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Relojes atrasados

No es frecuente en la geografía encontrar islas en el centro de un continente. Y mucho menos islas que no estén rodeadas de agua por todas partes. Eso es lo que desde hace años sucede con Suiza. La Confederación Helvética es un país extraño que ha sabido mantener rasgos de convivencia poco habituales. En Suiza conviven cuatro lenguas. El sufragio universal y secreto es allí un invento relativamente reciente. Se trata de un país que se jacta de su neutralidad y que no se ha visto arrastrado por las guerras sangrantes de Europa, pero al mismo tiempo se trata de un país cuyos ciudadanos tienen acceso al uso de las armas y cuya defensa pasiva se lleva una parte importante de su presupuesto. Suiza no forma parte de las grandes instituciones supranacionales, pero en cambio acoge en su territorio las sedes de foros de discusión de vital importancia para el planeta. Rodeados de una moneda común europea, los suizos continúan operando con su ancestral moneda nacional. Demuestran una restrictiva política de inmigración, pero en cambio se muestran generosos con la entrada de capitales que encuentran en sus bancos una opacidad que la mayoría de los países no les proporcionan. Asimismo, el grado de cumplimiento del Estado del bienestar es más que satisfactorio en aquel país, donde el transporte limpio forma parte del ADN helvético. Suiza es mucho más que eso. Es también la patria de escritores como Max Frisch, como Friedrich Dürrenmatt, como Martin Walser y como Jean-Jacques Rousseau, gente que ha contribuido a la mejora de la conciencia social del mundo entero. De ahí que el referendo del pasado domingo constituyera una sorpresa para propios y extraños. Sobre todo, para el Gobierno suizo, que estaba convencido de que la consulta de tintes xenófobos que había impulsado uno de los partidos no triunfaría. Se equivocaba. Desde el domingo el pueblo suizo decidió la prohibición de la construcción de minaretes, ya saben, esas torres altas y cilíndricas que indican la existencia de una mezquita. Los musulmanes suizos son una minoría que no llega al 3% de los habitantes, y la mayoría de ellos proceden de las antiguas repúblicas balcánicas de esa religión. Y ha tenido que ser la religión la que cayera simbólicamente bajo el peso de la urna. En un país de mayoría católica y protestante, los musulmanes podrán ver los esbeltos campanarios góticos, pero se prohibirá la construcción de minaretes. Una vez más Europa se convierte en el campo de batalla –por ahora incruento– de una nueva guerra de religión. La lástima es que el arma para llevar a los musulmanes a las catacumbas religiosas haya sido contradictoriamente la práctica democrática.
El ejemplo suizo podría ir a más y contaminar a otros países. Uno de los argumentos esgrimidos es el de la reciprocidad prohibicionista. No son pocos los países islámicos en los que el culto cristiano está perseguido, pero la intolerancia no debería ser el ejemplo de nada. Si lo que pretendiera ese referendo fuera un creciente laicismo del Estado confederal suizo, habría mucho campo que correr. Por ejemplo, los 110 miembros de la famosa Guardia Suiza que son el ejército de la Ciudad del Vaticano deberían regresar a sus quehaceres civiles. Pero el referendo aprobado el domingo es de tintes claramente islamófobos. Habrá que ver qué hacen los emires con sus petrodólares cuando sus explotados fieles vean cómo el reloj suizo se atrasa hasta marcar la misma hora que el radicalismo anticristiano de cierto islam.

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