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Sanz Montes y la laicidad

Evaristo Villar, cofundador de Redes Cristianas, reflexiona sobre el papel que la religión debería jugar en la vida pública.

El mes pasado, con ocasión del propósito del Ayuntamiento de Gijón de someter a consulta ciudadana su “proyecto de laicidad”, Ramón Muñiz publicó en El Comercio una entrevista con el arzobispo de OviedoJesús Sanz Montes. Su contenido no ha pasado desapercibido en algunos ambientes asturianos que me han pedido mi opinión.

Es de agradecer al señor arzobispo que, de forma clara y contundente, ponga en candelero lo que suele ser doctrina mayoritaria de la jerarquía católica española sobre el puzle de temas que trata la entrevista: la pandemia, la ley de eutanasia, el divorcio, el aborto, el feminismo e ideología de género, el colectivo LGTBIQ, las inmatriculaciones, los abusos a menores, etc., acabando con lo que parece ser la base doctrinal  sobre la que se sustenta este listado: su experiencia y visión sobre el  laicismo y la laicidad.

Antes de entrar en este campo, una breve referencia al lenguaje empleado. Me llama la atención el vocabulario tan militarista y guerrista en una persona que, según Ramón Muñiz, es de  ”habla dulce”.  Extrañamente aparecen palabras y expresiones como “trinchera”, “guerra”, ”batalla cultural”…; se habla de  “vencerte”, “aniquilarte”, “borrarte y reescribirte”, de “imposibilitar que siguas sobreviviendo”, etc.  Tratándose de un “colchonero” como el arzobispo Sanz Montes, seguro que este lenguaje no va más allá del ámbito deportivo.  Pero, en cualquier caso, te sitúa en un escenario que contradice ese otro, lleno de paz y sosiego, que rebelan sus “vicios decentes” —a los que, ¡gracias, señor arzobispo!, se refiere con gran sinceridad– que llegan hasta “enchufarse una serie de 40 minutos”.

El arzobispo Sanz Montes en Covadonga.

Entrando en el tema, si leo bien, su experiencia y visión sobre el laicismo y la laicidad pueden resumirse en estas tres afirmaciones: el laicismo pretende imponernos una religión laica, una confesionalidad atea; esto es injusto porque, en una ciudad estadísticamente de mayoría católica, excluye el hecho cristiano; y… la laicidad me parece un abuso anacrónico porque España es aconfesional.

Cada frase merece una reflexión más a fondo y mayor espacio.  Pero, en un texto breve como este, escrito además desde fuera, es justo que dejemos a los sociólogos de la religión y analistas locales, más pegados a la realidad de lo que está ocurriendo en Asturias, la verificación de las dos primeras afirmaciones. Quiero centrarme, mayormente, en la tercera: “La laicidad me parece un abuso anacrónico (porque) España es aconfesional”

Aunque la Constitución española no utiliza el término “aconfesional” —tampoco el de laicidad— tiene razón el señor Sanz Montes al resumir en una palabra el art. 16. 3 que afirma tajantemente: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Es decir, se trata de un Estado que no reconoce como oficial ninguna confesión religiosa.

Donde ya aparece más discutible el razonamiento del señor Sanz Montes es en la contraposición que establece entre “aconfesionalidad” y “laicidad”. Él habla de abuso: “Que me quieran imponer, dice, una religión laica en un Estado aconfesional, me parece un abuso”.  Podría ser un abuso, como afirma el señor arzobispo, si la laicidad se le quiere imponer como una religión (la religión no se impone, es opcional). Se estaría entonces cayendo en un laicismo local, fanático, que nada tiene que ver con el espíritu que emana de la Constitución. Pero, por el contexto, la frase se refiere más bien a la laicidad en sentido general, a la que, por suerte, ya se ha referido en reiteradas ocasiones el Tribunal Constitucional estableciendo su equivalencia, con pequeños matices, con la aconfesionalidad y considerando el Estado español como positivamente laico, es decir, independiente de cualquier confesión religiosa. Según esto, el abuso al que se refiero el señor arzobispo caería, más bien, del lado de quienes rechazan la laicidad en nombre de la aconfesionalidad, siendo así que se trata prácticamente de lo mismo (cfr. 46/2001, F.4; 128/2001, F.2 in fine; 154/2002, F.6 y 101/2004, F.3).

En este sentido, la laicidad es la consecuencia de la no confesionalidad del Estado, de su emancipación de la religión. Más exactamente, la laicidad ocupa ese espacio jurídico-político que emerge como consecuencia de la separación del Estado y la religión, un espacio donde la ciudadanía, cada día más diversa por su pluriculturalidad, puede encontrarse, organizarse y convivir en las diferencias.

Ni la religión puede apropiarse de ese espacio, ni el Estado debería mostrarse totalmente neutro con la religión, -con toda religión, y, en concreto, con la Iglesia católica, citada en la Constitución— pues la Iglesia católica, entre las diferentes instituciones que existen en el Estado, también es capaz de aportar valor a la colectividad, como ha demostrado en múltiples ocasiones. Hay, pues, en esta ruptura de la neutralidad estatal un cierto matiz que diferencia la laicidad constitucional española de la clásica que conocemos como francesa, aunque, dicho o sea de paso, cada día se van acercando más las posiciones.

Pero donde el abuso, señalado por el señor arzobispo, parece más clamoroso, hasta convertirse en un verdadero bumerang, es en la forma que tiene el señor Sanz Montes de calificar la laicidad como “anacrónica”. “La laicidad, dice, me parece un abuso anacrónico”.

Olvida el señor arzobispo que en el Estado español siguen existiendo unos Acuerdos firmados con la Santa Sede en 1979 —seis días inmediatamente después de la proclamación de la Constitución— sin pasar por el Parlamento, lo que los constituye, a juicio de bastantes juristas, en inconstitucionales. Y, claro, mientras estos Acuerdos, prolongación del Concordato de 1953, sigan vigentes, resulta un verdadero eufemismo seguir hablando de aconfesionalidad o laicidad del Estado. Lo anacrónico es entonces seguir manteniendo y considerando, contra la misma evidencia, como aconfesional lo que oficialmente y en la práctica sigue siendo abiertamente confesional.

Bastaría, por otra parte, echar una simple ojeada al listado de temas que se tocan en la entrevista —la mayoría ya legislados y asumidos por el Estado y que el señor Sanz Montes abiertamente descalifica— para descubrir de qué lado cae en realidad el anacronismo.

Por tratarse de una persona de gran relevancia en la Iglesia católica española, como es el arzobispo de Asturias, parece justo que pongamos como final una reflexión cristiana y evangélica. Voy a referirme directamente al principio o imperativo categórico que estableces el evangelio de Marcos (Mc 12, 13-17) —y que, como tal, afecta a la Iglesia de todos los tiempos— surgido en el contexto del pago de “tributo al César”.

“La Iglesia es mucho más que el servicio de un obispo”

Bien entendido, este criterio evangélico, esencial en el cristianismo, nace en una situación paradigmática y se proyecta como un foco de luz hacia el futuro. Sirvió a los adversarios de Jesús, en aquel entonces, para tenderle una verdadera celada. En concreto, en una situación como aquella en la que estaban, con el pueblo invadido y sometido al imperio del César, ¿qué nos cabe hacer, le preguntan, pagar (dar) o no pagar los impuestos al César? Si pagamos, como quieren los partidarios de Herodes, admitimos el sometimiento al César, y, en consecuencia, caemos en el descrédito del pueblo; y si no pagamos, como defienden los fariseos y celotes, nos declaramos en rebeldía y nos exponemos a que Roma venga y no aplaste… Pero estos adversarios no contaban con la habilidad dialéctica de Jesús que, rompiendo la complicidad del silencio, deja al descubierto su incoherencia e hipocresía con un simple cambio en la respuesta.  No se trata de “dar” —como aparece en el original griego de la pregunta—, sino de “devolver”, porque conoce perfectamente que Israel depende de Roma más por la económica (por el dinero) que por la misma política. Devolviéndole el dinero al César, —el verdadero propietario y del que ellos disfrutan— demostrarán claramente su independencia. “Devolved, les dice, al César lo que es del César” … y seréis independientes.  Y, ya de paso, puesto que conoce que, con sus tradiciones y doctrinas tienen al pueblo secuestrado, les dice como quien no quiere: “y devolved a Dios lo que es de Dios”, es decir, dejad al pueblo libre de vuestras doctrinas que lo esclavizan.

Mirando al espacio de laicidad desde este paradigma evangélico, su traducción podría ser, más o menos, del tenor siguiente: Devolved al pueblo lo que debe ser del pueblo, diverso, multicultural, plurirreligioso.  Devolvedle su capacidad legislativa, fruto del mestizaje, para que pueda convivir entre iguales; y devolvedle su libertad y capacidad simbólica para que no tenga que mezclar ni confundir lo civil y lo religioso en sus necesarias expresiones públicas… Y, de pasada, devolved a Dios lo que es de Dios, es decir, no impidáis con vuestras tradiciones y doctrinas de otros tiempos la opción de quienes, siguiendo a Jesús, pretenden acompañar evangélicamente el proceso de la sociedad plural en la que viven.

Con todo respeto al señor arzobispo y también con sincera cordialidad, tengo que decir que la Iglesia es mucho más que el servicio de un obispo.  Que teológicamente la koinonía (comunidad) cristiana no empieza ni acaba en un obispo: su origen y fundamento es el Señor resucitado. La confusión en esta verdad de fe ha creado demasiadas tensiones a lo largo de la historia. Siempre ha existido, como refleja muy bien Miguel Delibes en su novela histórica El Hereje, tensión ente un sector nostálgico de Iglesia que asegura su poder en un pasado que ya no existe y otro más libre y abierto a la novedad del devenir futuro…Y, a mi modo de ver, el Evangelio está para hacer historia, no para conservarse en doctrinas pretendidamente seguras.

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