Una de las mayores servidumbres del leguaje radica en la persistente inclinación de la mente a fijar el campo significativo de las palabras mediante el uso, hasta el abuso, de formas binarias de expresión y la preferencia por el empleo de contrarios para deslindar el espacio semántico de los términos lingüísticos. En la intelección y la comunicación, esta simplificación idiomática comporta graves riesgos, pues nada contribuye más a la cristalización de falsos estereotipos que las definiciones por negación o contraposición, donde el valor connotativo y comprensivo de las palabras queda empobrecido, cuando no desfigurado.
El caso del término agnóstico es singularmente demostrativo. Suele reducirse su sentido al de una mera negación. Es agnóstico quien no cree en un dios, o simplemente en Dios; es decir, quien no profesa o no tiene fe religiosa o religión alguna, o no se pronuncia sobre esas creencias. Es agnóstico quien vive sin religión. Esta definición ex negatione equivale a un radical desentendimiento de lo que quiere o debe denotarse con la palabra agnosticismo, pues así queda expropiada de su vertiente semántica positiva e inutilizable para su uso filosófico y social en el mundo actual.
El no del agnóstico no es simple negación, un mero no referencial, sino una negación concreta, una posición dialéctica de contenidos definibles en el marco de un proceso histórico cultural determinado, y remite así a un campo semántico que mediatiza un rico tejido de convicciones o posiciones filosóficas, éticas, sociales y políticas de contornos precisos racionalmente analizables.
El reduccionismo semántico que se genera mediante la aparente inocencia del simple adverbio de negación tiende a arrojar al agnóstico a la situación de quien no tiene frente a quien tiene -que sería el hombre religioso-. Caeríamos así en un peligroso equívoco dentro de la práctica social, pues tener define un paradigma frente al no tener del homo irreligiosus. Pero el agnóstico ostenta en realidad un tener porque posee una concepción del mundo y del hombre.
Cuando nuestra Constitución de 1978 sanciona el derecho de los españoles a la profesión, privada y pública, de su fe religiosa, no dice en rigor nada esencialmente diferente que cuando sanciona la libertad de pensar y difundir cualesquiera ideas o creencias en general. Esta observación, que podría a primera vista parecer obvia o redundante, es pertinente en el contexto en que el término cobra su pleno significado. La libertad religiosa y la libertad de pensamiento tienen, en el código constitucional, idéntica ratio iuris, pues aparte de sus peculiaridades formales, en ambos casos queda garantizado un espacio de libertad para proponer y promover una determinada concepción del hombre y de la sociedad, una cosmovisión específica. Lamentablemente, sin embargo, el artículo 16.3 reintroduce el tratamiento privilegiado de las religiones, en particular la católica. Un acierto de Enrique Tierno Galván, en su conocido ensayo ¿Qué es ser agnóstico?
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