobre su posible evolución en una transición que, para llegar a ser, requeriría de apoyo sociopolítico y de tiempo.
Conclusiones
Lo que proponemos sería avanzar hacia un proyecto educativo, en el que coexistirían de forma coherente:
– Escuelas públicas de calidad de gestión directa de las administraciones públicas.
– Escuelas públicas de calidad de gestión indirecta de titularidad privada.
– Escuelas de titularidad y gestión privada.
Como transición, habría que perfeccionar y someter a control el actual régimen de conciertos, mejorando la garantía de que los recursos públicos invertidos sirven para garantizar el derecho a la educación, y no para fines mercantiles.
La educación pública de gestión directa e indirecta podrían cooperar en reivindicaciones (asignación insuficiente de recursos, estabilidad de equipos y proyectos, etc.) y luchar por sus objetivos reales (calidad educativa, inclusividad plena, condiciones dignas para sus trabajadoras, carrera docente, etc.), dentro de un debate educativo amplio y razonado, en el que hay que aspirar a que sea posible la colaboración entre quienes, aunque sean diferentes, comparten aspectos fundamentales.
Los titulares que reúnan las condiciones para aspirar a la nueva figura de escuela pública concertada saldrían del marasmo y la vulnerabilidad en que actualmente se mueven y pasarían a ser escuela pública sin dejar de ser concertada. Con todas sus consecuencias.
El riesgo de no hacerlo es anular lo que puede aportar a la educación la sociedad civil y abunda en una identificación entre lo público y lo meramente estatal que impide innovaciones políticas centradas en la gestión democrática de los bienes comunes. Esta reducción de lo público a lo estatal asume una visión sobre el Estado como un ente neutral y naturalmente centrado en el bien común, independientemente de quién gestione, errada en nuestra opinión.
La integración de la concertada en la pública (en el supuesto de que se dispusiera de la correlación de fuerzas y los recursos que permita plantearla y materializarla) sería la solución de la pereza y la facilidad porque sacrificaría la potencialidad de una colaboración público-social bien entendida entre diferentes (públicas de titularidad directa y de sociedad civil) basada no en competencia, sino en emulación y cooperación, con beneficios para todo el sistema educativo.
Por su parte, los centros privados, que deberán cumplir la regulación general, tendrían un campo específico nítido, sin sombra de competencia espuria procedente de centros concertados que, sin cumplir estrictamente las exigencias que se derivan de la condición de públicos, se benefician actualmente de la financiación pública.
En un escenario de estas características, la educación privada continúa teniendo su espacio como lo sigue teniendo la concertada, en cuyo seno los titulares que reúnan las condiciones exigidas podrán desarrollar sus proyectos educativos como escuelas públicas concertadas.
Es necesario un amplio debate político que hasta el momento no ha sido posible tener. En el marco del cambio global que afrontamos, no será el único campo en el que tengamos que buscar alianzas entre el Estado y la sociedad civil para resolver cuestiones directamente relacionadas con el cumplimiento de los derechos y la cobertura de las condiciones básicas de existencia. Creemos que negarlo o ignorarlo va en perjuicio del país y de quienes lo habitamos.
Ángel Martínez González-Tablas es economista, catedrático jubilado de la Universidad Complutense de Madrid.
Yayo Herrero López es antropóloga, educadora social y miembro del Patronato de FHHEM.