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Siete razones para censurar la reforma de Gallardón

Muchas y profundas son las transformaciones que se están produciendo en todos los ámbitos con el pretexto de la crisis. Reformas ideadas por quienes la causaron y materializadas por los que les representan. Los planteamientos neoliberales se traducen en el discurso político criminal en una hermética separación entre lo económico y lo social. El proyecto de reforma del Código Penal lleva hasta sus últimas consecuencias esta separación, y constituye un salto cualitativo de tal magnitud que redefine las propias bases del sistema. No se trata tan sólo de la cadena perpetua. Éste es el anzuelo lanzado para que la atención se focalice sobre un único elemento. Se trata de una reforma sistemática en toda regla. Una obra de ingeniería social instrumental para el nuevo orden. Siete son los aspectos centrales más censurables.

1) En primer lugar, se trata de una reforma ilegítima. La realidad delincuencial no precisa un incremento global ni de las conductas a castigar ni de las penas asignadas a dichas conductas. Los datos de delincuencia y encarcelamiento son elocuentes: tenemos tasas estables y a la baja de delitos desde hace más de 10 años, pero estamos a la cabeza de Europa Occidental en número de presos. En este contexto, no se explica una nueva reforma al alza. La respuesta penal, al afectar a los intereses vitales más importantes de la ciudadanía, sólo es legítima cuando es necesaria. No es el caso de esta reforma.

2) En segundo lugar, al ampliar innecesaria y desproporcionadamente los delitos y las penas profundiza en la criminalización de la precarización. Marginación social, criminalidad y represión carcelaria son realidades vinculadas. La desaparición del Estado de bienestar generará marginalidad en el corto plazo. La marginalidad será la causa del incremento de la criminalidad de subsistencia. La represión carcelaria producirá una marginación adicional y cerrará el círculo. La afirmación de que las cárceles resocializan es hoy día un mito en un sistema como el nuestro que no destina suficientes recursos a la Administración Penitenciaria.

La reforma endurece drásticamente el sistema de penas,  inaugura otro tipo de cadena perpetua (ya teníamos otra modalidad, introducida en el año 2003, que permite el cumplimiento efectivo de 40 años de privación de libertad), empeora el régimen de las medidas alternativas a la prisión, desnaturaliza la libertad condicional, permite la expulsión de extranjeros, ahora también con residencia legal en España, y eleva de forma generalizada y desproporcionada las penas para los delitos patrimoniales como el robo o el hurto, al convertir las faltas en delito. En definitiva, la reforma materializa la sustitución de la mano izquierda del Estado (educación, salud y asistencia social) por la mano derecha  (policía, sistema de justicia penal y cárcel), y convierte la respuesta penal no en la última ratio, sino en la única ratio, con lo que invisibiliza el conflicto social al redefinirlo en clave penal.

3) En tercer lugar, criminaliza el ejercicio de derechos fundamentales. Los recortes sociales han sembrado el descontento de la ciudadanía, que ha protagonizado numerosos actos de protesta en el ejercicio de los derechos de manifestación, reunión, huelga, expresión, información y, en general, de participación en los asuntos públicos.  La proliferación de estos actos no puede ser vista como síntoma de anormalidad democrática sino, precisamente, lo contrario. El orden público democrático no está constituido por el silencio ni por la observancia apática de la vida colectiva. Los actos políticos colectivos constituyen parte de ese orden. La democracia representativa no puede anular la manifestación directa de la población. Hay que valorar qué supone mayor sacrificio para una sociedad, si tolerar las consecuencias de algunos actos colectivos que dificultan puntualmente la circulación por las vías públicas, o, por el contrario, el silencio de la población entregando la totalidad del espacio público a unas pocas personas y criminalizando las manifestaciones de disidencia.

La reforma toma partido por lo segundo. Modifica la regulación de los delitos contra el orden público con la finalidad de restringir el ejercicio de esos derechos y de provocar un efecto de desaliento en quienes los ejercen. Además, al criminalizar el ejercicio de derechos fundamentales crea un nuevo tipo de delincuente: el disidente político. Quien se manifiesta frente a la precarización.

4) En cuarto lugar, redefine la relación entre ciudadano y Estado en clave autoritaria. Toda norma penal atribuye poder. A norma penal más amplia, más poder atribuido. La conversión de las faltas en delitos leves o menos graves (no es cierto que desaparezcan), dará lugar a que la policía pueda practicar detenciones y realizar investigaciones sacrificando derechos fundamentales por  hechos de escasa relevancia. La criminalización de la oposición política permitirá también que, en los primeros momentos, se puedan practicar detenciones cautelares y diligencias invasivas de derechos. Es probable que muchos casos terminen finalmente por resolución judicial de archivo o sentencia absolutoria, pero dado que una jurisdicción colapsada actúa tardíamente, la propia existencia del proceso se habrá convertido en verdadera pena para el sujeto afectado. Además, al elevar las penas generalizadamente, en algunos casos de forma indefinida, se amplía el poder del Estado sobre los ciudadanos condenados, que acaban convirtiéndose en objetos del sistema. La inclusión de la cadena perpetua, la aplicación de las medidas de seguridad a personas imputables, la posibilidad de aplicar la libertad vigilada indefinidamente o el alargamiento del plazo para cancelar los antecedentes penales, son ejemplos claros del nuevo orden proyectado.

5) En quinto lugar, amplía los espacios de impunidad en el ámbito de la delincuencia económica y la corrupción política. El sistema de Justicia se caracteriza por una pobreza de medios y de recursos materiales y personales incuestionable. Un poder al que se asigna la función de reprimir la pobreza y la disidencia política es un poder entrenado para encontrar a los delincuentes en determinados lugares pero no en otros. Como consecuencia, se amplían las zonas de impunidad en esos otros lugares para los que no hay recursos investigadores suficientes, como la delincuencia económica y la corrupción política.  No se trata de un problema de penas. Nunca lo ha sido. Sino de recursos y diseño de la investigación penal.

Otro ejemplo en esta dirección es la propuesta de reforma del régimen de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, alterando su fundamento para favorecer principalmente a las grandes empresas.

6) En sexto lugar,  la reforma tiene un carácter marcadamente populista. La caza de brujas desatada sobre los delincuentes sexuales, que estadísticamente representan una minoría del total, la reforma del sistema de medidas de seguridad o el tratamiento de los delitos de homicidio y asesinato incluyendo agravaciones carentes de justificación son ejemplos de populismo penal. Ejemplos de la influencia de determinados discursos creados y transmitidos por medios de comunicación, grupos de presión y algunos partidos políticos que actúan alimentando el fuego del populismo para ofrecer más gasolina como solución.

El populismo nutre la distinción entre ciudadano e individuo peligroso, reservando para el peligroso, cuyas filas son cada vez más numerosas (al ampliarse la pobreza y la disidencia política), el incremento ilimitado de las penas de prisión y un severo endurecimiento del régimen de cumplimiento. Con ello se desprecia un principio clásico del derecho penal democrático: un sistema de penas no debe ser diseñado como algo que “nosotros” hacemos para prevenir que “ellos” cometan delitos, sino como algo que los ciudadanos libres diseñamos para regular nuestra propia conducta.

7) Finalmente, la reforma sienta las bases de la privatización de la seguridad y de los Centros Penitenciarios. Su aplicación provocará el incremento exponencial del círculo de posibles delincuentes y eventuales penados. El crecimiento desmesurado de los gastos securitarios y penitenciarios provocará la insostenibilidad del sistema, por lo que se apelará a la privatización como única solución. Muchas son las empresas del sector las que esperan el momento para incrementar positivamente sus cuentas de resultados. Y, desde luego, la resocialización no es un parámetro económicamente mensurable, por lo que se buscará la reducción del gasto. Tarde o temprano, como sucede en el antimodelo que pasa a convertirse en nuestro referente político criminal, Estados Unidos, se pasará a proyectar la construcción de cárceles en el subsuelo para ahorrar costes.

Estas siete razones pueden reducirse a una. Una razón que, por su singularidad, justifica el rechazo. Y la razón es que, a poco que se reflexione, salta a la vista que se trata de un proyecto diseñado para garantizar en exclusiva la seguridad de quienes prescriben  sufrimiento, miseria e inseguridad para los demás.

José Luis Ramírez Ortiz
Miembro de la Junta Directiva del Grupo de Estudios de Política Criminal y del Secretariado de Jueces para la Democracia

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