Ante la inconstitucional clausura de la sala comercial Pop Up, vía a Samborondón, por una obra tan inane como seguramente anodina, transgresora solo desde perspectivas muy limitadas, artistas, intelectuales, ciudadanas y ciudadanos del Ecuador hemos salido a defender el imperio de la ley y el carácter laico de nuestro país por tercera vez en menos de un año, tras el atentado contra Marco Alvarado en Cuenca y la censura a Mujeres Creando en Quito.
A esta espiral de violencia religiosa, que cuenta con la complicidad, incompetencia y/o dejación de funciones de nuestros mandatarios, hay que enfrentarla no solo por una cuestión básica de principios y derechos humanos, sino por una constatación pragmática: la medieval teocracia gobernante en nuestro país –edificada desde todos los ámbitos– explica y articula el imperio de la injusticia en nuestra ausente democracia.
Vale decir, entre paréntesis, que la ulterior popularidad de “El santo prepucio” –precisamente gracias a su censura– no debería afianzar una cultura light como falsa contraparte del conservadurismo, como si alguna alternativa al cristianismo y al catolicismo salvaje, hoy empoderados en Ecuador, pudiera encontrarse en el capitalismo salvaje de las salas comerciales, hoy empoderadas en Ecuador.
Pero más importante que eso es observar que el arte es importante en la medida en que nace en la realidad y nos devuelve a ella, o al menos debería, de otra manera. Y que la lista de censuras o intentos de censuras contra obras artísticas, independientemente de su calidad, es apenas un síntoma y un despliegue llamativo y desenfadado del agudo, permanente y abrasivo incremento de la coerción de autoridades y fanáticos y fanáticas religiosas, ejercida cada día con mayor prepotencia, contra quienes no compartimos su fe (lo cual tiene que ver con lo que yo llamo “el correísmo más allá de Correa”).
Lo normal y naturalizado en Ecuador es que ateos, ateas, agnósticas y agnósticos seamos consideradas ciudadanas de segunda categoría, incluso sobre todo en el seno de nuestras propias familias, en la exacta medida en que los y las creyentes están convencidas de que su creencia les hace superiores, y les otorga no solo la posibilidad, sino incluso el deber –supongo que también en función de sumar más puntos para su acceso al Golden Box de la Vida Eterna– de atropellar nuestro derecho a no ser evangelizadas y evangelizados por ellos y ellas.
El cerco religioso está en todas partes: en Ecuador es ¿normal? que las escuelas laicas ofrezcan clases de religión en horarios normales, en nombre de la presión supuestamente mayoritaria de mapadres de familia beneficiados por la lógica “el cliente tiene la razón”. ¿Por qué no buscan o edifican instituciones que ofrezcan esa educación? ¿Y por qué nuestras autoridades inauguran centros de salud pública con misas?
Durante la clausura de Pop Up, fanáticas y fanáticos gritaban “no te metas con mi fe”, en claro diálogo con la homofóbica, transfóbica y misógina marcha “no te metas con mis hijos”, coincidencia no solo ideológica, sino sobre todo semántica, donde una multitud, primera persona del plural, amenaza, uno a una, a una segunda persona del singular.
Más allá de la evidente práctica fascistoide de una masa intimidando a un individuo, es real que en Ecuador gente buena atropella, censura y viola todos los días, sistemáticamente, a otra gente buena, en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Que así no sea, que así deje de serlo, es una tarea complicada, no solo del arte, sino de la sociedad en su conjunto.
Santiago Roldós
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