En esta mirada a los actos que se prodigan por toda la geografía española con motivo de la Semana Santa, el autor describe el carácter «tenebroso» de estas ceremonias, a las que la Iglesia católica aporta «el dolor, el sadomasoquismo y el fetichismo voyeur más gore que cabe imaginar». Pero lo que realmente denuncia es la implicación de los ayuntamientos, teóricamente aconfesionales, «que organizan y alientan dichas representaciones dramáticas y trágicas», ofreciendo incluso en sus guías turísticas la asistencia a estos eventos religiosos.
Los ayuntamientos contravienen su carácter aconfesional en infinidad de ocasiones. Lo hemos constatado por activa y por pasiva refleja. La mayoría de las veces en que esta infracción se perpetra lo es por culpa de los otros, de los antepasados, de gentes que, curiosamente, ya no tienen nada que ver en esta procesión. Probablemente, si estos otros volvieran del lugar donde supuestamente se fueron cuando murieron, seguro que, visto lo visto, ya no pensarían del mismo modo y ni por fas ni por nefas repetirían las cosas que dijeron e hicieron mientras vivieron.
En suma, los hodiernos echan mano de la santa e intangible tradición sin reparar en que trasladan a las prácticas actuales nociones y conceptos que no eran sino supersticiones y mitologías irracionales, las cuales casan muy mal con la física cuántica y el bosón de Higgs.
Resulta cuando menos sorprendente que las gentes de hoy, tan miradas por seguir las modas más avanzadas, se dejen llevar en ciertos terrenos por criterios y costumbres tan viejos y anacrónicos como los presentes en la Edad Media. Y lo hacen con sobrada naturalidad y sin ningún tipo de asombro en el rostro. Les parece lo más pertinente. Si lo hacían sus tatarabuelos, ¿por qué no lo han de hacer ellos? Por esta misma razón, cuando les atenaza el cuerpo alguna enfermedad como la gripe, deberían curarla con los medios que utilizaban sus antepasados con los resultados tan bien conocidos. Vivir la realidad siguiendo paradigmas explicativos y justificativos de la conducta y de la cognición, de la enfermedad y de la moral pertenecientes al siglo XV es vivir fuera del útero de este mundo. Lo más conveniente para su salud sería alejarse de la sociedad e ingresar en un convento ubicado en la constelación de Casiopea.
Sin embargo, la realidad depara que estas gentes son muy espabiladas. Porque, cuando les interesa, pierden el tafanorio apelando al comodín de la tradición como tabla salvadora para sus delirios metafísicos. Pero, cuando la tradición es pergamino mojado, recurren a la jurisprudencia del Estado de Derecho o, los más conspicuos, a la Convención Europea para la Salvaguarda de los Derechos y Libertades Fundamentales de 1950. Y ni que decir tiene que, cuando les acogota el cuerpo un cólico miserere, llaman a urgencias hospitalarias, y no, como sería lo preceptivo, al correspondiente hechicero de la tribu.
Lancear toros hasta dejarlos agonizando hasta estirar la pata es barbarie que se mantiene desde tiempos ignotos. Arrojar pavos desde un campanario es estampa que se contempla en los anales del Ayuntamiento desde 1645. Hacer la procesión en honor de san Cesáreo se postula desde la época en que gracias a su intercesión se salvaron de la muerte varias mujeres que se hallaban en un complicado parto. La comadrona que intervino lo hizo por encargo del santo. Pidieron a este que tuviera piedad y la tuvo, claro. Eso sucedía en 1757. Hasta hoy. Degollar gatos se viene practicando desde los tiempos en que se vio en ellos la imagen oculta del diablo. Pero, ahora que nadie se cree semejante superstición, la siguen manteniendo por respeto a la tradición y a sus antepasados. Apalear burros hasta dejarlos exhaustos y con la mirada extraviada se ha practicado gracias al concepto de tradición que tenían estas buenas gentes.
En el principio, en el medio y en el final, la tradición.
Con este argumentario podríamos seguir hasta la aburrición, haciendo desfilar en la pasarela de la superchería tradiciones cuyo origen se instala en las témporas del medievo y que, analizadas, no se sabe cuál de ellas es más negra, más cruel y más oscurantista. Con razón decía Anatole France que «las costumbres dependen del necio». La quintaesencia de esta tradición tenebrosa se concentra en la conmemoración de la Semana Santa, el más funesto aporte de la Iglesia católica a la celebración del dolor, del sadomasoquismo y del fetichismo voyeur más gore que cabe imaginar. El léxico la delata: azotes, sangre, dolor, espinas, crucifixión, entierro, cruces, entierro, mortaja, humillaciones, disfraces terroríficos, angustia, muerte… En definitiva: penitencia, miedo, castigo.
Y es que España, en cuanto llega la denominada Semana Santa, vuelve a sumergirse en las penumbras oscurantistas que dibujaron Émile Verhaeren y Darío de Regoyos en su libro «La España negra», y que data de 1899.
La Semana Santa es un tiempo de fiesta dolorosa en la que se escenifican y glorifican las más funestas galas de la Iglesia católica: su afición morbosa por el sufrimiento inútil. No en vano, y siguiendo la estela de san Agustín, sin sufrimiento no es posible el conocimiento. De ella se han derivado unas costumbres populares rayanas en la crueldad y en la más canalla de las sevicias: la automutilación. Puede que algunas de estas costumbres tuvieran un origen pagano y que la Iglesia, en lugar de utilizar su gran poder para hacerlas desaparecer, las incorporó, cristianizándolas, a su repertorio, y de este modo mantener segura la clientela.
Sin embargo, lo más insólito no es que se dé una connivencia entre Iglesia y Ayuntamiento durante este tiempo que llaman de cuaresma, sino el hecho de que sea este último quien tome las riendas confesionales y teocráticas, convirtiéndose en protagonista absoluto en la ejecución de dichos actos. No le den más vueltas al asunto. Son muchos los ayuntamientos que organizan y alientan dichas representaciones dramáticas y trágicas, sin importarles si están infringiendo el carácter aconfesional de la institución que representan. Incluso, ofrecen guías turísticas para asistir a dichos eventos. Al fin y al cabo, la religión es capitalismo. Benjamin dixit.
La mayoría de estos ayuntamientos viven acogotados todavía por la nebulosa medieval de sus arraigadas tradiciones. No es que la ilustración y la racionalidad se hayan mostrado remisas en hacer acto de presencia en tales pueblos y ciudades. Es mucho peor. Se resisten a que el sentido común arañe siquiera la duramadre de sus cerebros, enquistados por los grillos de la tradición, que nunca fue depurada por el filtro de la sindéresis.
Se entiende que la Iglesia se enorgullezca de su liturgia, pero que sea un Ayuntamiento quien se convierta en maestro de ceremonias de carácter religioso y tome la iniciativa en ellas es tan lamentable como paradójico. Que la Iglesia saque a relucir los trapos sadomasoquistas de su religión, pase, pero que sea un Ayuntamiento quien se convierta en su máximo representante pertenece a la antología bufa y grotesca de una España negra que parece no haberse ido de la sociedad.
El nacionalcatolicismo sigue tan vivo como en la época franquista. Invade el espacio público con una suficiencia abrasiva estomagante. Caiga quien caiga. Tanto a la Iglesia como a los ayuntamientos les importa un bledo la pluralidad confesional, y aconfesional, existente en la sociedad actual. Los dos han convertido la Semana Santa en un pretexto económico.