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Religión y educación secundaria. Ayer y hoy

La regulación de la enseñanza de religión confesional en la escuela concita, hoy como ayer, agrias polémicas. En la actualidad, algunos sectores interesados transmiten la sensación de que este Gobierno, presa de un "laicismo radical", ha decidido "suprimir la religión de la escuela pública".
 

Sin embargo, al analizar las medidas concretas que se anuncian, resulta que lo que el Gobierno pretende, en cumplimiento de los Acuerdos con la Santa Sede, es mantener la presencia de la religión confesional en todos los cursos de los diferentes niveles del sistema, con los contenidos que decidan la Conferencia Episcopal Española y los órganos equivalentes de las demás confesiones, y nombrar como profesores a las personas que las autoridades religiosas tengan a bien proponer con el único requisito de que posean la titulación académica adecuada. Parece, eso sí, que se limitará el valor académico de estas enseñanzas y, aunque no ha habido un pronunciamiento definitivo sobre la materia, que los alumnos que no deseen recibirlas no se verán obligados a cursar unas enseñanzas alternativas. En estas condiciones, ¿puede hablarse de un atentado contra la enseñanza de la religión? ¿Nos encontramos ante una política educativa radical?

Una mirada al pasado, precisamente a la manera en que la religión ha estado presente en los institutos de bachillerato durante sus más de 150 años de existencia, puede ayudarnos a situar estas preguntas en un contexto temporal más amplio, a desdramatizar el problema y a valorar de forma más equilibrada la política del Gobierno en la materia. Sin duda, desde la perspectiva del nacionalcatolicismo, cuando la "doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional" inspiraba toda la legislación, cuando la religión era materia obligatoria en todos los cursos, para todos los alumnos (sólo desde la LGE de 1970 podía dispensarse su enseñanza a quienes declararan no profesar la religión católica) y cuando se encomendaba a los obispos velar por que el contenido de la enseñanza no contraviniera la doctrina católica, estas medidas serán interpretadas como un ataque a la religión. Lo mismo habría opinado el marqués de Orovio, pionero, en 1866, como ministro de Fomento, de medidas similares en el bachillerato de la época. Probablemente también los responsables de las políticas de transición después de 1978, que implantaron la Ética como alternativa, académica y moral, a la enseñanza confesional de la religión, y los promotores de la Ley de Calidad (2002), que proponía el estudio del Hecho Religioso con carácter obligatorio para los que no cursaran religión, juzgarán el recorte del valor académico, y la no imposición de una alternativa obligatoria, como un despojo de los derechos de la religión confesional.

Otros muchos españoles, en cambio, se muestran inclinados a creer que los más de 40 años de confesionalismo, o sus epígonos, no constituyen, precisamente, el modelo que debamos seguir en la actualidad. Ha habido, en el bachillerato, otras fórmulas más respetuosas con la libertad religiosa y de conciencia que reconoce la Constitución. Durante muchos años, la religión no figuró entre las materias del plan de estudios. Así ocurrió durante la II República -ésta sí inspirada por un laicismo radical-, cuando la enseñanza religiosa y sus símbolos salieron de la Escuela, cuando se prohibió a las órdenes religiosas dedicarse a la enseñanza y se dio un plazo de dos años para la extinción del presupuesto del clero. Se conoce, seguramente menos, que algo de esto ocurrió durante el Sexenio Revolucionario (1868-1874), cuando en las filas liberales se impuso un laicismo que crecía con fuerza en oposición al integrismo católico de la época (Syllabus). Pero se ignora, generalmente, que la religión siguió fuera del bachillerato muchos años más. La Restauración borbónica y la Constitución (confesional) de 1874 no implicaron automáticamente el retorno de la religión a los institutos de bachillerato. Sólo en 1895, el ministro liberal J. López Puigcerver, en medio de una formidable polémica, la volvió a instaurar. Durante casi otros 40 años, por lo tanto, el bachillerato español no incluyó la religión entre sus materias. A quienes sientan nostalgia por estas políticas, la del Gobierno actual les merecerá una valoración bien diferente.

Ha habido, también, situaciones intermedias, intentos de compromiso basados, normalmente, en la limitación del número de años en que se impartía la religión (de uno a tres cursos en toda la secundaria, según los planes) y en la consideración de sus contenidos como un tipo de enseñanza distinto de los demás componentes de los planes de estudios ("Hasta la misma denominación de asignatura es impropia e irreverente, tratándose de tan elevado principio de educación, que no de enseñanza", señalaba el conde de Romanotes en el preámbulo al decreto de reforma que promulgó en 1901). Con frecuencia este carácter singular se ha plasmado, también, en la consideración diferente de las calificaciones en religión (no contaba para el título). La limitación del valor académico no es, por tanto, un invento de la LOGSE (1990). Ésta fue la situación normal entre 1858 y 1861 y entre 1900 y 1930, incluso en el Plan Callejo (1926), durante la dictadura de Primo de Rivera. Y, desde luego, nunca se impuso una carga lectiva disuasoria a los alumnos que no elegían la asignatura hasta que un Gobierno de UCD, con Otero Novás como ministro de Educación, instauró en 1980 la Ética como alternativa a la Religión. Desde aquel momento la voluntariedad de la clase de Religión se convirtió en opción entre una u otra enseñanza. Se desvirtuaba con ello el carácter voluntario de la religión confesional y se creaba, de paso, un problema peculiar al sistema educativo, el de articular una asignatura "de relleno" en todos los cursos de la secundaria destinada a ocupar el tiempo de los que no quisieran religión confesional.

En la actual coyuntura de reforma educativa, al menos hasta el presente, hemos sido incapaces de llegar a un mínimo acuerdo en esta cuestión. Resulta paradójico que, precisamente ahora, cuando tenemos un Estado aconfesional y una Constitución consensuada entre la mayoría de partidos y cuando más necesario sería, por la afluencia masiva de alumnos de otras religiones, resulte imposible llegar a un compromiso entre los distintos sectores confesionales y laicos en torno a la enseñanza de la religión. En este punto, resulta esclarecedor comparar las posturas actuales de los agentes implicados -partidos, Gobierno, instituciones, movimientos sociales- con las políticas aplicadas en el pasado por las instituciones, grupos políticos y sociales homólogos o equivalentes. Ese sencillo ejercicio nos revela notables diferencias en la disposición a la renuncia y en las lecciones aprendidas por las partes. Y nos invita, también, a preguntarnos si no ha llegado ya el tiempo de abandonar posiciones numantinas, que se yerguen como un obstáculo insalvable a la concordia y al sosiego en un tema siempre susceptible de desatar los demonios interiores.

 

Patricio de Blas Zabaleta es catedrático de Historia del instituto de secundaria Calderón de la Barca (Madrid) y vicepresidente del Consejo Escolar del Estado.

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