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Reflexiones sobre la espiritualidad

El término espiritualidad, debido a su apropiación por parte de la religión, hasta el punto que casi se confunden en el lenguaje coloquial, se nos hace terriblemente antipático. Y, sin embargo, merece que le prestemos atención, precisamente para desprenderle de esa condición trascendente y sobrenatural y tratar de demostrar la superioridad de lo inmanente de cara a los valores humanos y la transformación social.

En el siglo XIX, en un momento en que la religión no es ya necesaria, e incluso se considera perniciosa para el devenir humano según algunas corrientes de pensamiento, el término “espiritual” se convierte en un sinónimo de humanismo y búsqueda de la perfección en todos los ámbitos de la vida. A comienzos del siglo XXI, con la permanencia pertinaz de las religiones tradicionales, que tantas veces se repliega en el fundamentalismo más reaccionario, y las necedades sincréticas de la New Age, merece la pena que reclamemos la fortaleza de una espiritualidad basada en el verdadero progreso de los valores humanos y sociales. En más de una ocasión, se acusa de falta de espiritualidad a los que, no solo rechazan la religiosidad, sino que abiertamente se muestran contrarios a ella, cuando precisamente se realiza en nombre de una concepción más poderosa de la misma. No es un debate que, más allá del loable rechazo a las instituciones religiosas y las manipulaciones teológicas, en el que podemos estar de acuerdo sensibilidades muy diferentes, resulte sencillo; sin embargo, reclamamos ese derecho a considerar la espiritualidad como inherente a la naturaleza y al ámbito humano, rechazando todo fantasía fundada en lo sobrenatural. La espiritualidad está tan contaminada por el sectarismo religioso, e incluso por el rechazo al conocimiento científico, que solo plantear la cuestión ya resulta transgresor.

El amor al conocimiento no significa reducir la vida al ámbito científico; reclamamos también con fuerza lo inmaterial, si con ello entendemos las emociones y los deseos humanos, no meras fantasías espirituales de dudosa valía. La filosofía, por encima del conocimiento científico, debe ocuparse de esa concepción de la espiritualidad basada en las aspiraciones terrenales del ser humano; del mismo modo, la racionalidad y el pensamiento crítico no pueden ser ajenas a nuestra visión espiritual, por lo que la aleja así inevitablemente de la estrechez dogmática que suele acompañar a la religiones. Con esto no quiere decirse que las personas dentro del sentimiento religioso no puedan vivir una espiritualidad basada en el fortalecimiento de los valores humanos, pero quiere invitarse con estas reflexiones a todo alejamiento del dogma y el sectarismo en el que con tanta frecuencia cae el pensamiento si abandona una racionalidad fundada en lo humano. Muchas personas, insisto, mostrarán su desacuerdo y querrán indicar la complejidad del asunto; de momento, señalaré al menos que la espiritualidad no es reducible a la religión (que, desde nuestro punto de vista no es meramente reducirla, es también distorsionarla); algunos filósofos han querido hablar en este sentido de una “espiritualidad naturalizada” (término con el que podemos estar de acuerdo).

Así, puede ser ya una muestra de este tipo de espiritualidad la contemplación de la belleza presente en la naturaleza, aunque rechacemos obviamente ver un propósito oculto en ella, ya que consideramos que nos introduce en no pocos problemas. Dentro de las emociones humanas, la confianza en el amor, de un modo personal, y en la fraternidad y solidaridad, a nivel social, es otro ejemplo de la espiritualidad que nos ocupa.
Hay quien quiere ver fuerzas trascendentes, ajenas a la comprensión humana, intervinientes en el devenir humano. Aceptando lo contigente y limitado de la existencia humana, parece muy rechazable esa visión trascendente, la cual ha tenido su transposición en filosofías secularizadas. Hay quien ha querido hacer una lectura de Hegel, autor tan importante para la modernidad, como un empeño de naturalizar la espiritualidad intentando superar las religiones y toda filosofía sobrenatural. No soy ningún entendido en Hegel, y su idea de un espíritu (sinónimo, en este caso de idea) que se va desplegando y perfeccionando a lo largo de la historia (con su posterior versión materialista), se me hace francamente cuestionable. Sin embargo, esa lectura de Hegel como un intento de identificar espiritualidad con la ciencia y con la naturaleza es una visión con la que sí podemos estar de acuerdo.

Del mismo modo, entendemos que la espiritualidad está estrechamente vinculada a una actitud reflexiva, lo cual no supone elaborar respuestas definitivas como han pretendido ciertas doctrinas y dogmas; esa actitud reflexiva, por supuesto, va profundamente unida a las emociones y pasiones humanas. He mencionado a Hegel y suelo recurrir a uno de sus discípulos capaz de elaborar una filosofía propia de cara a la fortaleza espiritual humana; Stirner confió plenamente en la expansión del yo individual sin ninguna abstracción o doctrina, terrenal o metafísica, que lo subordinase. Por otra parte, y como ya se ha dicho, no podemos concebir la espiritualidad sin su fuerte componente social y cosmopolita; si confiamos plenamente en el desarrollo personal, éste no es posible sin tener en cuenta al resto de los seres humanos y al conjunto de la naturaleza.

La fortaleza humana y espiritual

Si echamos un vistazo a los significados de “Espíritu”, vemos que, al margen de todas las connotaciones religiosas (que son bastantes), también es sinónimo de ánimo o valor; a nivel colectivo, también significa un principio o carácter de algo (una ley, una época, una corriente artística)… Así, el lenguaje es una consecuencia de la vida en todos los ámbitos, por lo que no es tarea fácil no identificar un término con el espíritu imperante en un periodo histórico. Quedémonos con la acepción más general de la palabra espíritu, ese vigor o valentía también en el terreno moral, por lo que de ninguna manera podemos aceptar su reducción a un significado religioso o sobrenatural. Ser espiritual puede ser también ser apasionado y valiente en muchos sentidos; para el caso que nos ocupa, en un sentido verdaderamente humano y social. Cuando alguien se refiere simplemente, con espíritu y espiritual, al reino de lo sobrenatural, señalaremos su error; no solo eso, sino la profunda distorsión que consideramos que significa aludir a lo fantasioso para ocuparse de lo terrenal.

Curiosamente, existe todavía otro derivado de la palabra espíritu; se trata de las llamadas bebidas espirituosas, las que contienen un cierto grado de alcohol, y se llaman así por considerarse que elevan el espíritu. Sin ánimo de ser excesivamente moralista, no es fácil evitar acordarse de una frase de Bakunin: “El pueblo solo tiene tres caminos para librarse de su triste suerte: los dos primeros son los de la taberna y la iglesia; el tercero es el de la revolución social”. No está nada mal utilizar como argumento que, en aras del fortalecimiento de la conciencia (lo que podemos llamar también espiritualidad), rechazamos en primer lugar los delirios espirituales y espirituosos.

Como ya he mencionado anteriormente, se suele confundir demasiado la espiritualidad con la religión. Desde nuestro punto de vista, considerando la religión perniciosa (por identificarse, entre otras cosas, con el dogma y con el inmovilismo), defendemos un concepto muy diferente de la espiritualidad. Aclararé, a pesar de dedicar ya mucho texto al asunto, que yo mismo no me termino de acostumbrar al término; no obstante, merece la pena el esfuerzo. Consideramos que la espiritualidad pertenece por entero al ámbito humano; dejaremos por el momento a un lado a los animales, aunque sin establecer la rígida separación entre el ser humano y el resto de especies (algo, por cierto, muy propio del egocentrismo religioso). Espiritualidad es profundizar en los asuntos humanos, realizarse preguntas, lo cual no significa caer en respuestas delirantes. De nuevo, parafraseamos a Bakunin: “Yo no pongo nombre a mi ignorancia, lo coloca en un altar y lo llamo Dios” (póngase aquí el concepto que se quiera, para no aludir solo críticamente al monoteísmo).

La espiritualidad que nos ocupa, por lo tanto, es una actitud radical ante la vida, dejar a un lado lo superficial y lo meramente técnico; es el desarrollo de la conciencia, tanto hacia el exterior como hacia el interior de uno mismo, aunque abandonando todo misticismo (y entiendo, por supuesto, que los sentimientos de cada persona varían en relación a este concepto). Espiritualidad es también cierta comunión con la naturaleza, por lo que inevitablemente hay que tener en cuenta al conjunto de la humanidad e incluso a las otras especies; rechazamos así los sectarismos propios de los nacionalismos y las religiones. Como espero que se esté entendiendo a estas alturas, nuestro extenso y humano concepto de espiritualidad comprende, tanto la naturaleza como el arte, la literatura o cualquier creación humana que trate de elevar los sentidos; igualmente, forman un componente primordial los sentimientos más nobles de fraternidad y de respeto a la vida.

Frente a las prácticas y rituales propios de la religión, y que tantas personas identifican con formas espirituales, defendemos aquí una determinada forma de pensar, de sentir y de actuar. No decimos que cierta dosis de fe no sea importante, pero reclamamos una muy diferente; mencionamos ahora a otro anarquista, Errico Malatesta, cuando consideraba un sentido de la fe, no como una creencia ciega enfocada en el absurdo y la incomprensión, sino como una potente mezcla de voluntad y esperanza en un mundo mejor. Una bella concepción de la espiritualidad. Consideramos estéril confundir la fe con creencias religiosas, las cuales ocupan no pocas veces parte considerable de la filosofía en una tarea más que cuestionable. Si, con cierta asiduidad, la religión y la ciencia se han mostrado enfrentadas (a veces, de modo caricaturesco para vergüenza de la religión, aunque no siempre sea el caso), la espiritualidad que nos ocupa no puede ser ajena al conocimiento; si, como ya hemos dicho, la vida y la filosofía no es reducible al pensamiento científico, éste es un factor primordial a tener en cuenta en aras de las explicaciones causales. Traemos ahora a colación una frase de Kant: “La ciencia es la organización del conocimiento, pero la sabiduría es la organización de la vida”. La espiritualidad que reclamamos tiene mucho que ver con la ciencia y, especialmente, con la sabiduría.

La espiritualidad que estamos teorizando, de manera amplia y potente, debe ser constantemente puesta a prueba con los hechos. Solo a través de la práctica pueden demostrarse los más nobles valores y sentimientos humanos; dejando a un lado un mundo frívolo, es necesario el desarrollo espiritual mediante la repetición de actos nobles en el quehacer humano; esta actitud y esta práctica, como es sabido y resulta lógico, acaba repercutiendo también en la conciencia y en los sentimientos. No estamos hablando de ingenuidad ni de una bondad aparente, ya que consideramos que es necesaria esa constante profundización en los asuntos humanos para una actuación racional y ética (dos herramientas esenciales para nuestro concepto de la espiritualidad); existen personas con mejor o peor intención, mediocres o brillantes, pero esas capacidades existen en potencia en la condición humana; el desarrollo de su “espiritualidad” dependerá entonces de ellos junto a una serie de factores ambientales (no lo dejemos nunca de lado). En cualquier caso, la espiritualidad no está restringida a unos pocos, tal y como se han empeñado las religiones con sus santos y gurús; a propósito de esto, nada tiene que ver la espiritualidad con la renuncia a los placeres terrenales, con el ascetismo o con el aislamiento. Más bien, el disfrute de la vida, también en sociedad, es condición indispensable para todo desarrollo espiritual; otro motivo para oponerse a ciertas creencias. La espiritualidad no es, ni más ni menos, el intento de mejorar a nivel personal y de hacerlo también con el entorno social.

A pesar de todo el contenido que hemos pretendido dar a nuestro concepto de espiritualidad, todavía hay que señalar su uso por demasiado farsante; del mismo modo, el deseo de asociar el término a los más bellos sentimientos humanos no quita que tantas veces se vincule con el mero sentimentalismo más bien vacío de contenido. Es necesario, por lo tanto, tratar de otorgar ese contenido a la espiritualidad, identificado en suma con un potente humanismo racional y secular; todo ello para evitar que las personas, frente a un mundo político y socioeconómico pobre, frívolo y egoísta, caigan en las más absurdas creencias espirituales.

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