Los recelos hacia el islam y los intereses económicos frenan la apertura de nuevos oratorios musulmanes – La presión vecinal lleva a los ayuntamientos a limitar la libertad religiosa
Cuando un colectivo musulmán decide abrir una mezquita, los vecinos se sublevan y toman la calle para detener el proyecto. Con distintos grados y matices, ese mismo conflicto se ha repetido hasta 60 veces en España desde mediados de los noventa. La presión vecinal pone contra las cuerdas a los gobiernos municipales que, al paralizar algunos proyectos a fin de conseguir la buena convivencia, limitan la libertad religiosa de los 1,3 millones de musulmanes que habitan la península.
Los argumentos que esgrimen los vecinos para evitar que se instalen centros de culto islámicos en sus barrios son variopintos. Desde supuestas molestias por el "ruido", las "aglomeraciones" en la vía pública o la dificultad para aparcar, hasta las objeciones -en apariencia neutras- de carácter técnico, que alertan del "riesgo de incendio" de locales como en Anglès (Girona), ocurrido el pasado agosto. Pero, ¿cuáles son las razones profundas que hay tras lo que muchos consideran meras excusas? ¿Por qué cada vez que se abre un oratorio emerge un movimiento vecinal -espontáneo o alentado por sectores políticos- para detenerlo?
En España funcionan unos 650 centros de culto islámicos, según diversas estimaciones. Casi una tercera parte están en Cataluña, que cuenta con una vigorosa comunidad musulmana. Los conflictos vienen de lejos. En 1990, por primera vez, los vecinos recogieron firmas para frenar la mezquita de Vic. Y en 1999, los enfrentamientos callejeros entre vecinos en Ca n'Anglada, en Terrassa (de tintes claramente xenófobos) situaron el asunto de los oratorios en el centro de la agenda pública.
"Las protestas surgen de la misma forma. Alguien pide una licencia para abrir una mezquita y el movimiento nimby -acrónimo inglés que significa "no en mi patio trasero"- se pone en marcha, explica Juli Ponce Solé, profesor de derecho administrativo de la Universidad de Barcelona. Jordi Moreras, sociólogo experto en el mundo islámico, coincide con él en que el "resurgimiento del orgullo del espacio propio en los barrios" lleva a los vecinos a intentar impedir que otros se instalen en su núcleo urbano; a lo sumo, aceptan su traslado al extrarradio o a polígonos industriales.
Ni el fenómeno nimby ni la pretendida islamofobia de parte de la sociedad española son suficientes para explicar el rechazo. "Hay opiniones individuales racistas, pero el núcleo del problema es que la gente asocia un oratorio con un equipamiento que pertenece a un grupo de exclusión social, el de los inmigrantes", precisa Ramón J. Moles, director del Centro de Investigación en Gobernanza de Riesgo. "Los oratorios se han instalado donde se ha podido y, a menudo, están infradotados", añade. Lo cierto es que pocos centros pueden considerarse mezquitas en toda regla desde un punto de vista arquitectónico. La inmensa mayoría están ubicadas en antiguos locales comerciales, garajes e incluso pisos. El primero de este tipo se inauguró en 1974, en un entresuelo de la avenida Meridiana de Barcelona.
La identificación entre musulmán e inmigrante conduce a los vecinos, aun de forma inconsciente, a otra reflexión: si se abre el oratorio, éste atraerá a más creyentes (pobres) al barrio, que entrará en un proceso de degradación. Las viviendas, en consecuencia, perderán valor. "Nadie quiere tener una mezquita debajo de su casa, lo mismo que un bar musical", tercia Félix Herrero, presidente de la Asociación Islámica Al Andalus de Málaga.
En opinión de Herrero, el "miedo a lo desconocido" también está en la base de los recelos. Y lo ilustra con una anécdota: hace cinco años, con motivo de la apertura de la mezquita de Málaga, una vecina llamó desesperada a una emisora de radio. Pidió al locutor que "hiciera algo" porque el barrio "se iba a llenar de barbudos". "Al final se echó a llorar y preguntó si estaban seguros de que los que frecuentaban el lugar no éramos terroristas", narra, divertido, Herrero.
Los oratorios, coinciden los expertos, se rigen por un principio de invisibilidad social. No hay minaretes ni llamadas a la oración. La gente no sabe lo que ocurre en su interior, sólo lo imagina, y ahí nace el recelo. La comunidad musulmana, insiste Herrero, puede hacer algo por evitarlo. "Hay que poner los letreros de las mezquitas en castellano para que la gente vea que son anuncios de trabajo y ofertas de clases". "Procuro que no se queden hablando en la calle al salir de la mezquita, para que no digan que ocupamos el espacio público", añade Riay Tatary, presidente de la Unión de Comunidades Islámicas de España.
En ocasiones, las comunidades han invitado a los vecinos a "visitar" las mezquitas. Pero persisten las dudas sobre la financiación: quién paga la mezquita y, por tanto, puede influir en su orientación doctrinal. Los expertos aclaran que, en el 90% de los casos, el dinero sale de la aportación voluntaria de los fieles, que en general tienen escaso poder adquisitivo. El 10% restante sí procede de donaciones de Gobiernos de otros países, en general a través de fundaciones.
Los conflictos no son de índole religiosa, sino de convivencia. Y, en no pocas ocasiones, son manipulados por los partidos políticos. "Son irresponsables. Usan un tema serio como éste en las campañas electorales para quitarse votos unos a otros", protesta Tatary.
Un ejemplo cristalino de esa postura es lo que ha ocurrido en Badalona (Barcelona) con la anunciada apertura del último oratorio, que está en obras. Los vecinos recogieron 3.000 firmas contra el centro azuzados por el Partido Popular. A ellos se ha sumado la campaña de la xenófoba Plataforma per Catalunya, que ha colgado un vídeo en YouTube con el explícito título de Al-Badalona 2014, en el que aparece el cántico del muecín sobre la fotografía de una mezquita inmensa. El mensaje "Aún estamos a tiempo de cambiar la historia", acompañado del sonido de las campanas de una iglesia católica, cierra la producción.
Los 60 conflictos, repartidos por todo el territorio, han tenido resoluciones muy distintas. En algunos casos, los musulmanes han abierto la mezquita y el conflicto se ha atenuado. Otras veces han tenido que desistir. La presión de los vecinos ha obligado a los ayuntamientos a ceder -a menudo, por temor a perder votos de los autóctonos que sí tienen derecho a ir a las urnas-, por lo que éstos han limitado, en la práctica, el disfrute de la libertad religiosa que consagra la Constitución, coinciden diversos expertos. En todo caso, unos se sienten perdedores y otros ganadores, lo que contribuye a destruir la convivencia y genera nuevos recelos, subrayan.
Los intereses del Gobierno local de turno no explican un fenómeno más complejo. El Ayuntamiento topa a menudo con un no vecinal monolítico y basado en especulaciones, lo que ha originado conflictos-fantasma. Por ejemplo, una comunidad se posicionó contra una mezquita cuando, en realidad, los que querían abrir un centro de culto eran sijs. En otra ocasión, hubo una protesta preventiva. En una fiesta mayor, los vecinos advirtieron al alcalde de que no querían una mezquita, como en el pueblo de al lado. Lo malo es que ni el alcalde sabía que ya tenían un oratorio en la ciudad; tuvo que comunicárselo un técnico.
Pero es que, además, faltan herramientas para gestionar estas situaciones. "El poder local debería tener esas estrategias de gobernanza basadas en la transparencia y el consenso", opina Moles. Según Moreras, hay que hablar con todas las partes implicadas, aunque hay límites: cuando se han refutado todos los argumentos, se han ofrecido todas las garantías y la respuesta sigue siendo "no porque no", hay poco de lo que hablar.
¿Hasta qué punto las presiones pueden vulnerar un derecho fundamental? La confusión legal ha contribuido a ese deterioro. Existe disparidad de criterios a la hora de conceder licencias. La fórmula más frecuente es solicitar una licencia municipal de apertura que "está sometida a la normativa ambiental", subraya Ponce. Es decir, como si fuera un restaurante. Pero la arbitrariedad ha sido la norma. Algunos han aplicado de forma estricta le ley de policía del espectáculo. Otros han permitido abrir oratorios sin medidas de seguridad. Y otros han creado ordenanzas ad hoc. Como en Lleida, donde se exigía a los centros acceso a la vía pública, de menos de diez metros de ancho y a menos de 100 metros de otro lugar de culto. Algo que, en la práctica, les impedía estar en el centro de la ciudad. Una comunidad expulsada a los polígonos (en este caso, la comunidad evangélica) recurrió y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña le ha dado la razón.
"Hay una legislación dispersa e interpretable", insiste el profesor de Derecho, que coordina el estudio Ciudades, derecho urbanístico y libertad religiosa. Eso ha generado arbitrariedad y abusos.
La ley catalana de centros de culto, pionera en España, pretende poner orden al desaguisado. A partir de ahora habrá un solo tipo de licencia específica para estos centros. La norma prevé, además, que los consistorios prevean suelo para equipamiento religioso en sus planes urbanísticos. Éstos deberán cumplir unos requisitos, que se concretarán en un reglamento.
Moreras cree que, en la práctica, las condiciones impuestas harán casi inviable que se abran espacios en el centro de las ciudades. Las comunidades musulmanas no se muestran del todo contrarias a desplazarse hasta los polígonos. "Si hay que hacerlo por el bien de la convivencia, no nos importa. Pero a cambio queremos que nos compensen", opina Herrero.