Ha tenido que ser Noruega, ese país de cazadores contumaces de ballenas, el que llamara al embajador iraní en su país para protestar por la condena a muerte de la señora Sakineh Mohammadi-Ashtiani. No es una condena a muerte cualquiera. La señora Mohammadi será lapidada hasta la muerte y su delito no tiene nada que ver con la disidencia iraní, sometida a un silencio blindado por parte del régimen del presidente Ahmadineyad. La señora Mohammadi ha puesto en peligro a la revolución islámica de Irán por haber sucumbido al amor adúltero. Madre de dos hijos y con 43 años de edad, Sakineh Mohammadi-Ashtiani será lapidada hasta morir a no ser que el Gobierno noruego logre enternecer a los jueces iranís. Lo dudo, porque Mohammadi es reincidente. Ya fue juzgada culpable por el mismo digamos delito en el 2006 y en aquella ocasión fue condenada a recibir 99 latigazos.
Coincide esta noticia con la buena noticia para una asociación islámica de Lleida que pretende llevar a los tribunales la decisión del ayuntamiento sobre el uso del burka y del niqab en espacios públicos municipales. Del tema del burka ya se ha hablado bastante. Pero la buena noticia no consiste en oponerse a la decisión municipal. La buena noticia es que por fin la asociación ha conseguido que un despacho de abogados se haga cargo de su causa. Aducen que se trata de una defensa de la libertad religiosa y que están dispuestos a llevar la causa al Tribunal de Estrasburgo.
Hay religiones cuya liturgia va por dentro y que no hacen ningún mal a nadie. Pero también hay preceptos religiosos que acaban siendo dañinos para sus practicantes. Hay de todo: negativa a las transfusiones sanguíneas, mortificación dolorosa y voluntaria sobre partes del cuerpo o simplemente esta constante tendencia a sojuzgar a la mujer sin tener ni siquiera en cuenta su testimonio. En el Código Penal iraní hay varios artículos sobre la forma de proceder a la lapidación de la mujer. En el artículo 104 se dice que deben utilizarse piedras «no tan grandes como para matar a la persona de uno o dos golpes ni tan pequeñas como para no poder considerarse piedras». En una falsa democracia de inspiración religiosa, la lapidación o los azotes se ceban en las mujeres que mantienen ¿siempre a criterio de testigos evanescentes y de jueces arbitrarios¿ esa extraña apreciación de «conductas ilícitas» provenientes de rumores o de hombres despechados a los que nunca se les ve en el mismo trance.
Volvamos a la apelación de los abogados catalanes que se reclaman del derecho a la libertad religiosa para mantener burkas y niqabs. Durante muchos años la libertad religiosa era una manera de enfrentarse a los poderes que solo pretendían el ejercicio de una única religión. Clamar por la religión diversa en países de religión única es, por supuesto, un derecho. Pero ese derecho no puede ser esgrimido para alimentar la intolerancia con los propios fieles ni mucho menos para establecer un criterio segregacionista entre hombres y mujeres.
La gran paradoja de estos tiempos es que las religiones las carga el diablo. Y que los espíritus europeos nacidos de los derechos humanos y de la quimera de la igualdad no disponemos de herramientas claras para dar un paso al frente y decir: si esta religión margina a una parte de su gente, el Estado no puede acogerla ni defenderla. Eso lo han visto los noruegos en el caso de la lapidable adúltera. ¿Hay alguien que quiera ver un poco más allá?