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Sacralidad y política · por Eduardo Barajas Sandoval

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Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

Los sentimientos religiosos siguen siendo, desde el trasfondo de las almas, determinantes de decisiones y reacciones políticas que, contra la prédica de todos los credos, conducen con frecuencia a la tragedia. Así lo entienden líderes dispuestos a aprovechar cualquier oportunidad y escenario para conseguir esas ventajas que provienen de la disposición de la gente a manifestar su voluntad de manera favorable a proyectos o episodios que le remueven los sentimientos religiosos.

Los conocedores de los motivos que han propiciado el surgimiento de los asentamientos humanos saben que muchos de ellos se originan en consideraciones mágicas sobre la energía sobrenatural de ciertos parajes. Así nacieron lugares de romería, centros de culto, recintos de protección y albergue, monasterios, y hasta “ciudades sagradas” en todos los continentes.

Cuando la consideración mágica, mítica, misteriosa o religiosa no tiene contradictores, los lugares se convierten en retazos de paraíso. Pero también es frecuente que desde perspectiva y creencia diferentes se llegue a atribuir al mismo sitio una sacralidad diferente, con argumentos mágicos, misteriosos y sagrados de otro origen. Con lo cual queda garantizada una controversia destinada a perdurar mientras haya quien esté dispuesto a sacrificarse por una causa divina.

La historia está llena, también, de mutaciones obligadas del destino de lugares sagrados después de una guerra de conquista. Ahí quedan las construcciones más sagradas de los vencidos en manos de los vencedores, que aprovechen su nuevo dominio para usar el recinto en favor de sus creencias. Sin destruir los muros, se adopta el lugar como centro de culto para una al servicio de una nueva fe.

Santa Sofía de Constantinopla, hoy Estambul, el templo mayor del cristianismo, vino a convertirse en mezquita en 1453 y a quedar rodeada de los minaretes musulmanes que hoy se ven. Mustafa Kemal Atatürk, en su programa de laicización la volvió museo y el presidente turco de ahora la hizo de nuevo mezquita. Algo parecido, pero al revés, pasó con la “catedral-mezquita” de Córdoba.

En otros lugares, como en el Monte Sinaí, el Monasterio Griego de Santa Caterina lleva desde hace siglos pegada una mezquita que se volvió su siamesa. Y en la plaza de Siracusa se levanta una catedral que fue originalmente un templo de columnas dóricas, que todavía se pueden ver, dedicado a Atenea, convertido más tarde en iglesia por los bizantinos en el Siglo VII, y finalmente adornada con un frontón barroco del Siglo XVIII. Todos contentos.

En Ayodhya, hasta ahora un lugar discreto y apartado de la India, se produjo hace pocos días el espectáculo de la inauguración solemne y pomposa de un templo hinduista sobre el lugar que en el Siglo XVI ocupó una mezquita, destruida en 1992 por hordas de nacionalistas hindúes que ahora han encontrado poderoso campeón en el primer ministro Narendra Modi.

El hasta ahora pequeño aeropuerto de Ayodhya fue ampliado para recibir cientos de vuelos privados y fletados que llevarían a los miles de concurrentes a un evento que tenía tanto de ocasión religiosa como de avance del proyecto nacionalista de inspiración hindú que lidera el primer ministro, empeñado en ganar las siguientes elecciones. Fusión de intereses políticos y religiosos útil para su propósito de continuar en el poder y confirmar la quiebra temporal del Clan de los Gandhi.

Los miembros de todos los partidos y grupos de oposición, invitados protocolariamente a asistir al festejo de la inauguración, se negaron a participar para no contribuir a la apoteosis del jefe del gobierno, que, con pompa digna de las épocas del mayor esplendor, anteriores a la dominación británica, tejieron tantas leyendas de extravagancia como adorno del poder.

El nuevo templo se levanta en el sitio donde, según la tradición india más rancia, nació nada menos que el Dios Rama, precisamente príncipe de Ayodhya, tal vez el más importante del Panteón hindú, quien, se recordará, es el héroe extraordinario del poema del Ramayana, fundamento de instituciones religiosas y culturales esenciales para la tradición india, que narra la gesta de ese príncipe para convertirse en rey, e insertarse en lo más profundo de las creencias populares, sustanciales en la definición misma de hinduismo.

El problema político – institucional agitado por la inauguración de ese templo, precisamente sobre las ruinas de una mezquita, que seguramente a su vez se levantó sobre un lugar sagrado del hinduismo, es que si bien favorece la campaña de nacionalismo del premier Modi, va en contra de la idea del laicismo propia del Estado.  De manera que con el solo hecho de levantar el templo y dedicarle recursos a hacerlo suntuoso, además de ir a inaugurarlo de la manera más solemne, se ratifica una especie de compromiso religioso-nacionalista hindú, que es visto como discriminatorio por la minoría musulmana del país, que ronda los 200 millones de habitantes. Además, claro está, de molestar sentimientos de musulmanes más allá de las fronteras.

Vista la inauguración del templo en Ayodhya en un contexto más amplio, y sin que en otros lugares se trate de decisiones expresamente religiosas con connotación política, el hecho evoca actuaciones que, en diferentes lugares del mundo, buscan sacudir el alma de la gente, por fuera de partidos y tendencias tradicionales de izquierda y derecha. Los sentimientos democráticos de la India, que se considera “la democracia más grande del mundo”, no dejan de verse afectados por el fenómeno. Mientras que, en otras partes, y eso es lo preocupante, se propicia de manera abierta un cierto menosprecio por la democracia, sacando provecho de los errores que bajo su nombre se han cometido.

Son discursos políticos excluyentes y dogmáticos, con la carga de una fórmula que combina pesimismo y ánimo destructivo, que quisieran echar marcha atrás para que los pueblos se entreguen a la conducción pretendidamente “iluminada” de ególatras de corte mesiánico que, sin pena alguna, se consideran dueños de las interpretaciones supremas de la historia y de la evolución de los fundamentos de la cultura. Sobre las ruinas de lo establecido, buscan imponer, con frases cortas y primitivas, su punto de vista a pueblos inermes que no se toman el trabajo de discernir con libertad y espíritu crítico sobre el contenido de aquello que se les propone.

De ahí que el ejercicio de una pedagogía de la libertad sea una de las obligaciones más importantes de quien quiera que pueda levantar esa bandera. Por ejemplo, en los Estados Unidos, donde se adelanta un proceso proselitista de mucho ruido y poca sustancia. De proclamas estruendosas y propuestas mal elaboradas, como si todo lo hecho hasta ahora no hubiera servido para nada. Y como si del bolsillo, sin discusiones ilustradas, y sin respetar la inteligencia de los pueblos, se fueran a sacar milagros. De lo cual tampoco está exento el resto del continente.

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