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En el que sería el último número de “Lettres à ses commettans”, Robespierre publicó su propio borrador, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que leería, ante un Club Jacobino entusiasta, el día 21 de abril de 1793. La declaración venía marcada, por una reafirmación de su internacionalismo (los derechos del hombre, eran “el código universal de todas las naciones”, y “los hombres de todos los países, son hermanos que deben ayudarse mutuamente”).
La declaración representaba la afirmación más nítida, hecha por Robespierre, de cuales serían los puntales de un régimen republicano, una vez que se conquistara la paz. Al igual que la declaración de 1789, garantizaba “el derecho a reunirse pacíficamente” y “el derecho a manifestar sus ideas y opiniones, sea a través de la prensa, sea a través de cualquier otro medio”. Sólo en “época de revolución”, podría ser necesario limitar estas libertades, en aras de la seguridad de la nación. Sin embargo, a diferencia de la anterior, la declaración de 1793, establecía un modelo claramente jacobino de bienestar social, y ciertos límites a la propiedad:
“VII. La propiedad es el derecho que cada ciudadano tiene de disponer de aquella porción de bienes que le está garantizada por la ley. El derecho de propiedad está limitado, como todos los otros, por la obligación de respetar los derechos de los demás.
X. La sociedad está obligada a subvenir a la subsistencia de todos sus miembros, sea procurándoles trabajo, sea asegurándoles los medios de existencia, a los que no están en condiciones de trabajar”.
La soberanía popular, iba a ser la expresión de una voluntad general unificada, una transformación democrática, del postulado del “ancien régime”, de que el rey encarnaba el reino. Igualmente, Robespierre también se dispuso a esclarecer, la relación entre la soberanía popular y el derecho a la revuelta, y entre el pueblo y sus representantes, en unos términos que desprendían aroma a Rousseau. Por una parte, las leyes debían ser la libre expresión de “la voluntad del pueblo”, y los ciudadanos debían obedecer a los responsables de hacerlas. Por otra, no obstante, el pueblo no sólo podía cambiar a los gobernantes, sino que también podía cesar a sus representantes. Y se garantizaba el derecho, a resistirse a la opresión.
La declaración de 1789, tenía por objetivos más genéricos, el disfrute de las libertades individuales “inviolables”. Ahora bien, la de 1793, consideraba el principal objetivo, el disfrute del “bienestar común” (“bonheur commun”). Aunque ambas entendían, que el ejercicio del objetivo prioritario, estaba limitado por el respeto a los idénticos derechos de los demás, había una diferencia muy marcada entre las dos, que residía en el corazón del proyecto revolucionario de Robespierre y de otros jacobinos. Porque el “bienestar común”, no era simplemente la suma de la felicidad de los individuos, sino más bien la salud y armonía globales de la sociedad. Robespierre sostenía, una y otra vez, que eso no se podía alcanzar, en una sociedad en la que hubiera ricos muy ricos y pobres muy pobres: esa era la razón, por la que el primero de todos los derechos era el de existir, y por la que Robespierre, mostraba tanta hostilidad hacia las grandes riquezas, y hacía el capitalismo financiero en particular. Su sociedad ideal, se acercaba a la de los “sans-culottes” y los campesinos, en la que los hogares vivían con un confort modesto, basado en su trabajo como artesanos y agricultores.
Si “la libertad, la primera de las posesiones del hombre, el más sagrado de los derechos que deriva de la naturaleza”, se debe limitar por la necesidad, de respetar las libertades de los demás, así también la propiedad, mediante una fiscalidad progresiva.
Pues eso.