Desde una perspectiva que arranca del comienzo del franquismo una vez finalizada la Guerra Civil con la derrota de la República, se ofrecen diferentes etapas. Etapas que van en tobogán, suben y bajan al unísono de lo que pasa en España y en los países que la rodean. En el franquismo surge un potente nacionalcatolicismo. España es un país teocrático en donde el Estado y la Religión van en pareja. Bien estudiado por el jesuita Álvarez Bolado, la Religión todo lo domina. La Iglesia es todopoderosa y se incrusta en cualquier rincón de la sociedad.
La religiosidad es fuertemente eclesial. Se teme más a la Iglesia que a Dios. Se llenan los seminarios y los Obispos, políticos también franquistas, se enorgullecen de ello. Los curas ocupan las calles y es muy difícil escudarse contra esta marea ultracatólica. En los años cincuenta y sesenta empieza a cambiar el panorama. Las Democracias Cristianas europeas, y muy especialmente la que llega de Bélgica, dan aliento a otro tipo de catolicismo. La JOC (Juventud Obrera Cristiana), fundada en los años veinte, da un impulso social considerable al hasta entonces anquilosado catolicismo. Es la acción la que promueve la fe. En este ambiente no solo surgen los movimientos obreros, sino otros que no se sienten atraídos por el tufillo político que desprende el obrerismo cristiano. Y así nacen los Cursillos de Cristiandad. Los puso en marcha el obispo Hervás e invocan el encuentro con el Espíritu Santo, al modo pentecostalista, por encima de todo. La fe guía la acción. El individuo se empodera de Dios. Y los jóvenes miran a una religión renovada. Al mismo tiempo, el Opus Dei se extiende, especialmente por las capas pudientes de la sociedad. Fe y acción se dan la mano. Pronto saldrán a la luz pública los Neocatecumenales o kikos. Estos son típicamente fundamentalistas. El fundamentalismo consiste en volver una y otra vez a las fuentes, al origen. El mensaje en cuestión se habría adulterado con el tiempo y debería brotar de nuevo el agua fresca. Además, se trata de darse cuenta de que se tiene un tesoro entre manos. Y eso lleva a un fervor extraordinario. Sociológicamente, este retorno al núcleo duro sucede cuando ante un proceso de secularización, algunos se creen con el deber de mantener en su pureza la verdadera esencia del principio. Y es que la secularización avanzaba imparable. La apertura a Europa, el Concilio Vaticano II y el desarrollo económico aceleraron el descreimiento. Los curas dejaron la sotana y las voces de que España había dejado de ser cristiana se hicieron oír. La Teología de la Liberación, de cuño latinoamericano, se desmorona y se convierte en promoción humana con modelo evangélico. Y en los últimos años ha saltado a la escena el enésimo retorno a los fundamentos. El reciente movimiento juvenil, entre otros, se arrastra bajo el lema de la alegría. Es la alegría de ser amigo de Cristo. El tobogán está otra vez arriba.
El panorama ha cambiado. Las campanas ya no repican solas. Los imanes se escuchan. Los evangélicos hacen que proliferen sus Iglesias; los católicos quieren rejuvenecerse, y los viejos adivinos se presentan ahora como los redentores sacerdotales revestidos de autoayuda. Todo ello dentro del caldo de una soberana y omnipotente economía. Y con un consumo alienante, una política desquiciada y una tecnosfera convertida en falsa o sesgada información. Ante esta situación, el laicismo se enfrenta a inesperados retos. Su objetivo será siempre la separación de la Iglesia y el Estado. Y continuar criticando los privilegios de la Iglesia en la educación, en el dinero o en los símbolos interesados. Pero habría que ampliar la mirada. Contemplar y opinar sobre las diversas religiones. Ser más didácticos respecto al fenómeno religioso. Culturizar en un humanismo firme. Una puesta a punto, en suma, de su cometido, dados los profundos y caóticos cambios que se están viviendo. No se trata de crear un partido nuevo o algo por el estilo. Se trata de mirar en todas las direcciones que la realidad nos indica.




