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Reforma innecesaria y preocupante

l Senado de la República aprobó ayer en comisiones la reforma al artículo 24 de la Constitución, que establece que toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener y adoptar en su caso la de su agrado, y que esta libertad incluye el derecho de participar, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, en las ceremonias, devociones o actos de culto respectivos.

Es pertinente recordar que la citada modificación al texto de la Carta Magna –cuya votación en el pleno senatorial podría darse en la sesión de hoy– es innecesaria en estricto sentido legal: a contrapelo de lo expresado por el senador panista Sergio Pérez Mota, en el sentido de que la reforma avalada ayer es imprescindible para evitar que caigamos en un Estado laicista en el que se puedan coartar libertades esenciales en materia de creencias religiosas, éstas están protegidas por la Constitución, cuyo artículo 24 señala actualmente que toda persona es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones y actos de culto respectivos, como coincidieron ayer representantes de todas las fracciones parlamentarias, incluida la del Partido Acción Nacional.

Por añadidura, según afirmaron diversos legisladores, el dictamen de reforma sobre libertad religiosa acusa severas incongruencias y deficiencias en su redacción, y ello da cuenta de impericia, descuido y falta de rigor inaceptables en el trabajo legislativo: si toda ley está sujeta, por principio, a la interpretación, con el consecuente riesgo de lecturas facciosas y desviaciones del espíritu originario de las normativas, el aval a enmiendas confusas e incongruentes, como la comentada, alimenta el riesgo de que se vuelva imposible su cabal cumplimiento. Tal situación es particularmente preocupante en el ámbito de la regulación de las distintas confesiones y de la relación entre éstas y el Estado mexicano, marcado por las sistemáticas violaciones de la jerarquía católica a los principios que restringen su intromisión en asuntos políticos.

Pero el aspecto más preocupante de la mencionada modificación legislativa es la falta de discernimiento que mostraron los senadores encargados de analizarla al incluir, como parte de la libertad religiosa, la realización de actos de culto en el espacio público. Por más que esas ceremonias se den en los hechos desde hace tiempo, su reconocimiento en el marco legal del país es contraria a una consideración elemental: la esfera pública, en tanto escenario de la interacción social cotidiana, debe ser accesible a todos los ciudadanos, y ello implica, desde luego, mantenerla al margen de cualquier sesgo confesional. La necesidad de que el Estado regule el espacio público en su laicidad y de que la realización de los actos religiosos quede constreñida a los templos no obedece, pues, a afán anticlerical alguno, sino a un reconocimiento de la pertinencia y la importancia de preservar un ámbito neutral para todas las personas, independientemente de su credo.

Ante la falta de razones válidas y de peso para la reforma mencionada, y en vista de los efectos políticos y sociales nocivos que pudieran desprenderse de ella, la única explicación plausible a la luz verde legislativa otorgada ayer es un inadmisible afán de dar gusto al alto clero católico ante la inminente llegada al país de Benedicto XVI. Así pues, a reserva de esperar a que la citada reforma sea o no avalada por el pleno, ésta difícilmente ayudará a construir una sociedad más justa y libre, y sí fortalecerá, en cambio, el poder –de suyo desmedido– de la jerarquía católica en el país, y se sumará, para colmo, a las poco decorosas muestras de abandono del carácter laico del Estado mexicano frente al Vaticano.

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