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Talibanes de nuevo en la diana

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La presencia en Kabul del líder de Al Qaida ejecutado por EEUU supone una alerta más significativa que el golpe sufrido por la organización yihadista

La muerte de Aymán al Zawahiri en el centro de Kabul, abatido por un misil disparado desde un dron de Estados Unidos, pone de nuevo sobre la mesa la complicidad con las menguadas huestes de Al Qaeda –o cuando menos cobertura y protección– del régimen talibán. Porque aunque muy debilitada la estructura y capacidad operativa de la organización yihadista, esta sigue siendo una referencia en el seno del islamismo radical. De tal manera que es imposible desvincular la presencia de Al Zawahiri y su familia en el centro de Kabul de la decisión del Gobierno afgano de asociarse a los postulados del anterior régimen talibán entre 1996 y 2001.

Con independencia de las consideraciones de orden moral y jurídico que plantea la eliminación de Al Zawahiri –un asesinato selectivo–, el hecho de que Afganistán acoja a uno de los responsables directos de los atentados del 11-S abre un horizonte lleno de dudas acerca del reconocimiento por la comunidad internacional del régimen talibán. Si su desprecio por los derechos humanos, singularmente en el caso de las mujeres, es razón suficiente para incluirlo en la lista de regímenes permanentemente bajo sospecha, su cercanía a Al Qaeda agrava los recelos y obliga a estar alerta ante su posible contaminación e influencia en Pakistán, donde la penetración del islamismo radical en el Ejército, la policía y la comunidad de inteligencia es de sobra conocida. Y quién sabe si puede hacer extensivo el contagio a algunas exrepúblicas soviéticas en Asia central, de tradición musulmana.

Muchas veces se ha dicho que el mayor punto débil de Al Qaeda fue promover el terrorismo global sin disponer de una referencia territorial identificable –sí la tuvo el ISIS–, un planteamiento en el que participó activamente Al Zawahiri. De hecho, la conversión del noreste de Pakistán en un territorio refugio a partir de la derrota talibán de 2001 fue en parte un intento de disponer de un santuario seguro para reconstruir el islamismo radical suní. El riesgo es que lo que Al Qaeda no consiguió, o logró muy modestamente, está al alcance de los talibanes, a quienes Estados Unidos dejó el campo libre el verano pasado para que recobraran el poder, llenaran el vacío territorial de Al Qaeda y aplicaran una interpretación rigorista del Corán y de la Sharia.

Aunque el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha presentado la muerte de Al Zawahiri como un acto de justicia y sus asesores se afanan en sacarle el máximo partido para neutralizar el recuerdo de la evacuación a toda prisa de Afganistán a tres meses de las elecciones al Congreso de EEUU, lo cierto es que ahí están los problemas y desafíos que plantean los gobernantes afganos y, en general, el islamismo radical. Con una capacidad de expandirse evidente, en escenarios diferentes en muchos casos a los de principios de siglo pero con idéntica voluntad de impugnar el statu quo, así en el África sahariana como en el corazón de Asia. Pocas dudas hay de que Al Zawahiri era el líder amortizado de una organización muy debilitada, pero carece de sentido presentar su muerte como un suceso que puede alterar el libro de ruta del yihadismo. Su presencia en Kabul y las reacciones que pueda desencadenar la intervención de EEUU en suelo afgano obligan a poner más el foco en la inquietud por el peso recuperado de los talibanes que en la acción ejecutada sobre la persona de Al Zawahiri.

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