Esta semana les escribo a volapié desde el vehículo con el que sigo la visita del Santo Padre a Santiago, la crónica de Barcelona, si fuere necesario la recibirían la semana que viene. Por la carretera que nos lleva del aeropuerto al centro de Santiago de Compostela, vemos el histórico recibimiento que el beato pueblo gallego dispensa al representante de Dios en la Tierra. Miles de policías y periodistas se amontonan por las calles de la ciudad, para poder ver de cerca al Papa, protegidos por unos cientos de devotos peregrinos, que intentan impedir que los primeros puedan entorpecer el paso del Papamóvil.
Benedicto XVI saluda sin descanso a derecha e izquierda, mientras la ingente masa de policías se desgañita al grito de: “!Se nota, se siente, el Papa no es un indigente!”. La llegada a la Plaza del Obradoiro es espectacular. Cinco mil personas, en representación de los 45 millones de fervientes católicos españoles, casi llenan las más de seis mil sillas dispuestas para que puedan, para que podamos, seguir la Santa Misa, mientras miles de policías nos observan con envidia desde las vallas que les han ordenado proteger de posibles robos por parte de empresas de la construcción. Frente a la decena de pantallas gigantes dispuestas por el centro de la ciudad, numerosas palomas, gorriones, zorzales y estorninos siguen con atención las palabras del Papa.
El Papa en su discurso nos previene del “laicismo agresivo” que empieza a apoderarse de la sociedad española como ya lo hizo en los años 30, lo que, como todos sabemos, obligó a la Iglesia a apoyar el golpe de estado del Generalísimo y a trabajar estrechamente con la dictadura durante 40 años. La masa de devotos que casi alcanza a llenar la plaza, recibe las palabras del Papa con vítores y una gran ovación, aunque impacientes por empezar a recibir las hostias que un regimiento de sacerdotes se dispone a repartir. El Papa continúa la homilía y hace referencia a la falta de fe que lleva a cometer crímenes tan abominables como el aborto o el divorcio. La princesa Letizia y el príncipe Felipe escuchan con atención y asienten.
Veo al Papa algo cansado, casi se difumina entre la espesa niebla que cubre Santiago, y sólo sus zapatitos rojos, lo único rojo del Papa, destacan entre tanta blancura celestial. La homilía llega a su fin cuando pide a Europa que se abra a Dios. Su ayudante, el hermoso Georg Gaenswein, sonríe al oír la palabra “abrirse”, seguramente debe ser una clave establecida entre ellos para avisar sobre el fin del acto. Por fin se empiezan a repartir las hostias consagradas, y nuestros mortales cuerpos entran en éxtasis al recibir en la boca al hijo de Dios. Corriendo me voy al coche para poder salir enseguida hacia Barcelona, y así culminar este glorioso fin de semana.
Jordi García-Soler es periodista y analista político