El homenaje dedicado este sábado por los obispos vascos a los catorce sacerdotes y religiosos de sus diócesis que fueron asesinados por el franquismo en octubre de 1936 marca un hito histórico en la iglesia católica española. Jamás hasta ahora la jerarquía católica había rendido ningún homenaje a estos sacerdotes y religiosos, tan víctimas de la barbarie de nuestra incivil última guerra civil como los que fueron asesinados por el bando republicano.
Tanto el presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE) y cardenal-arzobispo de Madrid, Antonio Rouco Varela, como el secretario y portavoz de la CEE, Juan Antonio Martínez Camino, se han escudado muy recientemente aún en la imposibilidad de iniciar los procesos de beatificación de unos sacerdotes y religiosos que, como estos catorce ciudadanos vascos, no fueron asesinados “por odio a la fe” sino por motivaciones políticas, olvidando que muchos de los sacerdotes y religiosos españoles beatificados como mártires de la fe también fueron asesinados en base a razones políticas. La única diferencia entre unos y otros es que estos catorce sacerdotes y religiosos vascos fueron asesinados tras haberse mantenido fieles a un régimen democrático y que sus asesinatos fueron dictados por tribunales de la dictadura franquista, mientras que los centenares de sacerdotes y religiosos asesinados durante la guerra civil fueron casi siempre víctimas de algunos grupos de republicanos incontrolados y extremistas, al considerarlos cómplices del alzamiento militar fascista.
Sólo un año y medio después que la CEE promoviera con potente aparato propagandístico y gran entusiasmo la beatificación de cerca de medio millar de mártires católicos de la guerra civil, resulta escandaloso comprobar cómo tanto el cardenal Rouco Varela como toda la cúpula de la jerarquía católica española se mantiene al margen del homenaje a estos catorce sacerdotes y religiosos vascos. Un silencio que se extiende también a otras víctimas católicas del franquismo, como el dirigente demócrata-cristiano catalán Manuel Carrasco i Formiguera, asesinado en Burgos en abril de 1938, y tantos otros, o como los escasos obispos españoles que, como el cardenal-arzobispo de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer, se opusieron al golpe de Estado franquista, se negaron a considerarlo una “Cruzada” y tuvieron que marchar al exilio.
“Una deuda pendiente”. Así han defendido los obispos vascos el acto de homenaje a estos catorce sacerdotes y religiosos vascos asesinados por el franquismo hace ya cerca de setenta y tres años, y a quienes jamás se había homenajeado hasta ahora. Aunque con retraso, se empieza a saldar esta “deuda pendiente”, a pesar del silencio del cardenal Rouco Varela y de la gran mayoría de la jerarquía católica española, tan partidaria de su doble vara de medir.
Jordi García-Soler es periodista y analista político