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Religión, trabajo y sufrimiento

En la Antigüedad, el ciudadano libre desplegaba distintas actividades empresariales, sociales, políticas, culturales, pero en rigor no trabajaba. El condenado a trabajar era el esclavo; el ciudadano libre quedaba excluido, en primer lugar, porque hacer lo que mande otro supone una dependencia incompatible con el status libertatis.

El ciudadano libre decide por sí mismo qué hace, cómo y cuándo, sin obedecer más que a la ley. Realiza actividades (ergon), en latín, opera, pero no trabaja (ponein), que además de un sometimiento a la voluntad de otro, conlleva un ponos, un esfuerzo doloroso. Que trabajar significa sufrir se trasluce también en el vocablo latino de labor, que viene de labare, desfallecer ante una carga.

Con el cristianismo el trabajo, vinculado al sufrimiento, adquiere una dimensión positiva. Por el pecado de desobediencia, Dios condenó a nuestros primeros padres "a ganar el pan con el sudor de la frente". Los padecimientos del Hijo de Dios, muerto en la cruz para redimir al género humano, sacraliza también el sufrimiento que el trabajo comporta. Cierto que el trabajo supone un esfuerzo doloroso, pero hemos venido a este mundo a sufrir, como Jesucristo padeció en la cruz por un amor infinito. "Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida". "Bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor!", leemos todavía en Camino.

En la segunda carta a los Tesalonicenses san Pablo escribe "el que no quiera trabajar que no coma. Pues bien, tenemos noticia de que algunos de vosotros viven ociosamente, sin otra preocupación que curiosearlo todo. De parte de Jesucristo, el Señor, les mandamos y exhortamos a que trabajen en paz y se ganen el pan que comen" (2 Tes, 3 10-13). El cristianismo, sin embargo, en la práctica ha reducido el deber de trabajar a los que no puedan alimentarse de otra forma.

Educar para el trabajo y el esfuerzo doloroso, con un control estricto de las pasiones y una recia disciplina en el comportamiento, elevando la obediencia a virtud, se opone a la educación que recibía el ciudadano, cuyo afán principal era aprender a convivir en libertad. El cristianismo, en cambio, al fin y al cabo religión de esclavos, Nietzsche dixit, rechaza vivir un ocio con sentido, curiosos de todo lo que pasa a su alrededor, con tiempo y ganas de cuestionarse a sí mismo y a los demás.

En la Edad Media, la perezase contará entre los pecados capitales. El monacato -ora et labora– divide la jornada con un horario estricto. No olvidemos que el monasterio inventa el reloj, como el instrumento que impone orden y disciplina a la cotidianidad. Las primeras formas de acumulación capitalista resultaron de una vida ascética, dedicada a la oración y al trabajo. Max Weber enlaza el surgir del "espíritu del capitalismo" al ascetismo intramundano del calvinismo y el puritanismo. Sin ningún género de duda el cristianismo ha contribuido de manera decisiva a la posición central que el trabajo ha ocupado en la sociedad capitalista moderna. La cuestión que hoy se plantea reza, ¿qué consecuencias sociales y religiosas tendrá el que el trabajo dependiente esté desapareciendo?

La revolución tecnológica de los últimos lustros -automatiza-ción y nuevas técnicas de comuni-cación- promociona una sociedad en la que el beneficio del capital depende cada vez menos del trabajo asalariado. El trabajador no ha conseguido, como pronosticó Marx, acabar con el capital, sino que ha sido el capital el que puede prescindir del trabajo. La civilización industrial demandaba una educación que ponía en un primer plano disciplina y obediencia, las dos virtudes del esclavo que tanto exaltó el cristianismo. Pero en un mundo en el que está desapareciendo el trabajo basado en el esfuerzo físico, directamente vinculado al sufrimiento, se va perdiendo la significación que estas dos cualidades tuvieron en el pasado.

El hombre de hoy centra el esfuerzo físico en el deporte, que sustituye en cierto modo al trabajo manual, como el ciudadano libre lo hizo en la Antigüedad. Ambos sexos se muestran capaces de ejercer las mismas actividades, una vez que una menor fuerza física, la única inferioridad real de la mujer, ya no cuenta. La alta tecnificación de la guerra permite incluso que la mujer combata como un soldado más, actividad de la que había quedado excluida cuando la eficacia de los mandobles dependía de la fuerza de su brazo. Una buena parte de la discriminación social que la mujer ha padecido largos siglos tuvo su origen en que no pudiera imponerse, acudiendo al uso de la fuerza.

Junto con la equiparación de la mujer, la completa transformación del trabajo es el otro cambio mayúsculo que se está operando en las sociedades avanzadas. El trabajo físico doloroso que exigía una obediencia ciega pertenece al pasado; ahora se requieren personas cada vez mejor cualificadas que disfruten con lo que hagan de manera autónoma y responsable.

Importa tener muy presente que en el mundo de la automatización y de las nuevas tecnologías, no sólo se precisa de una población más educada, sino sobre todo educada de otra forma. La vieja educación que exaltaba la disciplina, la obediencia y la disposición a sufrir, ha de dejar paso a una que, sin renunciar al gozo de vivir, ponga en un primer término el espíritu crítico y la iniciativa individual. Ahora que por fin se puede hacer extensiva a todos, tal vez haya que inspirarse en la educación que recibía el ciudadano libre en la Antigüedad, basada en un desarrollo personal que impulse la iniciativa de cada cual.

Predicar el sufrimiento como principio de salvación era congruente con un mundo en el que la inmensa mayoría estaba condenada al esfuerzo doloroso y a la obediencia sin réplica. Un cristianismo que colocó al sufrimiento y la obediencia en el centro de lo humano tuvo sentido en un contexto social en el que la inmensa mayoría estaba condenada a realizar un trabajo desesperante.

Pese a que no quepa eliminar otras muchas fuentes de dolor, desde la muerte de los seres queridos al miedo a la propia muerte, desde la aflicción por el desamor, a la que conlleva el fracaso en nuestros mejores empeños, para la inmensa mayoría la primera fuente diaria de sufrimiento ha desaparecido con el trabajo humillante y doloroso. El recurso a una religión que transforma el sufrimiento en salvación seguirá acogiendo a algunos de los menos dichosos, pero no tendrá ya la universalidad que le proporcionó el trabajo como fuente principal de padecimiento.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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