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Sobre el vertiginoso futuro que nos propone Yuval Noah Harari en su Homo Deus

Para Harari: “La religión es un conjunto de patrañas que nos hemos inventado para sobrevivir psicológicamente a los dolores a que estamos expuestos por nuestra configuración emocional.

Homo Deus, el exitoso ensayo de Yuval Noah Harari, es un libro de terror, al menos para quienes nos adherimos al estatus social, filosófico y vital del presente. Aunque, para otros, será un apasionante vislumbre de las revolucionarias expectativas que aguardan a la humanidad a partir de la vuelta de la esquina.

Muchos han sido los intelectuales, los novelistas, los cineastas, que en sus obras – desde hace un siglo – nos han advertido del riesgo de deshumanización inherente al desarrollo científico y social de nuestras sociedades. La postura de todos ellos ha sido la “correcta”, la “plausible”, la “cabal”, la “elegante”. Siempre la defensa del hombre individual, pero solidario, humano, adalid de los más cimeros logros culturales, enfrentado a una sociedad en la que se trata de erradicar los más naturales sentimientos, donde cualquier acción humana debe estar conducida a un objetivo común de sentido solo sibilinamente comprensible, y en la que se pretende asegurar la ausencia de infelicidad aunque sea a costa de cierta inmersión en un hipnótico entontecimiento. Ahora nos dice este ensayista israelí que el hombre va a ser superado, como el Neandertal lo fue por el Homo Sapiens, que los científicos han demostrado que es una ilusión lo del libre albedrío, que, en realidad, no dejamos de estar constituidos por un algoritmo.

“Algoritmo” es la palabra estrella de este libro. Lo atraviesa de punta a punta y es el argumento que se emplea para explicar todas las venideras transformaciones, aunque ya es un factor actual, presente en nuestras vidas, que nos rige cuando usamos Google o las redes sociales, que guía nuestras búsquedas y nos conoce.

Primero fue la muerte de Dios – nunca probada y nunca acaecida en la mente de tantos miles de millones de personas inducidas por su influjo – y luego será la muerte del Homo Sapiens, aunque yo pienso que cabría esperar un largo periodo de diferencias, de nuevas castas, previo a su definitiva exterminación acaso no del todo absoluta.

Pero el libro empieza hablándonos de la superación del hombre, de sus inminentes y más que probables conquistas, la principal de las cuales será la inmortalidad. Junto a estas optimistas proyecciones, cuya repercusión negativa – que no se nombra – pudiera ser el absoluto colapso de la asistencia social, la imposibilidad del cobro de las pensiones, están las de un mundo que, a través de una progresiva informatización y robotización, precisará cada vez menos al ser humano. Nos dice Harari que se creará una clase inútil que “no solo estará desempleada sino que será inempleable”. Nos dice que “el problema crucial es crear empleos en que los humanos rindan mejor que los algoritmos”, lo que parece difícil a tenor de la previsión más o menos inmediata de extinción de la mayoría de los empleos conocidos actualmente.

La época de las masas podría haber terminado. Ya no sirven como mano de obra, o como carne de cañón en los ejércitos. A lo largo del Siglo XXI los humanos perderán su utilidad económica y militar. El sistema seguirá encontrando valor en los seres humanos,  pero solo en una nueva élite de superhumanos mejorados y no en la masa de la población.

Otra de las teorías que presenta el libro, y que nos contrarían en nuestras más queridas convicciones, es la de que: “Los organismos son algoritmos”. Hasta ahora hemos creído en un yo auténtico que es completamente libre, de lo que se infiere que solo yo puedo conocer, desde la mejor posición, mi mundo interior, que es parte de mi configuración mental, de mis proyecciones. Pero nos dice el autor: “Sin embargo, las ciencias dicen: los organismos son algoritmos y los humanos no son individuos: son dividuos. Los algoritmos que conforman un humano no son libres. Están modelados por la presiones ambientales y los genes y toman decisiones de modo determinista o al zar, pero no libremente”.

En el futuro – este que ya está empezando ahora – el ser humano se fiará menos de sí mismo que de los ordenadores, incluso en aquellas decisiones que hoy constituyen nuestra más íntima personalidad. Podríamos así confiar a la sabiduría de un ordenador avanzado nuestros juicios psicológicos, nuestras más decisivas elecciones. El acto creativo podría ser suplantado. Ya hoy existen numerosas composiciones musicales imitando el estilo de Bach que al decir de algunos entendidos no desmerecen de las obras que compusiera el músico alemán.

Todos estos avances comportarán una transformación radical de nuestra concepción como seres espirituales. Leemos que: “Los humanos corren el peligro de perder su valor porque la inteligencia se está desconectando de la conciencia. La inteligencia es obligatoria, pero la conciencia es opcional”. Y es que quedará obsoleta esa: “Creencia liberal en el individualismo: yo soy un individuo, poseo una esencia única, en lo más profundo de mi voz hay una voz interior clara y única, que es mi yo auténtico”. Y es que: “Hemos comprobado que tenemos, al menos, dos yoes: el experimentador y el narrador. El experimentador es nuestra conciencia constante. El yo narrador es el que interpreta”. La nueva delegación de decisiones tendrá sus ventajas: “A diferencia del yo narrador que nos controla en la actualidad, Google no tomará decisiones a partir de relatos amañados”. Y es que los humanos somos maestros en eso de la disonancia cognitiva, esa contradicción entre lo que sabemos y lo que queremos creer.

Para Harari: “La religión es un conjunto de patrañas que nos hemos inventado para sobrevivir psicológicamente a los dolores a que estamos expuestos por nuestra configuración emocional. Los cruzados medievales creían que Dios y el cielo daban sentido a su vida. Los modernos creen que las decisiones libres de los individuos dan sentido a la vida. Tanto los unos como los otros se engañan”. “Los organismos son algoritmos y jirafas, tomates y seres humanos solo son modos diferentes de procesar los datos”. Así, los hombres no son tan importantes como pretenden serlo. No les corresponde la sacralidad, su sublimación, al menos si admiten decirse la verdad, salir de sí mismos y verse tal cuales son, desde el empequeñecimiento en que los sume la totalidad. Es lo que nos dice el dataísmo, la creencia en que el universo se reduce a un incesante flujo de datos. Según esta casi pseudoreligión, las experiencias humanas no son sagradas y el Homo Sapiens no es la cúspide de la creación.

“¿Cuál es la ventaja de los humanos sobre las gallinas? Únicamente que en los humanos la información fluye en pautas mucho más complejas. Los humanos absorben más datos y los procesan utilizando algoritmos mejores”. Pero, si accedemos más plenamente al flujo de datos general, nuestra capacidad como humanos aumentará exponencialmente. Los dataístas creen que todo lo bueno – incluyendo el crecimiento económico – depende de la libertad de información. Pasamos así de una visión del mundo homocéntrica a una visión datacéntrica. Aunque: “El cerebro humano no puede comprender los nuevos algoritmos maestros como no puede comprender el plan de Dios.”

Lo que dice este libro en parte ya lo sabíamos: que somos muy imperfectos, escasos de potencialidades en relación a nuestra poderosa imaginación. Lo que añade, es que no deberíamos asustarnos por vernos superados por inteligencias que suplantarán nuestras decisiones, que erradicarán la idea que tenemos de nosotros mismos como seres volitivos, singulares, espirituales, motivados por un bello impulso intransferible. Seremos mucho menos nosotros, escasamente nuestra consciencia y mucho más el mero soporte de infinitas maneras complejas y adaptadas de responder  al mundo.

Hay una afirmación desasosegante: “Los algoritmos te observan. Algoritmos no conscientes pero inteligentísimos pronto podrían conocernos mejor que nosotros mismos”. Si al final asumimos nuestra casi entera limitación como seres capaces del libre albedrío, tal vez precisásemos por otra parte de avances químicos o de otro tipo que neutralizasen nuestra frustración, algo que evite que nos sintamos mal por saber que solo somos meros entes que, para su bien, se dejan arrastrar por las sabias configuraciones.

Entre las interrogantes del final del libro, hay una a la que me agarro con fuerza: “¿Son en verdad los organismos solo algoritmos y es en verdad la vida solo procesamiento de datos?” Y también, después de esta pesadilla, encuentro una afirmación tranquilizadora: “Todas las situaciones hipotéticas esbozadas en este libro deben entenderse como posibilidades más que como profecías”. Pues menos mal. Aún hay esperanza de que no se pierda lo más genuino del ser humano, esa imperfección que ha generado tanto dolor, pero también tanto amor y tanta belleza.

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