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Rémoras en nuestra enseñanza

En los programas de cada asignatura no podía contarse entonces «nada contrario al dogma católico ni a la sana moral»

A cualquiera que haya juntado algunos miles de libros en casa, seguro que en algún momento, el electricista o el fontanero de turno habrá exclamado, entre admirado y receloso, ¡pero no los habrá leído usted todos! En efecto, una biblioteca es un proyecto de lectura; se adquieren los que uno quisiera leer, sin poder comprar, como se quejaba Schopenhauer, el tiempo para leerlos. Con los años se acumulan cientos de libros no leídos y, pese a ello, al no desfallecer por suerte la curiosidad, ni la perspectiva de gozo que proporciona la lectura, seguimos comprándolos; en el fondo tal vez porque no queremos reconocer que nuestros días están contados.

Con los años he ido perdiendo la noción de dónde está ubicado cada libro, o en qué ocasión lo adquirí. Hace unos días me he topado con uno del que nada sabía, ni siquiera que existía. El título es “Lecciones instructivas sobre la historia y la geografía, obra póstuma de don Tomás de Iriarte, con las reformas espresadas (sic) en el prólogo, continuadas hasta fin de 1855, y seguidas de unos rudimentos de cronología y de geografía por don Mariano de Huerta, doctor en Jurisprudencia y catedrático de aquella asignatura en la Universidad Central. Obra adoptada de texto en las Escuelas de Primera Enseñanza por la Dirección General de Instrucción Pública según decreto de 11 de agosto publicado en 11 de setiembre de 1856. Madrid y Santiago, Librerías de D. Ángel Calleja, editor, 1858”.

Me sorprendió que el autor de un texto para niños de primaria fuese Tomás de Iriarte (1750- 1791), el escritor ilustrado, amigo de Moratín y Cadalso, víctima de los sarcasmos del reaccionario Forner, justamente, el culto traductor del Arte poética de Horacio, que se preciaba de haber escrito fábulas originales, pero bien cabe que lo fuera de una obra escrita, quizá tan solo por un interés crematístico, y además póstuma que el autor no pudo corregir.

En el prólogo, ya escrito por Mariano de Huerta, se dice que el libro pretende proporcionar lo que “se está obligado a saber, como cristiano o como miembro de un cuerpo civil; sin que por esto se crea que la instrucción que aquí se le ofrece es radical y científica, sino la que basta para que en aquella dócil edad empiece a gustar de lo útil”. Como los destinatarios son los niños de primaria, “se excusa en ella el amontonamiento de reflexiones y sentencias que era fácil deducir de los mismos hechos; método que seguramente no desaprobará quien tenga presente que la edad de la memoria no es la edad del juicio… por esto me limito en la parte histórica a la relación de los hechos, desnuda de todo comentario, que no podrían digerir la capacidad de los que han de estudiar aquellos”.

Un año antes de que Darwin publicase El origen de las especies, en España la historia era la sagrada, que comienza con la creación del mundo en el año 4004 antes de Jesucristo y que la Biblia narra en detalle. Los pobres niños tenían así que aprender de memoria la lista de los reyes de Judá y de Israel, o las fechas en que vivieron cada uno de los profetas desde Job hasta Eléazar. En mi niñez todavía empezábamos con la historia sagrada.

En las escuelas se transmiten conocimientos sobre los que no se duda, ni se discute, sino que se aprenden de memoria para retenerlos para siempre. Al configurar estos conocimientos seguros y definitivos un continente conocido, el fin de la educación es que vayamos rellenando “las lagunas” que tengamos.

Además de sólidos, estos conocimientos son los más útiles, ya que enseñan a ser buen cristiano, que entre otras virtudes incluye la obediencia a las autoridades, el respeto por el orden establecido, señalando el deber de cada cual de servir a la comunidad desde la posición que le corresponda por herencia y educación. Retener estos principios en la memoria es el método que mejor se acopla a los niños, que se supone que se encuentran en “la edad de la memoria”, sin juicio suficiente para razonar.

Un siglo más tarde, en los años cincuenta de la pasada centuria, todavía había que aprender de memoria multitud de datos concretos, como los temarios de las oposiciones ponen en evidencia. Recuerdo que en el examen de ingreso en la Escuela de Ingenieros Agrónomos, en un ejercicio llamado de cultura general, se exigía conocer, entre otros muchos datos, los partidos judiciales de cada provincia, que en las academias preparatorias muchachos talludos aprendían, cantándolos, como los niños la tabla de multiplicar en las escuelas.

El libro de Iriarte ofrece de manera ejemplar la pedagogía que ha dominado la enseñanza primaria en España, configurando los carriles sobre los que luego transcurre la secundaria y la universitaria. En primer lugar, destaca el control eclesiástico de la enseñanza que, de manera directa o indirecta, sigue pesando sobre nuestro sistema educativo. El famoso decreto Orovio de febrero de 1875 suprimió la libertad de enseñanza que, según un decreto de octubre de 1868, daba al profesor la capacidad de definir contenidos y métodos, e impone de nuevo el control estatal de los textos y de los programas de cada asignatura, de modo que “no se enseñe nada contrario al dogma católico ni a la sana moral”, principio ordenancista que sigue vigente.

Desde la modernidad ilustrada, a la que debemos el espléndido florecer de las ciencias y el progreso de las naciones, al contrario, nada es seguro, todo es criticable, y por supuesto revisable. Se aprende, por tanto, no acumulando hechos —basta con saber cómo se buscan cuando se necesitan—, sino poniéndolos en duda, incitando a cuestionarlos. El alumno no es el sujeto pasivo que debe asimilar los conocimientos que transmite la autoridad del profesor, sino el protagonista activo que, ante una pregunta que suscita su curiosidad, busca por sí mismo una respuesta. La función del profesor no es hacer el trabajo por él, menos sugerirle la respuesta adecuada, sino acompañarle en este proceso, criticando sus resultados y animándolo a seguir adelante. Poco se aprende sin el afán previo de conocer algo que nos haya llamado la atención, ni sin el esfuerzo personal por encontrar la solución.

Aparte de dominar el inglés y una preparación suficiente en matemáticas —hoy las dos columnas básicas de la enseñanza, que cada una exige una didáctica propia— desde la instrucción primaria a la universitaria no hay más que enseñar a hablar, leer y escribir. Aprender a hablar en público, capaces de una exposición oral ordenada y concluyente; a leer libros por nuestra cuenta, sabiendo entresacar lo que importa para la cuestión que trabajemos. (Sin una pregunta previa, no cabe distinguir lo que nos interesa de lo que no, y la lectura resulta tan aburrida como poco provechosa). En fin, aprender a escribir, estructurando un tema para hacerlo asequible a la comprensión de nuestros posibles lectores. En suma, la educación que necesitamos se reduce a aprender inglés, matemáticas, y a hablar, leer y escribir, al nivel de cada tramo, en las lenguas propias y en las áreas de conocimiento a las que nos dediquemos.

Quiero creer que en algo se haya modificado la pedagogía tradicional que sufrimos la gente de mi generación, consistente en transmitir conocimientos seguros que había que reproducir al pie de la letra, y estemos avanzado en una educación, basada en cuestionar los conocimientos que nos ofrecen.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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