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Sigifredo entrevista a Saramago

El día de su liberación, Sigifredo López habló en una atiborrada Plaza de San Francisco durante una hora y 23 minutos. Al final de ese discurso feliz, dijo que la lectura de El ensayo sobre la ceguera, de Saramago, lo había ayudado a soportar los duros días del cautiverio.

A 5.000 kilómetros de distancia, Saramago escuchó las declaraciones de Sigifredo y se echó a llorar. Luego les dijo a los periodistas: Ese momento, esas palabras de un colombiano que no conozco, justifican mi existencia como hombre y mi trabajo como escritor. Gracias, Sigifredo.

“Poco después –cuenta Sigifredo– me hospedé en la casa de Saramago y Pilar del Río en Lanzarote, en un apartamento que hay sobre su biblioteca, una colección que está abierta al público y funciona, en la práctica, como la biblioteca municipal de Lanzarote. Un día, durante el almuerzo, Saramago se quedó mirando el tosco crucifijo de madera que cargo como recuerdo del cautiverio.

–¿Usted es creyente? –me preguntó.

–Sí –respondí–. ¿Y usted?

–No, soy ateo, creo en la astrofísica, una divinidad un tanto ebria y metafísica, pero diosa al fin.

–Alguien dijo, si Dios no existe todo está permitido. Para los ateos ¿todo está permitido?

–Para mí no –contestó de inmediato–. A nadie le está permitido todo. Las leyes y la conciencia nos imponen límites. Los derechos humanos son una hermosa religión laica. No matarás, no torturarás, no enturbiarás las aguas, no tiznarás el aire.

–Entonces, ¿por qué hay tanta injusticia y crueldad en el mundo?

–Porque hay sujetos muy enfermos, y muchos de ellos (el Diablo sabe cómo hace sus cosas) están en las más altas posiciones…

–¿Cuál es la cualidad humana que más admira?

–Dos: La inteligencia, una destreza de la mente, y la bondad, que es la inteligencia del corazón.

–Si tuviera que escoger entre ser inteligente o ser bondadoso, ¿qué elegiría?

Por primera vez, Saramago se tomó su tiempo para contestar.

–Creo que me quedo con la bondad. Podría vivir con una mente lenta, pero me molestaría sobre manera tener un corazón duro.

–¿Cómo se imagina el mundo dentro de cien años?

–¡No me lo imagino!

–¿Así de pesimista es usted?

–No es que yo sea pesimista ¡es que el mundo es pésimo!

–De verdad, ¿no se lo imagina? ¿No ve ninguna luz?

–No. Estamos atrapados. No hay salida.

–Entonces, ¿no vale la pena luchar?

–¡Como se le ocurre, hay que luchar aunque perdamos! Lo único que vale la pena es el trabajo, es lo que le da sentido a la vida. La fiesta es un intermezzo. Los que no luchen se irán al infierno –dijo con una sonrisa llena de valor, llena de bondad.

“Se veía bello así, ya viejo pero aún guerrero, fatal como un griego, tragicómico como el Quijote, lúcido como su paisano Pessoa, irónico como todos los modernos. Me provocó abrazarlo pero no me atreví. Es incómodo abrazar a un hombre sentado. Termina uno abrazando la silla. O la cabeza, que es lo único que emerge, y la cabeza, se sabe, sólo se la pueden tocar los mayores a los menores. Es un privilegio jerárquico.

“Ese día pensé, por primera vez en mi vida, que si es verdad que los ateos se van al infierno, yo quiero ir allá cuando muera para seguir conversando con don José”.

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