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¿Religión sin Dios?

¿La religión implica necesariamente la creencia en un dios o en dioses? Einstein, ateo confeso, se declaraba profundamente religioso. Decía: “El conocimiento de que realmente existe aquello que para nosotros es impenetrable, que se manifiesta en la sabiduría más elevada y en la belleza más refulgente que nuestras torpes facultades sólo pueden comprender en sus formas más primitivas; este conocimiento, esta sensación, se ubica en el centro de la verdadera religiosidad. En este sentido, y sólo en él, me cuento entre las filas de los hombres devotamente religiosos”.

Al enfrentar nuevos problemas relacionados con el campo religioso, el desafío constitucional en los países de avanzada (específicamente en los EE.UU.) fue encontrar un significado legal para la palabra religión.

Entre esos problemas están, por ejemplo, el de quien, a pesar de ser ateo, se consideraba con derecho al estatus de objetor de conciencia para ser reclutado y enviado a la guerra. O cuestiones relacionadas con la legislación del aborto. O el problemas que planteaba la Iglesia Nativa Americana, que en sus rituales usa peyote, una droga alucinógena adictiva, prohibida legalmente (¿debería exceptuarse de esa ley a los creyentes, discriminando a, digamos, los seguidores de Aldous Huxley, que querrían experimentar con esa droga?). O el problema de los programas escolares que plantearon quienes rechazan la teoría evolutiva de Darwin.

¿Cómo interpretar estas cuestiones bajo una nueva concepción que considere a la religión como “una visión del mundo insondable, distintiva y abarcadora, que afirma que todo tiene un valor inherente y objetivo, que el Universo y sus criaturas inspiran asombro, que la vida de los humanos tiene un propósito y el Universo un orden”?

Desde luego el teísmo propone otras cosas: la existencia de otra vida o de una justicia no humana, por ejemplo. William James sostenía que un elemento esencial de la religión estriba en el sentido de que hay cosas en el Universo que “dicen la última palabra”. Desde luego, un dios desempeña ese papel, pero para un ateo los principios morales para vivir bien y en armonía con los demás seres y el cosmos es lo que tiene esa “última palabra”. Cuando alguien le dijo a Woody Allen que viviría para siempre en sus obras, él contestó que preferiría hacerlo en su propio departamento. Pero la vida concebida como un arte es un sucedáneo de la inmortalidad, como plantea el catedrático de derecho constitucional Ronald Dworkin (Providence, 1931-Londres, 2013) en su libro “Religión sin dios”, considerando finalmente que el logro de una vida plena y moral es una suerte de inmortalidad.

El análisis de Dworkin toca también temas candentes, especialmente los conflictos con las creencias de algunos inmigrantes, como el referendo por el cual los ciudadanos suizos en 2009 decidieron que se prohibiera la construcción de minaretes en su país, argumentando que no se violaba la libertad religiosa, ya que el islam no requiere minaretes en las mezquitas, y concluye preconizando que “los ateos pueden aceptar a los teístas como compañeros en sus más profundas ambiciones religiosas. Los teístas pueden aceptar que los ateos tienen los mismos fundamentos para la convicción moral y política que ellos. Ambas partes pueden finalmente aceptar que lo que ahora parece un abismo totalmente insondable en realidad sólo es un esotérico desacuerdo científico sin implicaciones morales o políticas”.

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