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¿Suicidio asistido?

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La irreversibilidad como frontera entre suicidio asistido y eutanasia.

Cuando te atenazan los dolores o la congoja muchas veces dan ganas de partir para siempre y rehuir así el sufrimiento mental o físico. Hay dolencias con fecha de caducidad que nos permiten afrontarlas con cierto donaire. Los dolores que se cronifican, sin embargo, requieren verse paliados eficazmente para poder convivir con ellos. En el trance de una enfermedad grave que se revela irreversible y merma nuestras condiciones de vida, resulta muy útil dejar un testamento vital, para despejar las dudas de los médicos y facilitar las decisiones de los allegados. Llegado el momento, más vale limitarse a los cuidados paliativos y no prolongar un aliento agónico que hace sufrir gratuitamente tanto al paciente como a su entorno.

Por eso es tan importante regular la eutanasia. Sin titubear se la prodigamos a nuestros animales domésticos, pero en cambio dudamos cuando se trata de nosotros mismos o de nuestros allegados más cercanos. Nada la hace obligatoria. Nadie tiene tampoco que abrirse o divorciarse, aunque no falten quienes pretenden imponer sus convicciones religiosas en el ámbito de la esfera política-social. Ciertamente nos podemos elegir cómo ni cuándo venir a la vida, porque no depende para nada de nosotros, pero en cambio sí deberíamos poder optar por una u otra forma de abandonarla, cuando deja de merecer la pena sobrevivirse a uno mismo y vivir una vida que no merece tal nombre.

Sin embargo, me parece algo más delicado el tema del suicidio asistido. La fantasía del suicidio nos ronda con una u otra intensidad a todos en los trances más penosos de nuestra existencia. No deja de ser una catarsis. De no arreglarse las cosas, al menos queda el recurso de tirar la toalla y abandonar el ring dando por perdida la pelea. Los intentos de suicidio suelen ser un toque de atención para los más próximos. Mira que no estoy bien y podrías llegar a echarme de menos. Quienes culminan el empeño quizá pudieran haberlo evitado, si hubieran podido contar con algún tratamiento que reordenase nuestro intermitente desequilibrio químico del cerebro, permitiéndonos hacer frente a problemas de apariencia irremontable.

Reglar un suicidio asistido me parece algo mucho más complejo. No por un trasfondo religioso que se cuele de rondón en mi coleto. Pues no comparto ese anatema religioso. Para muchas religiones el suicidio es algo absurdo y punible, porque supone invadir las competencias de la divinidad. Siempre, claro está, que no te inmoles por la causa. Bajo ese prisma engrosas el santoral de los mártires y te aseguran el ingreso en los paraísos de turno. Suicidarse por egoísmo merece no ser enterrado en suelo sacrosanto. Hacerlo en aras de la fe resulta una heroicidad sin par. Adoptemos una perspectiva laica y neutra en términos religiosos para reflexionar un segundo acerca del suicidio asistido.

Los estoicos eran partidarios de abandonar esta vida cuando lo considerasen más conveniente. Cortarse las venas en una bañera es una estampa clásica de tal proceder. Una corriente japonesa ensalza hacerse uno mismo el harakiri por cuestiones de honor para no vivir en la deshonra. Marco Antonio se hizo atravesar con su espada, pidiendo por lo tanto asistencia para no caer en manos de Octavio Augusto, y Cleopatra decidió envenenarse al conocer la noticia. La pérdida real o simbólica del ser amado conduce a trágicas tentativas de suicidio, como inmortaliza en su Romeo y Julieta Shakespeare. Uno siempre puede querer ahogar su pena poniendo fin a la propia existencia.

Otra cosa es tener derecho a que te asistan para culminar esa decisión con más decoro y evite un sufrimiento innecesario. En la eutanasia y el testamento vital debe acreditarse una irreversibilidad. Por supuesto ésta puede obedecer también a un trastorno mental del que no cabe recuperarse o a una pérdida de memoria que anula tu personalidad. Pero convendría explorar que no hay un asesoramiento capaz de hacernos reflexionar y ver las cosas de otro modo, lo cual propicia modificar las circunstancias que nos atenazan. Lo irreversible no tiene vuelta de hoja y es una lástima decidir poner fin al milagro de la vida sin darse cierto margen para meditarlo. En ese momento es cuando se requiere asistencia. Una vez constatado un carácter irreversible, aun cuando sea desde un punto de vista estrictamente subjetivo, entonces entraríamos en el terreno de la eutanasia. ¿O no?

Imaginarse un desenlace pletórico, compartido con familiares y amigos o en solitario, es algo pleno de sentido, si el objetivo es acabar con un sufrimiento irreversible. También puede servir de catarsis para remontar un revés emocional o un excesivo cúmulo de achaques. Pero la vida es algo demasiado valioso como para despedirnos alegremente de sus atractivos. Al menos para quienes no tenemos la fortuna o el infortunio de creer en otra existencia ulterior. Quienes tienen ese credo, por cierto, suelen apostar por permanecer en este valle de lágrimas cuanto más mejor, sin tener ninguna prisa por catar las delicias de la resurrección.

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