Error categorial es atribuirle a una entidad algún rasgo impropio de su clase. Claro error categorial es decir que un número es virgen, que una montaña es miope, que una tetera es diploide. Semejantes dislocaciones semánticas le sientan bien a la poesía; a la convivencia civilizada, no tanto. La normalizada pero insensata aceptación de graves errores categoriales envenena hasta las mentes más bienintencionadas. Veamos unos ejemplos.
Primer ejemplo. «País musulmán«, «país católico«, «país ateo» son nefastos errores categoriales. Un adulto libre puede abrazar una convicción; un país no puede. Un país no puede ser musulmán, ni ateo, aunque lo sean todos sus ciudadanos adultos. Si todos los jugadores de un equipo son zurdos, sólo por brevedad, y error categorial mediante, podemos decir que el equipo es zurdo. Ningún equipo tiene mano o pierna dominante. Es más, si todos los adultos de un país profesan un mismo ideario, lo más probable es que ese país sea un abominable megasecuestro instituido, del estilo de Norcorea. Pero ni siquiera en Norcorea todos reverencian, de corazón, al «querido líder» (¡dos palabras, dos mentiras!).
Segundo ejemplo. Expresiones como «niños anarquistas«, «niños comunistas» o «niños fascistas» rechinan al oído decente. Y con razón: son también errores categoriales. ¿Por qué, entonces, no rechinan igualmente las expresiones «niños judíos«, «niños cristianos» o «niños musulmanes«? Juzgar que la moldeable mente infantil es capaz de suscribir, libre y conscientemente, semejantes alambiques doctrinales, ¡mistéricos incluso!, es doloso error categorial. Si algún niño consigue comprender algo del entresijo doctrinal de marras, convendría preguntarse qué opciones decentes tuvo para no suscribirlo, o para suscribir otro. La expresión «niño nazi» escalofría. «Niño lama» también.
Tercer ejemplo. Por normalizada que esté, la llamada «educación confesional» descansa sobre otro error categorial inmenso y nocivo. A los más acérrimos defensores de la «educación confesional X» les espanta imaginar a sus pequeños bajo una «educación confesional» distinta e incompatible con X, por juzgarla aberrante y vitanda. ¿No ven su propia autoacusación aquí? Educar nunca es infundir adrede creencias contrarracionales o contraevidenciales. La mal llamada «educación confesional» conlleva el deliberado intento de adoctrinamiento en creencias contrarias a la razón y las evidencias. Educar nunca es menoscabar la plenitud raciocognitiva del pupilo. Si los «hechos alternativos» lo son por ser alternativos a los reales, ¡ni siquiera son hechos! Si la «educación confesional» pisotea razón y evidencias, no es educación: la deformación contrarracional o contracientífica está tan cerca de ser educación, como un veneno lo está de ser saludable.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) y la Convención de los Derechos del Niño omiten el archinecesario derecho universal, desde la infancia, a acceder a la ciencia íntegra. El derecho a «participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten» (Art. 27 DUDH) es demasiado timorato e impreciso. La educación en ciencia no puede ser doctrinaria, pues se erige sobre la máxima de que jamás conviene creer ni incondicional, ni frívolamente, y sólo conviene creer por razones y evidencias suficientes. En todo el mundo, miles de infundios contrarracionales se inyectan en los cerebros infantiles bastante antes de la explicación de la tabla del 2. Esta normalidad, ¿es ética? Rebelémonos contra el efecto narcotizante de la normalidad sobre nuestra percepción. Basta ya de asumir la identidad normal = aceptable. Y mucho menos en educación.
Cuarto ejemplo. De todos los errores categoriales, la pandémica invocación a «respetar las ideas» es el más salvajemente inflamable. Para propiciar el harakiri intelectual de la humanidad no concibo mejor proclama: «Respetar las ideas«. Por fortuna, es un imposible, sensu stricto, y, como tal, inaplicable. Pero son demasiados los confundidos que babean ante este error categorial, y creen actuar con intachable justicia cuando lo único que hacen es dar alas a déspotas y doctrinarios. «Respetar las ideas» parece una inocente invocación a la tolerancia, pero esconde una imprecación liberticida y anticivilizatoria: la reclamación de un abusivo e imposible silencio temático a cuantos pueden sacudir sacrosantas ideas, en especial, las del reclamante. Como cualquiera puede sacudir sacrosantas ideas de otros, con «respetar las ideas» se pide, sin disimulo, que todo posible sacudidor de ideas calle sus críticas sobre cierto asunto. Si todos accediésemos a la solicitud, bastaría con un hipersensible e inseguro creyente para callar al resto de la humanidad sobre una cuestión. Tampoco esto es ético; ni deseable; ni posible.
Para empezar, si las ideas no pueden sufrir daños, ¿qué respeto necesitan? ¿Qué miramientos deberíamos tener con ellas, más allá de explorarlas racionalmente? Si por ideas quiere decirse creencias, ¿qué creencias y por qué deberíamos tratar con paños calientes? Ninguna creencia es incriticable. La incriticabilidad incondicional de ideas o creencias habría supuesto la muerte nonata de la Filosofía y, por extensión, la de su más moderno y meritorio pimpollo: la Ciencia. Filosofía y Ciencia nacieron, y aún progresan, por irreverente, público y fundado descreimiento. Donde se prohíbe el descreimiento expreso se aniquila toda libertad, toda Filosofía, y acaso la historia misma, con su eterna procesión de cambios. El inmovilismo religioso no es accidental. Si crees que la crítica ajena amenaza fatalmente tus creencias es que confías poco en tus creencias. Ese temor tuyo también es autoacusatorio. Sólo doctrinarios cerriles temen la crítica racional.
En suma, no es sólo que ideas o creencias no deban respetarse: ¡es que ni siquiera pueden respetarse! Es misión imposible. ¿Qué cosa distinta haríamos si nos pidiesen, ¡o impusiesen!, «respetar los colores» o «respetar los números primos«? ¿Qué sería «respetar» los colores o los números primos? Pues igual respecto de ideas y creencias. Sí debe respetarse el derecho universal a tener y expresar, en general, cualquier idea o creencia. Pero respetar tales derechos —¡derechos que son de la persona!— es cosa bien distinta de respetar ideas o creencias. Las personas tienen derechos. Ideas y creencias no tienen, ni pueden tenerlos. Cuando ficticiamente brindamos protección o derechos a ideas y creencias, se los quitamos realmente a personas y jaleamos a los liberticidas.
Francisco José Mota Poveda
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