El pasado 2 de febrero se cumplieron 50 años del fallecimiento de Bertrand Russell. Eminente filósofo y matemático británico, activista comprometido con la lucha por la paz –sufrió cárcel por sus artículos pacifistas- fiel y coherente con sus ideales laicistas.
Cualquier persona que haya tenido mucho contacto con librepensadores de diferentes países y diversos antecedentes tiene que haber advertido la notable diferencia entre los de origen católico y los de origen protestante, por mucho que crean haber abandonado la teología que les enseñaron en su juventud. La diferencia entre protestantes y católicos es tan marcada entre los librepensadores como entre los creyentes; en realidad, las diferencias esenciales son quizás más fáciles de descubrir, ya que no están ocultas detrás de las divergencias ostensibles del dogma. Hay, claro está, una dificultad, que es que la mayoría de los protestantes ateos son ingleses o alemanes, mientras que la mayoría de los católicos son franceses. Y los ingleses que, como Gibbon, han tenido un íntimo contacto con el pensamiento francés, adquieren las características de los librepensadores franceses a pesar de su origen protestante. Sin embargo, sigue existiendo la gran diferencia y sería interesante tratar de averiguar en qué consiste.
Se puede tomar como un librepensador protestante completamente típico a James Mill, tal como aparece en la autobiografía de su hijo. «Mi padre —dice John Stuart Mill, educado en el credo del presbiterianismo escocés, había llegado, por sus estudios y reflexiones, a rechazar no sólo la creencia en la Revelación, sino los fundamentos de lo que comúnmente se llama Religión Natural. El rechazo de mi padre de todo cuanto se llama creencia religiosa no era, como podrían suponer muchos, esencialmente un asunto de lógica y prueba: sus razones eran morales aun más que intelectuales. Hallaba imposible creer que un mundo tan lleno de males era la obra de un Autor dotado de infinito poder, de bondad y virtud perfectas… Su aversión a la religión, en el sentido usualmente dado al término, era igual a la de Lucrecio; la miraba con los sentimientos debidos no sólo a una mera ilusión mental engañosa, sino a un gran mal moral. Habría sido completamente inconsecuente con las ideas del deber que tenía mi padre dejarme qué adquiriese impresiones contrarias a sus convicciones y sentimientos con respecto a la religión; desde el primer momento, me inculcó que la manera en que nació el mundo era un tema del cual no se sabía nada.» Sin embargo, no había duda de que James Mill siguió siendo protestante. «Me enseñó a tener el mayor interés por la Reforma, como la contienda grande y decisiva contra la tiranía sacerdotal en favor de la libertad de pensamiento.»
En todo esto, James Mill sólo llevaba adelante el espíritu de John Knox. Era un no conformista, aunque de una secta extrema, y conservaba la sinceridad moral y el interés por la teología que distinguió a sus precursores. Los protestantes, desde el principio, se distinguieron de sus contrarios por lo que no creían; el abandonar un dogma más es, por lo tanto, meramente llevar el movimiento una etapa adelante. El fervor moral es la esencia del asunto.
Esta es sólo una de las diferencias distintivas entre la moralidad protestante y la católica. Para el protestante, el hombre excepcionalmente bueno es el que se opone a las autoridades y las doctrinas recibidas, como Lutero en la Dieta de Worms. El concepto protestante de la bondad es de algo individual y aislado. A mí me educaron como protestante y uno de los textos que más inculcaron en mi mente juvenil fue: «No seguirás a una multitud para hacer el mal.» Me doy cuenta de que, hasta ahora, este texto influye en mis actos más graves. El católico tiene un concepto completamente diferente de la virtud: para él, la virtud es un elemento de sumisión, no sólo a la voz de Dios revelada en la conciencia, sino a la autoridad de la Iglesia como depositaría de la Revelación. Esto da al católico un concepto de la virtud mucho más social que el del protestante y hace el tirón mucho mayor cuando rompe su unión con la Iglesia. El protestante que abandona la secta protestante particular en que había sido educado hace solamente lo que los fundadores de aquella secta hicieron, no hace mucho, y su mentalidad está adaptada a la fundación de una nueva secta. El católico, por el contrario, se siente perdido sin el apoyo de la Iglesia. Puede, claro está, unirse a otra institución, como la de los masones, pero permanece consciente de todos modos de la rebeldía desesperada. Y generalmente queda convencido, por lo menos subconscientemente, de que la vida moral está confinada a los miembros de la Iglesia, de modo que para el librepensador se han hecho imposibles las más altas clases de virtud. Esta convicción actúa de modos distintos, conforme a su temperamento; si tiene una disposición fácil y alegre disfruta lo que William James llama una vacación moral. El más perfecto ejemplo de este tipo es Montaigne, que se permitió también una vocación intelectual en forma de hostilidad a sistemas y deducciones. Los modernos no se dan siempre cuenta de hasta qué punto el Renacimiento fue un movimiento antiintelectual. En la Edad Media se acostumbraba a probar las cosas; el Renacimiento inventó la costumbre de observarlas. Los únicos silogismos que Montaigne mira con benevolencia son los que prueban una negativa particular como, por ejemplo, cuando utiliza su erudición para demostrar que no todos los que murieron como Arrio eran heréticos. Después de enumerar varios hombres malos que murieron de esta manera o de manera parecida, prosigue: «¡Pero cómo! Ireneo resulta afortunado: el propósito de Dios es enseñarnos que los buenos tienen algo más que esperar y los malos algo más que temer que la buena o mala fortuna de este mundo.» Parte de esta antipatía por el sistema ha seguido siendo característica del católico en contradicción con el librepensador protestante; la razón es, de nuevo, que el sistema de la teología católica es tan imponente que no permite al individuo, a menos que posea una fuerza heroica, establecer otro en competencia con él.
Por lo tanto, el librepensador católico tiende a evitar la solemnidad tanto moral como intelectual, mientras que el librepensador protestante se inclina a ambas. James Mili enseñó a su hijo que la pregunta «¿Quién me hizo a mí?» no podía ser respondida, porque carecíamos de experiencia o información auténtica para responder a ella; y que cualquier respuesta sólo retrasa la dificultad, ya que se termina preguntando «¿Quién hizo a Dios?» Compárese esto con lo que Voltaire dice acerca de Dios en el Diccionario Filosófico. El artículo «Dios» en esa obra comienza del modo siguiente: «Durante el reinado de Arcadio, Logomacos, profesor de teología en Constantinopla, fue a Escitia y se detuvo al pie del Caucase, en las fértiles llanuras de Zefirim, en la frontera de la Cólquida. El ilustre anciano Dondindac estaba en su gran salón, entre su inmenso redil y su vasto granero; estaba arrodillado con su esposa, sus cinco hijos y sus cinco hijas, sus familiares y criados, y después de una comida ligera todos ellos cantaban las alabanzas de Dios.»
El artículo continúa de igual manera y termina con la conclusión: «Desde entonces resolví no discutir jamás.» Uno no puede imaginar una época en que James Mill resolviera no discutir más, ni un tema, aunque hubiera sido menos sublime, que hubiera ilustrado con una fábula. Tampoco podría haber practicado el arte de la impertinencia hábil, como hace Voltaire, cuando dice de Leibniz: «Declaró en el norte de Alemania que Dios sólo podía hacer un mundo.» O comparar el fervor moral con que James Mill afirmó la existencia del mal con el siguiente pasaje en el cual Voltaire dice la misma cosa: «Negar que existe el mal pudo haber sido dicho en tono de broma por un Lúculo que tiene buena salud y como una buena comida en compañía de sus amigos y su amante en el salón de Apolo; pero que mire por una ventana y verá algunos miserables seres humanos; qué tenga fiebre y entonces él será también miserable. ‘‘
Montaigne y Voltaire son los ejemplos supremos de los escépticos alegres. Sin embargo, muchos librepensadores católicos han distado de ser alegres, y siempre han sentido la necesidad de tina rígida (e y una Iglesia directora. Tales hombres se hacen a veces comunistas; el ejemplo supremo de ellos es Lenin. Lenin tomó su fe de un librepensador protestante (pues los judíos y los protestantes no se distinguen mentalmente), pero sus antecedentes bizantinos le impulsaron a crear una Iglesia como la encarnación visible de la fe. Un ejemplo menos triunfante de la misma tentativa es Augusto Comte. Los hombres de su temperamento, a menos que tengan una fuerza anormal, pronto o tarde vuelven a caer en el seno de la Iglesia. En el reino de la filosofía, Santayana constituye un ejemplo muy interesante, pues amó siempre la ortodoxia en sí, pero siempre anheló alguna forma menos odiosa intelectualmente que la proporcionada por la Iglesia Católica. Le gustó siempre, en el catolicismo, la institución de la Iglesia y su influencia política; le gustaba, hablando en sentido general, lo que la Iglesia había tomado de Grecia y de Roma, pero no lo que la Iglesia había tomado de los judíos, incluso, claro está, lo que debe a su Fundador. Habría deseado que Lucrecio hubiera logrado fundar una Iglesia basada en los dogmas de Demócrito, pues el materialismo había atraído siempre a su intelecto, y, al menos en sus primeras obras, estaba más cerca de adorar la materia que de conceder esta distinción a cualquier otra cosa. Pero, luego, parece haber llegado a sentir qué cualquier Iglesia que exista realmente es preferible a una Iglesia confinada al reino de la esencia. Sin embargo, Santayana es un fenómeno excepcional y apenas encaja en cualquiera de nuestras modernas categorías. Es realmente pre-Renacimiento, y si está de acuerdo con algo, es con los gibelinos, a quienes Dante halló padeciendo en el Infierno por su adhesión a las doctrinas de Epicuro. Este criterio está, sin duda, reforzado por la nostalgia del pasado qué un renuente y prolongado contacto con Estados Unidos es taba destinado a producir en un temperamento español.
Todo el mundo sabe cómo George Eliot enseñó a F. W. H. Myers que no hay Dios, y que, sin embargo, debemos ser buenos. George Eliot, en esto, es el tipo de librepensador protestante. Se puede decir, hablando en sentido general, que a los protestantes les gusta ser buenos y han inventado la teología con el fin de serlo, mientras que a los católicos les gusta ser malos y han inventado la teología con el fin de que sus vecinos sean buenos. De ahí el carácter social del catolicismo y el carácter individual del protestantismo. Jeremy Bentham, un típico librepensador protestante, consideraba que el mayor de los placeres es el placer de la autoaprobación. Por lo tanto, no se sentía inclinado a comer o a beber con exceso, a vivir relajadamente, o a robar a su vecino, porque ninguna de estas cosas le habría dado ese exquisito placer que compartía con Jack Horner, pero no con tanta facilidad, ya que tuvo que renunciar para ello al pastel de Navidad. En Francia, por el contrario, la moralidad ascética fue la que se quebrantó primero; la duda teológica vino después, y como una consecuencia. Esta distinción es probablemente nacional más que de credos.
La relación entre religión y moral merece un estudio geográfico imparcial. Recuerdo que en Japón hallé una secta budista en la cual el sacerdocio era hereditario. Yo pregunté cómo era así, ya que generalmente los sacerdotes budistas son célibes; nadie me informó, pero al fin hallé los hechos en un libro. Al parecer, la secta había comenzado con la doctrina de la justificación por la fe, y había deducido que mientras la fe se mantuviese pura, el pecado carecía de importancia; por consiguiente, el sacerdocio decidió pecar, pero el único pecado que les tentaba era el matrimonio. Desde aquel día, hasta la fecha, los sacerdotes de la secta vivieron vidas impecables, pero se casaron. Quizás si a los norteamericanos se les pudiera hacer creer que el matrimonio es un pecado, no sintieran ya la necesidad del divorcio. Quizás la esencia de un prudente sistema social es llamar «pecado» a varios actos inofensivos, pero tolerar a los que los cometen. Yo he tenido que hacer esto al tratar con los niños. Todo niño desea en un tiempo ser travieso, y, si se le ha educado racionalmente, sólo puede satisfacer el impulso a la travesura mediante algún acto realmente dañino, mientras que si se le ha enseñado que es malo jugar a las cartas en domingo, o, alternativamente, comer carne el viernes, puede satisfacer el impulso de pecar sin hacer daño a nadie. Yo no digo que en la práctica actúe guiándome por este principio; sin embargo, el caso de la secta budista de que hablé sugiere ahora que podría ser prudente el hacerlo.
No sirve de nada insistir con demasiada rigidez en la distinción que hemos estado tratando de hacer entre librepensadores protestantes y católicos; por ejemplo, los Enciclopedistas y Filósofos de fines del siglo XVIII eran tipos protestantes, y a Samuel Butler debo considerarlo, aunque con cierta vacilación, como un tipo católico. La principal distinción que uno advierte es que en el tipo protestante la desviación de la tradición es principalmente intelectual, mientras que en el tipo católico es principalmente práctica. El típico librepensador protestante no tiene el menor deseo de hacer nada que no aprueben sus vecinos, aparte de su defensa de las opiniones heréticas. Home Life with Herbert Spencer, de Two (uno de los libros más deliciosos que existen), menciona la común opinión que merecía dicho filósofo: «De él no se puede decir nada, aparte de que tiene una buena moral.» No se les habría ocurrido a Spencer, a Bentham, a los Mills, o a cualquiera de los otros librepensadores británicos que mantenían en sus obras que el placer es el fin de la vida; no se les habría ocurrido, digo, a ninguno de aquellos hombres, buscar el placer en sí, mientras que un católico que hubiera llegado a la misma conclusión se habría dedicado a vivir de acuerdo con sus ideas. Hay que decir que en este aspecto el mundo cambia. El librepensador protestante del presente puede tomarse libertades tanto en el pensamiento como en la acción, pero esto es sólo un síntoma de la decadencia general del protestantismo. Antiguamente, el librepensador protestante habría sido capaz de decidirse en abstracto en favor del amor Ubre y, sin embargo, vivir toda su vida en estricto celibato. Opino que el cambio es de lamentar. Las grandes épocas y los grandes individuos han surgido del derrumbamiento de un sistema rígido: el sistema rígido ha dado la disciplina y coherencia necesarias, mientras que su derrumbamiento ha liberado la necesaria energía. Es un error suponer que las admirables consecuencias logradas en el primer momento del derrumbamiento pueden continuar indefinidamente. Sin duda el ideal es una cierta rigidez de acción, más una cierta plasticidad de pensamiento, pero esto es difícil de lograr en la práctica excepto durante los breves períodos de transición. Y parece probable que, si las viejas ortodoxias decaen, surjan nuevos códigos rígidos de las necesidades de conflicto. Habrá bolcheviques ateos en Rusia que arrojarán dudas acerca de la divinidad de Lenin, e inferirán que no es malo amar a los propios hijos. Habrá en China ateos del Kuomintang que tendrán sus reservas acerca de Sun Yat-Sen y un escaso respeto por Confucio. Yo temo que la decadencia del liberalismo haga cada vez más difícil a los hombres la no adhesión a un credo combatiente. Probablemente, las diversas clases de ateos tendrán que unirse en una sociedad secreta y volver a los métodos inventados por Bayle en su diccionario. Hay, de todos modos, el consuelo, de que la persecución de la opinión tiene un admirable efecto sobre el estilo literario.
Bertrand Russell Texto escrito en 1928. Fuente: Biblioteca Ignoria