Imaginemos una pareja que un día de primavera pasea por una ciudad turística con sus hijos pequeños y se encuentran con un desfile en el que un hombre torturado y sangrante es golpeado, escarnecido, obligado a arrastrar su propia herramienta de tortura, ejecutado… La pareja, seguramente, trataría de evitar que sus hijos vieran semejante carga de dolor y violencia y se los llevarían a otro lugar más apacible para no fomentar terrores nocturnos ni el impacto emocional que la escena pudiera dejar en sus retoños. Como cuando en una película sangrienta se cambia de canal por la presencia de niños.
Pero el asunto cambia cuando se trata de esos días desconcertantes que llamamos semana santa: durante esos días la sensibilidad de los espectadores alienta la degustación de llagas, heridas, sangre y tortura de los cristos, el dolor de las vírgenes-madre, la maldad amenazante de los sayones… Se dice que para mover a la piedad a los espectadores. Para tal fin, se acota una parte de la ciudad en la que se instalan tribunas, se machaca el sistema de transporte urbano, todo se llena de una imaginería milenarista, como de cuadro de Brueghel, de espíritu contrarreformista, en un irracional salto cronológico.
Para el observador menos sutil, salta a la vista el gigantesco desfase entre la realidad social de los tiempos de Instagram, Twitter y Whatasapp y la llamada semana de pasión. ¿Qué tienen que ver los usos y costumbres de cualquiera de nosotros con la exhibición impúdica de tanta llaga y tanto dolor? Mientras la sociedad se hace cada vez más laica, mientras nuestra juventud se marcha a vivir con sus parejas fuera del matrimonio canónico, mientras gozan con toda naturalidad de una absoluta libertad sexual, es llegar la semana santa y acatamos un engaño colectivo al exhibir una piedad de guardarropía y una devoción que durará exactamente hasta el domingo de resurrección, un paréntesis tras el que cada uno volverá a ser quien era antes de la mojiganga colectiva.
He dicho en este blog que entiendo el sentido religioso como un hecho que pertenece estrictamente al ámbito de lo privado, algo en lo que nadie tiene por qué inmiscuirse. El problema surge cuando las creencias y devociones privadas ocupan lo público de forma aplastante e invasiva, cuando se cuelan en los medios de comunicación, cuando el ciudadano no encuentra manera de evitar que la dichosa semana santa lo arrolle. Cuando la calle deja de ser tuya, cuando mi paseo diario se ve amenazado, cuando el silencio se ve roto por tambores y cornetas, cuando se nos roba la ciudad. Estoy dispuesto a transigir con el sector de los creyentes: son sus días. Transijo menos con los turistas y espectadores, que miran un espectáculo más. Y no transigiré nunca con los gestores de tanto teatro, cofradías e Iglesia, que necesitan ese fervor, en la mayoría de los casos falso o sobrevenido, lleno de escenas de histeria e incongruente.
Y añado un matiz: las cofradías tiene todo su derecho a ejercer su actividad y no seré yo quien lo niegue. Y la Iglesia, siempre taimada, a considerar ese aparente fervor como un triunfo ideológico y un acto de propaganda. Allá ellos, si se quieren engañar: la realidad social es la que es.
La semana santa cuenta con otros añadidos que me desazonan. Que un cristo o una virgen lleven un fajín franquista, una condecoración, un rango militar, un bastón de general, me parece un despropósito; que una cofradía se inmiscuya en los entresijos de nuestro sistema penitenciario y libere presos; que una procesión traiga a los caballeros legionarios a montar su espectáculo y cantar uno de los himnos más impresentables por su contenido; que pululen por la ciudad cofrades sacando pecho con su medalla y su báculo, henchidos de triunfalismo, a veces acompañados por su esposa e incluso hijas preadolescentes con su mantilla y su medalla cofrade, como el más ufano de los hombres que tiene a su familia bajo control y ha conseguido una unanimidad sospechosa; que haya familias en que los bebés ya van vestidos de nazareno o de costalero; que cuando una procesión se queda en su templo podamos ver gestos de histeria y llantos incontenibles, especialmente si hay una cámara de televisión al acecho; que sea noticia que una mujer haya conquistado el honor de ser costalera; que nuestros cofrades inscriban en la cofradía al bebé recién nacido antes que en el Registo Civil… ¡Cuánto desatino y qué falta de realidad! Y la mayor parte de la sociedad se pliega al montaje y hasta lo celebra impúdicamente.
¿Qué tiene que ver nada de esto con la realidad? ¿Queremos engañarnos? ¿Debemos asumir que nuestro país es cómo parece ser durante los siete días de semana santa? Seamos realistas y, especialmente, ejerzamos nuestro sentido crítico ante tanta demencia y ante tanta simulación. Somos un país cada vez más laico, aunque después nos prestemos a esta representación colectiva. Lo único que me llega de tanto espectáculo es una saeta bien cantada.
Y añado, para terminar, un segundo matiz: se engaña quien vea en estas líneas un ataque a las cofradías o a la Iglesia. Más bien trato de hacer una crítica (y tengo derecho) a tanta falsedad. Repito mi respeto absoluto a la dimensión privada de la fe e incluso a los sentimientos de los creyentes reales ante los desfiles procesionales. Lo que no puedo respetar es la ficción que acompaña al montaje. Y una precisión: más que un ataque, estas líneas pretenden ser una defensa, una llamada de socorro a mis derechos de laico, que los tengo, que se ven pisoteados durante estos días.
Alberto Granados
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