Creo que es el momento de hacer por mi parte un comentario sobre el libro Vergüenza. El escándalo de las residencias, de Manuel Rico. Hacerlo precisamente ahora, aparentemente a destiempo, cuando han transcurrido algunos meses de su publicación y el libro ha sido presentado por su autor en no pocos foros y medios de comunicación; cuando, poco a poco, temas menos urgentes pero más mediáticos van ocupando nuestra atención y alimentando el olvido de lo que quisiéramos olvidar.
El excelente trabajo de Rico nos habla de algo terrible que sabemos que ha pasado. Han muerto miles (y miles) de personas mayores en las residencias, sin la atención sanitaria a la que tenían derecho. Un desastre, una tragedia que podía haberse evitado y que, por eso mismo, es un escándalo.
Un escándalo como concepto, porque lo que no ha sido es un escándalo social. Recuerdo el impacto que me causó hace años la lectura de Aimé Césaire en la que afirmaba que, si los millones de víctimas del Holocausto hubiesen sido negras y no blancas, la Shoá hubiera sido fácilmente olvidada. Lo creo. Como creo que si los 20.000 fallecidos en los dos primeros meses de la pandemia encerrados en las residencias hubiesen sido niños, adolescentes o personas de mediana edad —y no viejos—, la reacción social hubiera sido diferente, quizás ¿legítimamente? brutal. No ha sido así, pero al menos tenemos un ejemplo práctico con el que explicar lo que es el edadismo, la discriminación, la indiferencia hacia las personas mayores.
Vergüenza nos dice qué ha pasado, dónde ha pasado, por qué ha pasado y quiénes son los responsables de que haya pasado. Con datos, sin aspavientos, sembrando tantas preguntas como razones para plantearlas. Primero nos habla de ‘lo circunstancial’ —unos protocolos mortalmente discriminatorios—; y después, de ‘lo estructural’ —un sector privatizado y un Estado social débil y en retirada—, si bien lo circunstancial no es más que la consecuencia de lo estructural ideológico.
Lo circunstancial fue la decisión por parte de algunos gobiernos autonómicos de no derivar a los hospitales a personas mayores contagiadas en las residencias. Con indicaciones que no alcanzaban ni la entidad de una resolución administrativa, se excluyó a los mayores con cierto grado de dependencia del derecho a la salud reconocido en la Constitución y en las leyes. Por ejemplo: en Madrid las residencias no fueron medicalizadas (como exigió el TSJ), no hubo derivaciones al hospital de Ifema (con camas sobrantes), y no hubo traslados a hospitales privados. Y todo ello sin más motivo que la carencia de medios o la decisión de escatimarlos. Es decir, no se repartió equitativamente la carencia de Estado social —‘lo estructural’—, sino que esa carencia se aplicó circunstancial y directamente a quienes, en la realidad, son considerados ciudadanos de segunda: las personas mayores.
Lo más llamativo es que estas decisiones político-administrativas no han dado lugar a ningún tipo de responsabilidad, ni política (elecciones autonómicas ha habido), ni jurídica. Por ahora la fiscalía ha entendido que, dadas las circunstancias, los centros residenciales denunciados cumplieron como pudieron su deber de cuidado y los protocolos establecidos por las autoridades, y que el exceso de muertes no pudo ser evitado. Al parecer, nada tiene que decir la fiscalía sobre las directrices discriminatorias que bloquearon que muchas personas mayores fueran atendidas por los servicios sanitarios. Directrices que vulneraron el derecho a la vida, a la integridad física y psíquica, y a la salud, de un grupo humano especialmente vulnerable.
Lo estructural es la respuesta a la pregunta ¿cómo se organiza esta sociedad para cuidar a las personas mayores? En un sistema dominado por las leyes de un mercado complementado y supervisado (teóricamente) por el Estado social, ¿puede ser el cuidado de las personas mayores un negocio? ¿Y un gran negocio? ¿Qué papel juega la Administración en la provisión y garantía de los cuidados a un grupo en situación de vulnerabilidad como lo es el de las personas mayores?
Lo cierto es que el de las residencias se está convirtiendo en un gran negocio, un negocio privatizado (solo el 13% de las plazas es de gestión pública) en proceso de concentración empresarial controlado, bien por una Iglesia opaca asociada al concepto de beneficencia del siglo XIX (ajena pues a la idea de derechos sociales); bien por fondos de inversión extranjeros y multimillonarios que, a pesar de recibir gran cantidad de fondos públicos, se dedican a aplicar un principio fundamental: obtener beneficios. Cuantos más y cuanto antes, mejor.
La aplicación concienzuda de este principio tiene una repercusión directa sobre la cantidad de personal de las residencias, sobre su formación, sobre la institucionalización (y despersonalización) de los centros, sobre la calidad en la alimentación de los residentes… en definitiva, sobre la calidad del servicio y el bienestar de los ancianos. Porque, como señala Rico, la factura del enriquecimiento de unos pocos la pagan otros, en este caso las personas mayores.
Con razón se dirá que la función del mercado no es proteger los derechos de las personas. Pero sí lo es la función del Estado; de hecho, es una de sus principales razones de ser. Y aquí es donde falla la segunda parte de la ecuación. El problema no es tanto que el Estado deje el cuidado de los ancianos en manos de privados a los que transfiere fuertes sumas de dinero (tema que da para discusión), sino que, al hacer dejación de sus funciones de control y presupuestarias, desprotege a las personas mayores. Las desprotege al no controlar eficazmente que las residencias cumplen con los estándares mínimos de calidad que exige la ley, las desprotege al no sancionar adecuadamente los incumplimientos (sale a cuenta infringir los requisitos de calidad), y las desprotege, sobre todo, al no financiar adecuadamente el sistema de dependencia.
En este libro no se echa la culpa a unos y se absuelve a otros. No se dice que lo privado funciona mejor que lo público. No se dice que todos lo hicieron mal (al contrario, se señala que muchos, a pesar de la situación tan dura que se vivió en los primeros meses de pandemia, lo hicieron muy bien). No carga contra los responsables de un partido político y olvida el resto (qué curioso que hayan sido Madrid y Cataluña las dos autonomías, aun con distinta intensidad, que aprobaron protocolos discriminatorios de exclusión). Pone sobre la mesa los datos y las claves más importantes de lo que aconteció, para interpretarlos y que los interpretemos.
Si el periodista es, como aseguraba Camus, “un historiador sobre la marcha cuya principal preocupación es la verdad”, Vergüenza demuestra que Rico lo es. Y que practica su oficio. Investigación, objetividad y prudencia sostienen la solidez del que es para mi uno de los libros más importantes de esta época de confusión informativa, ética y política. Leerlo provoca el desconcierto de ánimo que le da nombre. Su contenido obliga a revisar de arriba abajo el modelo de los cuidados y, más allá, cómo piensa la sociedad a los mayores.
La crisis sanitaria pasará, y aunque hoy no lo creamos, en unos meses no será otra cosa que objeto de recuerdo y tergiversación político-electoral. No dejemos que lo sucedido caiga en el olvido, porque de hacerlo, renunciaremos a que se corrija todo aquello que lo provocó y que, cuando se conoce, produce tanta vergüenza.