Desde la caída del autoproclamado califato en 2019, decenas de miles de presuntos miembros del EI y sus familias permanecen en campos y prisiones insalubres controlados por Estados Unidos
Amanece en Rojava. En Hassaké, una ciudad de 200.000 almas enclavada en el corazón del territorio autónomo controlado por la Federación Democrática del Noreste de Siria (Aanes), las banderas de las fuerzas kurdas que combatieron al grupo Estado Islámico (EI) aún ondean al viento.
La región autónoma, que abarca ya un tercio del territorio sirio, sigue acosada por un cúmulo de dificultades. Al fantasma del regreso del régimen sirio se suman los ataques turcos, casi diarios, que sumen a la zona en una tensión constante. Pero hay algo aún peor. Derivada por las potencias occidentales a las fuerzas kurdas, la responsabilidad en la cuestión de qué hacer después de Dáesh está claramente sin resolver. Además de las células latentes aún activas en el territorio, están las decenas de miles de personas capturadas durante la batalla final contra el EI, cuyo destino aún no se ha sellado.
Encerrados en el corazón de un sistema penitenciario provisional creado con la ayuda, la financiación y la supervisión de Estados Unidos, estos supervivientes de la organización Estado Islámico sólo parecen tener, a falta de un incremento en los esfuerzos de la comunidad internacional, una escalofriante salida: la venganza o la muerte. Es un escenario que recuerda a la situación carcelaria en Irak a finales de los años 2000, donde las prisiones estadounidenses constituyeron un caldo de cultivo para el EI.
Es un escenario que recuerda a la situación carcelaria en Irak a finales de los años 2000
Miedo a un motín
Abou Dergham, de 70 años, aguarda desesperado un reparto de agua frente a su tienda en una calle principal de Hassaké. A unos cientos de metros, señala los gruesos muros de la prisión de Ghwayran, donde siguen recluidos al menos 3.500 presuntos miembros del grupo Estado Islámico.
Tras él, la fachada de su modesta ferretería, plagada de agujeros de bala, recuerdos de un espectacular asalto que tuvo como objetivo la penitenciaría vecina en enero de 2022. “Justo cuando el mundo se había olvidado de Dáesh, células durmientes atacaron la prisión, cientos de combatientes escaparon y nuestra ciudad se sumió en la guerra”, recuerda.
Las cicatrices de diez días de combates –que dejaron medio millar de muertos– no sólo son visibles en los ásperos muros del distrito. Khaled Khalil, un hombre de 37 años que sirvió en las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), sigue atenazado por el dolor. Su padre y su hermano fueron asesinados en la casa familiar por miembros del EI, vestidos con trajes de guardias kurdos robados durante su huida. “Todo ocurrió en cinco minutos, el Estado Islámico aún nos persigue”.
Prisión de Gwayran, en Hassaké, donde en enero de 2022 se produjo un motín que dejó más de 500 muertos. / L. P. I.
Es un sentimiento que parece ampliamente compartido aquí, sobre todo porque Hassaké y sus alrededores albergan buena parte de los 27 centros penitenciarios abiertos tras la captura de los últimos acérrimos del EI durante la batalla de Baghouz en 2019.
En manos de las fuerzas kurdas, estos reclusos –alrededor de 10.000, en su mayoría sirios e iraquíes, pero también varios extranjeros– siguen hacinados en celdas reformadas a toda prisa y devoradas en una batalla entre la insalubridad, las epidemias y el resentimiento de sus moradores.
Sin juicio, sin condena y sin horizonte, y a falta de una implicación significativa de la comunidad internacional, estos establecimientos penitenciarios han cobrado la forma de una auténtica bomba de relojería, enterrada como un hueso a toda prisa en una región autónoma de frágil equilibrio, encajonada entre el martillo del régimen sirio y el yunque turco.
Estos establecimientos penitenciarios han cobrado la forma de una auténtica bomba de relojería
Acusada por Amnistía Internacional de “violaciones de los derechos humanos a gran escala”, la Aanes intenta defenderse como puede. Un alto cargo de la FDS explica: “Es una carga enorme que llevamos casi solos. La ayuda es insuficiente y nuestros recursos, rudimentarios. Seguimos pidiendo la repatriación de los extranjeros y la creación de tribunales internacionales in situ sin resultado. Si el equilibrio de poder cambia en la región y eso deriva en un escape de los reclusos, un ejército de varios miles de hombres podría surgir de entre el polvo”.
¿Hacia la repatriación de iraquíes?
En las últimas semanas, un soplo de aire fresco llega desde Irak, con el anuncio de su intención de repatriar a sus nacionales. Una medida que, si es realizable y sus motivos fuesen sinceros, plantearía su propia serie de interrogantes: organizaciones de derechos humanos han acusado a Bagdad de llevar a cabo cientos de juicios calificados de “expeditivos”, con “confesiones obtenidas bajo tortura”, que han dado lugar a un gran número de condenas a muerte de presuntos miembros del EI.
Entonces, ¿qué opinan los afectados? Desde el ataque a la cárcel, el acceso a estos establecimientos está totalmente prohibido a los periodistas, pero tras varios días de negociaciones, la FDS aceptó en principio una entrevista con un preso iraquí que accedió a este tipo de ejercicio. Sin embargo, había algunas condiciones: la entrevista debía tener lugar en una base militar “neutral”, no debía divulgarse ninguna información sobre asuntos de actualidad y no debía hablarse de la vida cotidiana dentro de la cárcel, ni de las condiciones de detención.
Tras unos minutos de espera, dos guardias traen a un hombre con la cabeza y la barba afeitadas, vestido con un mono de colores inciertos, esposado y con los ojos vendados. Es iraquí, de la región de Al Anbar, dice llamarse Abdul Amedi Hussein y tener 29 años.
Abdul Amedi Hussein, un iraquí que se unió a las filas del Estado Islámico, fue capturado en Baghouz en 2019. Desde entonces está recluido en una prisión gestionada por las fuerzas kurdas. / L. P. I.
El detenido afirma que sólo se unió al EI “para ayudar a su anciano padre”, que había decidido unirse a las filas de los yihadistas. Sin embargo, niega cualquier adscripción ideológica: “En Anbar hay un fuerte sentimiento contra el gobierno iraquí. Nos unimos al EI por deseo de oposición, no por motivos religiosos”. Detenido en Baghouz, el hombre explica que “nunca ha combatido” y que “no teme ser repatriado a Irak”.
Aunque parece actuar de buena fe, podemos darnos cuenta de la complejidad de la situación: entre estos miles de hombres, algunos muy jóvenes, hay quienes, inevitablemente, se han visto atrapados en movimientos de población. “Quizá esté diciendo la verdad”, dice un guardia kurdo. “Es difícil saberlo. Pero en ese caso, ¿por qué no escapó antes y siguió al EI hasta Baghouz? Es el papel de un tribunal pronunciarse sobre su caso”.
Reorganización en al-Hol
Salimos de la ciudad de Hassaké hace unos cuarenta minutos, en dirección a la frontera iraquí. De repente, en la curva de una carretera apenas transitable, aparece en el horizonte un mar de tiendas blanquecinas alineadas desordenadamente detrás de vallas de alambre de espino.
Llegamos a al-Hol, un campo en el que han sido recluidas decenas de miles de personas capturadas cuando cayó el EI. Según la Aanes, que administra los seis sectores del campo, hasta la fecha casi 43.000 personas –el 95% mujeres y niños– siguen retenidas allí: 17.000 sirios, 18.000 iraquíes y unos 8.000 extranjeros de 47 nacionalidades diferentes.
Guiados por una escolta de guardias armados de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), se nos permite deambular por la sección reservada a sirios e iraquíes.
Los niños deambulan tirando de carritos desvencijados en los que venden mercancías recogidas de las ONG
El panorama es alucinante: en medio de inciertas callejuelas barridas por vientos abrasadores, deambulan cientos de sombras de mujeres envueltas en niqabs polvorientos, rodeadas de niños, algunos muy pequeños, con ropas remendadas.
Siluetas de mujeres vestidas con niqabs pasean por el campo de al-Hol, donde están recluidas 43.000 personas. / L. P. I.
Aquí la vida está organizada: en un callejón de la zona, un enorme mercado se extiende a lo largo de unos cientos de metros. En él podemos encontrar un revoltijo de ropa, perfumes, puestos de fruta carcomida por el polvo, gallinas aún vivas y utensilios de cocina, todo importado de los pueblos de los alrededores. Aquí y allá, los niños deambulan tirando de carritos desvencijados en los que venden mercancías recogidas de las ONG, de las que depende directamente la supervivencia del campamento.
Se nos acercan una docena de mujeres cuyas abayas descoloridas revelan miradas agotadas. Mariam, iraquí de 38 años, lleva en brazos a un niño de diez: “Tiene fiebre y nadie quiere tratarlo. Es inocente. ¿Van a dejarle morir?”.
Musa Hassan al-Saleh, iraquí de 21 años, oculta su mirada tras la visera de su gorra. Quiere creer que el momento de regresar está cerca. “Era sólo un niño cuando mis padres me trajeron aquí. Tengo miedo de volver a Irak y ser castigado por el gobierno, pero espero ser repatriado pronto. Aquí la vida es imposible”.
La confusión es total, el sentimiento de opresión, constante. Ante la multitud que nos rodea, los guardias kurdos se ponen nerviosos e intentan acortar la visita. “Déjennos hablar, es una vergüenza”, dice una mujer siria de unos cuarenta años. “Han detenido a mi hijo de 15 años y hace dos meses que no sé nada de él”. Una joven de 20 años, cuyo niqab deja ver unos ojos cuidadosamente maquillados, está preocupada: “Iba a casarme con un chico del campo. Tres días antes, las fuerzas de seguridad lo detuvieron por ‘terrorismo’. Nunca volví a saber de él”.
Un santuario del EI
La cuestión de los niños es especialmente delicada: privados de educación, con un acceso terriblemente reducido a las necesidades básicas, deambulan por esta prisión al aire libre sin perspectivas de futuro. Es un círculo vicioso que bien podría convertir a estas jóvenes víctimas, no culpables de las decisiones de sus padres, en futuros yihadistas.
Mientras que la mayoría de las mujeres europeas han sido enviadas al campo de Roj, a unas decenas de kilómetros, el sector 6 de al-Hol, donde residen las miles de extranjeras que permanecen en el recinto, está fuera de control. Cihan Henan, responsable de Aanes en el campo, explica: “Las fuerzas de seguridad rara vez entran en el sector de las extranjeras, y cada vez que lo hacen es para llevar a cabo operaciones importantes. Pero tenemos problemas en todas partes. Cerca de aquí, las FDS localizaron a un emir del EI, que se inmoló cuando llegaron. También hemos recuperado a una joven yezidí que sigue cautiva de sus secuestradores. Los contrabandistas están ayudando a escapar a los prisioneros, y se están introduciendo armas de contrabando. La situación es muy inestable y no somos suficientes para garantizar la seguridad. Y en términos humanos, con la guerra en Ucrania y Gaza, la ayuda de las ONG ha disminuido”.
Dáesh sigue medrando con la desgracia de estas almas fracasadas
Dáesh sigue medrando con la desgracia de estas almas fracasadas. Según fuentes de seguridad, brigadas de mujeres siembran el terror y violentan a otras en nombre de la ley islámica. “Es una locura. Sigue existiendo un sistema de impuestos con el perfil del EI, así como un sistema de justicia islámica. El adoctrinamiento de los niños es muy importante, y sin la voluntad internacional de llevar a cabo una política de repatriación, justicia y reinserción, nos esperan días difíciles”, afirma una fuente de seguridad de las FDS.
Una tarea cada vez más difícil
En el campo de Roj, el panorama es bien distinto. Aquí, 2.500 personas –mujeres y niños–, todas de origen extranjero, ocupan este espacio cerrado, a tiro de piedra de la frontera iraquí.
Este campamento es singular: mientras que la masa de mujeres retenidas en al-Hol ofrece una diversidad de perfiles, aquí, con muy pocas excepciones, todas han optado por unirse al EI.
Un soldado kurdo vigila el campamento de Roj, donde están retenidas las mujeres extranjeras que se han unido a Dáesh. / L. P. I.
A principios de junio, a medida que se intensifica la amenaza de una nueva operación militar turca contra la administración autónoma y su brazo militar –que Ankara describe como una extensión de su némesis, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK)–, la presión aumenta.
En el edificio prefabricado que sirve de oficina a los dirigentes del campamento, el Sr. Rached advierte de un repentino aumento de las tensiones, que en su opinión está totalmente relacionado con las amenazas turcas. “Esto está creando un viento de esperanza y desestabilizando el equilibrio en el campamento. Sabemos que algunas se están preparando para marcharse, sabemos que muchas ya han empaquetado sus pertenencias”, asegura.
Una situación que se está convirtiendo en un quebradero de cabeza para las autoridades locales. Y aunque en esta región aún convulsa la gestión de las cenizas del Califato haya tomado la forma de un seguro de vida político para la Federación democrática, la carga que pesa sobre la frágil entidad es colosal. Y más aún en el contexto actual de resurgimiento del Estado Islámico en toda Siria: en los seis primeros meses de 2024, el número de ataques en comparación con el mismo periodo del año anterior aumentó un 240%.
“En toda la región, los desafíos post-Dáesh continúan. Siguiendo los informes de la ONU, en 2022 dejamos de separar a los jóvenes adolescentes de sus madres en Roj y de enviarlos a centros especializados. Desde ese momento, se ha producido una oleada de nacimientos, con estos adolescentes utilizados con fines reproductivos. Nuestra tarea es cada vez más difícil, es urgente”, concluye Rached.