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Religión y ley

Se necesita fe para afirmar categóricamente que en el instante de la fecundación ya hay un nuevo ser humano, pero se necesita otro tipo de fe para negarlo con la misma certeza. La actitud racional y científica en este caso, como en tantos otros, es dudar.

Los códigos morales en que se sustenta la ley provienen, originariamente, de la religión. En el tránsito de la teocracia al Estado secular algo de ellos se desechó, algo se transformó y algo se conservó. Por ejemplo, cuatro de los diez mandamientos de la Iglesia católica no tienen ya cabida en el orden jurídico porque presuponen un deísmo que excluye entre otros a agnósticos y ateos: amarás a Dios sobre todas las cosas, no tomarás el nombre de Dios en vano, santificarás las fiestas y no consentirás pensamientos ni deseos impuros. Otros dos —no mentirás y no cometerás actos impuros— son prohibiciones sólo en ciertos contextos normativos, como el perjurio y el adulterio, y dos más —honrarás a tu padre y a tu madre y no codiciarás los bienes ajenos— no están propiamente normados aunque son parte de cualquier axiología terrenal. Pero los dos restantes siguen siendo mandatos legales incuestionables: no robarás y no matarás. En suma, una parte de la moral religiosa moldeó la moral laica y en las sociedades modernas una parte de esa parte se refleja hoy en la ley, mientras que lo demás se quedó en el ámbito espiritual.

Todo esto viene a cuento por la polémica en torno al aborto y a los matrimonios gay, plagada de confusiones y guiada por el sesgo jacobino de la prensa nacional. Los partidarios del derecho de la mujer a interrumpir su embarazo acusan a quienes pugnan por que se encarcele a las mujeres que aborten de querer imponer su credo religioso. Tienen razón, pero en cierto modo se muerden la lengua. Me explico. Ninguno de los dos grupos cuestiona el hecho de que el asesinato es un delito que debe ser penalizado; en lo que difieren es en su creencia del momento en que empieza la vida. Los pro-choice argumentan que el embrión no es una persona y los pro-life sostienen que la persona existe a partir de la concepción. Pero resulta que la ciencia no ha llegado a un punto concluyente y da elementos para avalar una u otra postura. Por eso es cierto que se necesita fe para afirmar categóricamente que en el instante de la fecundación ya hay un nuevo ser humano, pero no es menos cierto que se necesita otro tipo de fe para negarlo con la misma certeza. La actitud racional y científica, en este caso, como en tantos otros, es dudar. Y, en consecuencia, la discusión en el terreno del laicismo debería centrarse en cuál es el curso ético de acción a seguir ante semejante duda.

En el segundo caso, a mi juicio, ambas partes llevaron al extremo sus convicciones. Los legisladores de la Asamblea del Distrito Federal que impulsaron la iniciativa de las bodas de homosexuales se excedieron al dejar abierta la puerta a la adopción. Con esta salvedad, yo no encuentro objeciones contra algo que dará seguridad social a las parejas del mismo sexo porque a diferencia del aborto este tema involucra la parte de la moral religiosa que la moral laica no asume: los gays se casarán en el Registro Civil, mientras que las parroquias seguirán casando exclusivamente a hombres con mujeres. Eso se llama separación de Estado e iglesias y es un principio venturoso de nuestra civilización. Reconozco, sin embargo, que no se trata de un cambio menor, y respeto el derecho de los inconformes a protestar. Ahora bien, me parece igualmente excesiva la declaración del arzobispo de México en el sentido de que hay que cumplir la ley de Dios antes que la ley del hombre. Hay ejemplos en la historia de esa clase de desobediencia civil e incluso de martirologio en los que un creyente opta por violar un precepto legal por considerarlo contrario a su religión; ese creyente podrá ser premiado en la otra vida, pero en ésta debe ser castigado como cualquier ciudadano que comete un ilícito, y su líder espiritual tiene que hacerse cargo de la responsabilidad de alentar ese comportamiento.

Las enmiendas legales que polarizan a las sociedades se resuelven mejor cuando las posiciones moderadas prevalecen sobre las radicales después de un amplio debate. Yo sigo pensando que la laicidad valida el matrimonio entre homosexuales, pero también creo que, en tratándose de cambios de esa magnitud, conviene consultar a todos. Si alguien pidiera legalizar la poligamia —una petición que se inscribiría en un contexto similar—, sería deseable que la sociedad lo discutiera antes de que sus representantes tomaran la decisión final. Para eso sirven los instrumentos de democracia participativa, que son asignatura pendiente en México.

La tragedia de Haití. Hace unos 15 años tuve oportunidad de viajar a Puerto Príncipe. Conocí entonces las condiciones infrahumanas en que vive esa nación estoica que forman los haitianos, que han soportado toda suerte de adversidades. Recuerdo la respuesta que me dio el entonces presidente Jean-Bertrand Aristide cuando le pregunté cuál era su proyecto: “Es muy ambicioso”, me dijo; “quiero llevar a mi pueblo de la miseria a la pobreza”. Si cualquier país necesitaría la ayuda internacional ante una emergencia de esa magnitud, Haití la pide a gritos desgarradores.

*Profesor-investigador de la Universidad Iberoamericana

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